Capítulo 13

Capítulo 13 – Aidan Sumer, 1.794 CIS (Calendario Solar Imperial)




El incesante sonido de goteo procedente del lateral izquierdo de la celda estaba volviéndome loco. Desconocía cuánto tiempo llevaba allí, colgando del techo por los brazos, ni tampoco cuánto más pasaría antes de que aquel macabro juego llegase a su final, pero cada hora que pasaba me costaba más y más mantenerme sereno. Y mientras que corrían los segundos, los minutos y, en definitiva, los días, en mi mente la idea de que nos habían traicionado era cada vez más clara. Alguien había revelado nuestras intenciones al enemigo, Landon Farr, y él había preparado todo un dispositivo para atraparnos y convertirnos en sus conejillos de indias...

En los muñecos de un juego macabro que, muy a mi pesar, tenía las horas contadas.

Mientras me mantenía suspendido a un metro del suelo, con los músculos ya demasiado agotados y doloridos de la postura como para responder, pensaba en cómo sacar a mis hombres de aquella trampa. Fieles hasta el final, Olic Torrequemada y Mia Dummas habían decidido acompañarme a una misión de la que había muchas posibilidades de no volver. Aquellos dos hombres, mis más veteranos compañeros, no habían sido informados en ningún momento de la operación, pero llegado el momento de partir no habían dudado en unirse a mí sin saber cuál era el destino. Y en cierto momento había tenido la tentación de dejarlos atrás, no voy a mentir. Desde un principio había sabido a lo que me enfrentaba, y si bien había preferido no preguntarme el motivo, había tenido muy presente que era una misión peligrosa, de ahí mi interés de ir solo. Sin embargo, no me lo habían permitido.

—Le prometimos a tu hermano que no te dejaríamos nunca solo —me recordó Mia poco antes de embarcarnos juntos a la gran travesía hasta Norraxis—. Y no lo vamos a hacer. Somos gente de palabra... además de tus amigos, Aidan.

—Sí —la secundó Olic—. Aunque a veces parece que se te olvida. Por suerte, aquí estamos para recordártelo, Sumer. Sin nosotros, no eres nadie.

Aunque a veces era tentador olvidarlo, y más cuando el peso del yelmo de Centurión era tan elevado, lo cierto es que siempre lo tuve muy presente. Además de mis compañeros, los componentes de mi Unidad eran mis amigos y mi familia, y no estaba dispuesta a dejarlos morir. Precisamente por ello, incluso al límite de mis fuerzas, a merced del enemigo, colgado en una fría sala de paredes blancas y luz fluorescente, con la muerte acechando más allá de la puerta de entrada, no me daba por vencido. Sacaría a mis hombres de allí costase lo que costase y mataría a Farr. El Emperador podía contar con ello.

Pero no iba a ser fácil. Landon Farr era un rival peligroso y muy bien equipado, y si bien en un cara a cara no era más que un insecto al que me bastaba con pisotear, en aquellas circunstancias, rodeado por su ejército de musculosos drones de piel plateada y toda su maquinaria, las cosas se complicaban notablemente.

—Pero saldremos de esta —dije una vez más, tratando de transmitir serenidad a mis compañeros—. Os doy mi palabra.

Pero por desgracia, ellos ya no me oían.




Desconocía cuántas horas había pasado dormido, o inconsciente, ya no lo sé, cuando desperté por última vez. Los secuaces de Farr me habían arrastrado en dos ocasiones fuera de la sala donde nos tenían atrapados para experimentar conmigo en uno de sus fríos e inquietantes laboratorios. En ambas ocasiones me habían tumbado en una camilla, me habían maniatado y, con la cabeza inmovilizada y los ojos fijos en un potente foco de luz blanca, habían hecho y deshecho conmigo cuánto habían querido, inyectándome y extrayéndome toda la sangre que habían querido. Por suerte, en ambos casos mi consciencia había acabado evaporándose producto de alguno de los fármacos que me inyectaban. Eso sí, he de admitir que a mi despertar, ya no era el mismo. Podría decir que era una versión algo más debilitada de mí mismo, pero no el original. Muy a mi pesar, el cansancio cada vez era más intenso y el dolor de cabeza más incipiente. De hecho, era como si, de la forma más cruel y ensordecedora, un martillo me golpease una y otra vez detrás de los ojos, tratando de sacármelos.

Por suerte, de momento aguantaban.

Tratando de aclararme la vista, parpadeé un par de veces antes de alzar la mirada hacia mis compañeros. La potencia de luz de la sala era muy molesta. En otras ocasiones, cuando me habían apresado, había acabado en sucios y oscuros zulos, atrapado tras puertas de hierro y barrotes. Aquí, sin embargo, mis compañeros y yo pendíamos a un metro de un pulcro suelo de rejilla sobre el cual se alzaba un moderno quirófano en desuso. Nuestros carceleros tampoco eran los matones de siempre, de aspecto agresivo y malhumorado. En este caso, los inquietantes y clónicos drones de Farr, todos varones de cabeza afeitada y cuerpos planteados totalmente desnudos, se encargaban de nosotros con silenciosos movimientos robóticos.

Amparándome a su parte humana, esa de la que tanto enorgullecían los talosianos y que utilizaban para asegurar que aquellos seres no eran simples robots, había tratado de hablar con ellos: había intentado negociar con ellos, los había insultado y provocado, pero ninguna de mis palabras habían logrado surgir efecto. Cual máquinas que eran, los drones habían hecho y deshecho, tal y como seguían haciendo en aquel preciso momento, justo cuando, tras un largo letargo, había despertado a tiempo para ver que no había ni rastro de Mia.

—¿Mia? —pregunté con preocupación al ver las cadenas de las que había estado colgando hasta entonces vacías—. ¿Dónde está Mia?

A unos metros de distancia, Olic alzó la mirada. Sin sus características gafas enmarcado su imponente mirada de ojos azules y el pelo rizado cayendo sobre su rostro, los casi cincuenta y cinco años de edad de mi querido amigo se veían más vívidos que nunca. Las ojeras y las arrugas se estaban abriendo paso rápidamente en un rostro que, al igual que el mío, poco a poco se estaba apagando.

—Se la han llevado hace dos horas —respondió en tono neutro.

Asentí con la cabeza. Durante todo el tiempo que llevábamos atrapados allí, aquella era la quinta vez que se llevaban a Mia. A Olic y a mí nos habían sacado también, pero ella parecía despertar mucho más interés que nosotros. Sea cual fuese el motivo, lo cierto era que sus visitas eran breves, de una hora o dos como mucho, y siempre con un mismo final: Mia volvía inconsciente, con nuevos pinchazos en los brazos y una expresión cada vez más extraña en la cara.

Ella también se estaba apagando.

—¿Estás bien, Olic? Aguanta, saldremos de esta.

—Estoy bien —aseguró—. ¿Tienes algún plan?

El lejano sonido de unos pasos captó nuestra atención. Ambos volvimos la mirada hacia la entrada de la sala, allí donde dos estatuas muy parecidas a los drones formaban el arco de la puerta al unir las puntas de sus dedos, y aguardamos en silencio a que, con paso tranquilo, probablemente el único humano de aquel laboratorio, sin contarnos a nosotros, entrase.

Llevaba algo brillante entre manos.

Landon Farr era un hombre alto y esbelto, de piel algo amarillenta y larga cabellera negra ya encanecida recogida en una coleta. Su rostro estaba surcado por decenas de arrugas que marcaban su edad ya avanzada. Cubría los ojos oscuros tras unas gafas de metal redondas, y la sonrisa de labios finos y rojos bajo una barba de varios días. Farr vestía con una bata verde por encima de ropas negras, zapatos abiertos y guantes blancos cuyas puntas, ahora manchadas de sangre, estaban rematadas en bordes metálicos.

Visto desde la lejanía, Farr era un tipo que pasaba desapercibido. Su rostro era anodino, al igual que su voz y sus formas. De cerca, sin embargo, su mirada desprendía tal aura de locura que el mero hecho de estar cerca de él resultaba desagradable.

—¡Mis queridos Pretores de la Noche! —exclamó el científico, exultante—. ¿Recuerdan que les dije que compartiría con ustedes mis avances? ¡Pues aquí lo tienen!

Y logrando arrancarme un gemido de pura rabia con ello, Farr me mostró con una amplia sonrisa cruzando su rostro el pequeño fragmento de Magna Lux que hasta entonces había latido en el pecho de Mia Dummas.

Mia. Sentí que algo se rompía en mi corazón al ver aquel cristal en sus manos. Mentiría si no dijese que de todos mis agentes ella era con la que más distancias mantenía, pero incluso así se había convertido en alguien muy importante para mí. Los años de servicios habían demostrado que era una excelente soldado, y la lealtad incluso después de muerto hacia mi hermano había sido tal que no pude evitar que una lágrima resbalase por mi cara al ver sus restos en manos de aquel hombre.

—¡Pero mi querido Centurión, no se ponga así! Pronto se unirá a ella... usted y su agente. ¡Los tres se reunirán con su Sol Invicto, así que cambien esas caras! ¡Deberían estar contentos!

—No va a lograr provocarnos, Farr —respondí, haciendo un auténtico esfuerzo por mantener a raya la rabia que en aquel entonces con tanta furia palpitaba en mi pecho—. Ni se moleste.

—Los entrenan para ello, claro —dijo el científico—. Por cierto, si no le importa, me lo quedaré para mi colección... esta es la cuarta que consigo, ahora solo me falta una más para conseguir una de cada Casa. Un auténtico tesoro, ¿no le parece?

—Creía que en Talos los objetos vinculados al Sol Invicto eran despreciados —contesté—. Usted y los suyos renegaron de él hace décadas.

—Y así es, hace años que lo dejamos atrás, pero respeto a aquellos que creen en él. La ignorancia puede llegar a ser la mejor de las armas si se sabe utilizar bien... además, que no comparta sus creencias no implica que esté ciego. He visto lo que esta piedrecita es capaz de hacer con ustedes, en la clase de seres que los convierte, y le aseguro, querido Centurión, que es apasionante. En ese sentido, me declaro total y absoluto seguidor de la obra de su Sol Invicto o de quien sea que tuvo la idea de fragmentar la Magna Lux.

Landon Farr se guardó el cristal de Mia en el bolsillo de la bata antes de acercarse un poco más a nosotros. Se cruzó de brazos, dejando así a la vista las muñecas, en las cuales tenía varias cicatrices en forma de cruces, y paso a paso fue acortando distancias hasta detenerse frente a mí.

Alzó el rostro para mirarme directamente a los ojos. En un principio había temido que pudiese identificarme, por lo que había tenido mis poderes activos en todo momento, borrando mis facciones de su campo visual. A aquellas alturas, muy a mi pesar, ya no me quedaban fuerzas suficientes para mantener mis poderes activos.

—¿Sabe por qué su Emperador le ha enviado para matarme, Centurión?

—Ilumíneme.

—Porque se arrepiente de haberme dado la espalda. Hace unos años yo le tendí mi mano, le ofrecí la posibilidad de hacer a Albia invencible, y se negó. Su hermano, ese bestia de Lucian Auren, me repudió y humilló públicamente. Ensució mi nombre y, de haber podido, me habría quitado la vida. ¡Cuán estúpido fue! ¡De haberme aceptado entre los suyos, ahora usted y sus hermanos Pretores serían fuerzas inexpugnables capaces de conquistar toda Gea! Ahora, sin embargo, es cuestión de tiempo que acabe con mi experimento y las Casas, junto con la gran defensa de Albia, acaben cayendo una a una.

—¿Las Casas? —pregunté con confusión—. Necesita más que un ejército de esos drones de plata para vencernos, se lo aseguro.

Una sonrisa maliciosa se dibujó en su rostro.

Aquel gesto logró reavivar las llamas de mi rabia. Una vez más traté de liberarme de las férreas cadenas que me sujetaban las muñecas, pero mis intentos fueron en vano. Hasta que él así no lo quisiera, no podría liberarme.

—Como ya le he dicho, me falta aún un fragmento para poder controlar a todas las Casas. Por desgracia para usted, su amiga me ha desvelado su secreto y ya no es rival para mí, Centurión. Porque dígame una cosa... si a los Pretores les arrebatan las capacidades que adquieren gracias al poder de la Magna Lux, ¿en qué se convierten?

—¿De veras cree que los Pretores somos lo que somos únicamente por el fragmento? —respondí con ferocidad—. ¡Iluso! Dice admirarnos... dice conocernos, ¡pero si realmente es eso lo que cree demuestra saber muy poco sobre nosotros!

—¿Usted cree? Demuéstremelo entonces. Tao, prepáralo: lo quiero en diez minutos en la Estrella.




Como pronto descubriría tras recibir la visita de uno de los drones de Far, que muy amablemente me inyectó algo dolorosamente frío en el cuello, la Estrella era el nombre con el que había bautizado a un gran pozo de pelea en cuyo fondo, muy a mi pesar, fui lanzado.




—Aidan.

Aidan.

Me encontraba atrapado en la oscuridad, entre muros de silencio, cuando el sonido de su voz interrumpió mi letargo. Su voz, suave y lejana, viajaba a través del tiempo y del espacio, de la vida y la muerte, y me acariciaba con delicadeza la mejilla, tal y como años atrás había hecho.

Aquella voz...

—Aidan, cariño, ¿me oyes?

Mis ojos batieron las sombras como las alas de una mariposa y ante mí, muy lejos pero a la vez muy cerca, se encontraba ella, etérea y pétrea a la vez. Su cabello negro agitado por el viento como las ramas de los árboles del Jardín de los Susurros; sus ojos brillando como dos esquirlas de oscuridad en su rostro blanco como la nieve.

Extendió la mano hacia mi rostro y aunque estaba demasiado lejos como para poder acariciarlo, sus dedos alcanzaron mis mejillas.

Cerré los ojos. La envolvía el olor de las rosas... las mismas rosas rojas que había depositado el día que me despedí de ella, con las lágrimas y el dolor ocultos para que mis dos hijos tuviesen alguien en quien encontrar consuelo. ¿Cuánto tiempo había pasado ya? ¿Trece años? ¿Catorce? Cada día, cada noche... cada hora separado de ella se me clavaba como esquirlas de hielo bajo las uñas. No recuerdo el día que no le hubiese dedicado al menos un minuto... y en aquel entonces, consciente de que había pasado demasiado tiempo pensando en otras cosas había sido ella la que había acudido a mí para recordarme que aún seguía muy viva en mi recuerdo...

Y a decirme que, al menos de momento, no quería verme.

—¿Jyn? —respondí yo.

Pero no contestó. En lugar de ello sencillamente me sonrió, tal y como siempre hacía cuando nos reencontrábamos tras días sin vernos, y se esfumó dejando tras de sí una estela de esperanza y luz gracias a la cual, despertando al fin de mi amargo sueño, descubrí que me encontraba en las profundidades de la Estrella...




Y no estaba solo.




—Empezaba a creer que iba a tener que bajar para despertarlo, Centurión —exclamó Landon Farr desde lo alto del pozo, apoyado en la barandilla dorada que rodeaba la cavidad—. ¿Se encuentra usted bien? Lamento que no hayamos podido bajarlo de otra forma: no hay escalera.

Las decenas de drones que le acompañaban alzaron y sacudieron los brazos, como si jaleasen a su líder, pero ningún sonido escapó de sus labios. Sencillamente agitaron los miembros hasta que, satisfecho, Farr alzó la mano a modo de silencio.

—¡Tranquilos, chicos, tranquilos! No os voy a hacer esperar más —aseguró—. Hace años que iniciamos este proyecto, y si bien aún no hemos logrado finalizarlo, es innegable que hoy es un gran día. Un día que la historia marcará como el inicio del final del Imperio de Albia, y es que, con cuatro de las cinco Casas Pretorianas neutralizadas, estamos a tan solo un paso de sentenciar para siempre a los Auren. Una más, amigos míos, tan solo nos falta una piedra más, una de esas gemas sagradas que los Pretores de la Casa de la Corona portan en el pecho, y Talos se alzará con la victoria.

—¿Neutralizar a las casas? —murmuré.

Pero por suerte no me escuchó. Enfrascado como estaba en dar el discurso a sus drones, Landon Farr siguió hablando vehementemente, lanzando todo tipo de juramentos y promesas, mientras que yo, con el cuerpo tremendamente dolorido no solo de los días de cautiverio, si no también por haber caído desde casi diez metros de altura, me levantaba lentamente, ayudándome de la pared tubular. Apoyé primero las manos, después la espalda y, por último, me levanté poco a poco, sintiendo como mis músculos aullaban agónicamente de dolor al no recibir el apoyo de la Magna Lux.

Cerré los ojos. A pesar de que los drones no emitían sonido alguno mi cabeza estaba llena de voces y gritos que me impedían pensar con claridad. Era como si, de repente, centenares de personas habitasen en mi mente, enredando y deshaciendo todo cuanto mi cerebro trataba de generar. Ideas, planes, imágenes... aquellos intrusos lo desbarataban todo, y lo que era aún peor, impedían que pudiese contactar con mi Magna Lux. Físicamente seguíamos el uno unido a la otra, pues mi corazón latía a su ritmo, pero por alguna extraña razón no lograba escuchar mi voz interior.

Me había dejado solo.

O casi solo.




—Aidan...




La voz de Jyn resonó con nitidez a través de las nubes de oscuridad que cegaban mi mente. Ella se encontraba allí, atrapada en alguno de los cajones de mi memoria, y aunque trataban de silenciarla, no iba a abandonarme. Nunca lo había hecho, y tampoco lo iba a hacer ahora, cuando tanto la necesitaba.

Respiré profundamente y volví a abrir los ojos. El aroma de las rosas era muy residual, probablemente producto de mi mente, pero estaba allí, formando un pequeño escudo a mi alrededor. Y al otro lado de este, mirándome con dos grandes e inquietos ojos verdes muy humanos, un colosal guardián medio orgánico medio cibernético me miraba entre las sombras, con su máscara facial de porcelana pintada de blanco y los labios entreabiertos de intenso color carmín.

Su lengua, larga y bífida como la de una serpiente, relucía bajo la luz de los focos.

—Santo Sol —murmuré, impresionado ante el monstruoso tamaño del colosal ser que se alzaba ante mí a lo largo de casi dos metros y medio de altura—. ¿De qué pesadilla sales tú, monstruo?

—¿Pesadilla? —exclamó Farr desde lo alto, acompañando de una sonora carcajada a sus palabras—. De qué privilegiada mente, querrá decir. Mi querida Elia nació hace ya dieciséis años. La desventura quiso que el destino tratase de arrebatármela cuando apenas tenía unos meses de vida, pero la ciencia me dio la clave para mantenerla a mi lado el resto de la eternidad. Ahora ella junto al resto de mis servidores de plata son mi familia, almas encerradas en cuerpos imperecederos que darían su vida por salvar la mía. Mis hijos, mis hermanos... lo son todo.

Una desagradable sensación de vértigo se apoderó de mí al ver a Elia surgir de entre las sombras y mostrar su cuerpo metálico bajo la luz. Para mantener los pocos órganos que había podido salvar de ella, Landon habían encerrado a su hija en una imponente armadura femenina cuyos músculos y fortaleza era tal que su mera presencia resultaba intimidante.

Tras unos segundos de reconocimiento, Elia retrocedió hasta el otro extremo del pozo, donde una montaña de huesos aguardaba en forma de pirámide, y extrajo una impresionante espada curva de su interior.

La alzó hacia mí.

—Morir.

No existen palabras para poder describir lo que en aquel entonces sentí. Respeto, sorpresa, miedo... tal fue la aglomeración de sentimientos que se agolpó en mi ruidosa cabeza que no tuve más remedio que dejarme llevar de nuevo por el instinto. Mantuve la mirada fija en el ser mientras se acercaba y, una vez estuvo frente a mí, dispuesto a hundir el filo de su arma en mi carne, me lancé al suelo, esquivando por tan solo unos centímetros el metal.

A partir de entonces, dancé por el pozo al son de Elia, saltando de un lado a otro con la clara conciencia de que, tarde o temprano, el cansancio me haría errar el paso. Y mientras que yo iba de un lado a otro, girando sobre mí mismo y esquivando como podía los incesantes ataques de mi oponente, Landon Farr me miraba desde lo alto de la Estrella, risueño.

—No se moleste, Centurión: sus poderes no responderán a la llamada —exclamó—. ¿Recuerda ese líquido que le inyectó Tao en el cuello? Su agente me ayudó a destilarlo. Se podría decir que parte de su agonía se encuentra en la fórmula... aunque ya sabe lo que dicen, en Talos somos demasiado prácticos para ese tipo de cursilerías. Sea como sea, ha sido de gran ayuda.

Le dediqué tan solo una breve mirada antes de volver a girar sobre mí mismo para esquivar un nuevo ataque de Elia. En aquella ocasión su arma pasó muy cerca de la oreja, tanto que incluso logró cortarme un par de mechones de pelo. Retrocedí un paso, flexioné las rodillas y, proyectando mi cuerpo hacia el lateral derecho del suyo, me lancé al suelo, donde rodé con rapidez para, inmediatamente después, volver a levantarme, dispuesto a esquivar el siguiente golpe. Y así hice durante largos minutos. Minutos en los que el sudor me empapó la ropa y el cansancio engarrotó mis músculos. Gracias a mi entrenamiento podría soportar aquel ritmo durante una hora, puede incluso que más, algo que ningún simple humano lograría jamás, pero por suerte no fue necesario. Alcanzados los quince minutos de combate, el sonido de varias sirenas nos interrumpieron. Elia alzó la mirada instintivamente hacia arriba, como si de una persona normal y corriente se tratase, al igual que hizo Landon. Yo también lo hice, no voy a mentir, pero mi reacción fue mucho más rápida que la suya. En lugar de quedarme embobado mirando las alarmas, probablemente en busca de una explicación, me apresuré a abalanzarme sobre Elia y arrebatarle el arma golpeando la juntura de su muñeca con todas mis fuerzas. Inmediatamente después, concentrándome al máximo para conseguirlo, alcé la pesada arma y la lancé contra su cabeza, acertando de pleno en el cuello. El metal golpeó pesadamente la juntura, sacudiendo internamente el cerebro biónico del ser, y mi oponente cayó al suelo, haciendo temblar las baldosas con su peso.

Landon lanzó una sonora maldición al ver cómo recogía de nuevo el arma del suelo y la acercaba peligrosamente a la parte orgánica de su cabeza, en la parte trasera del cráneo.

—¡No se atreva! —gritó—. ¡A Elia no!

—Usted ha matado a mi agente, ¿por qué no debería hacer yo lo mismo con su engendro?

—¿Engendro? —preguntó con sincera sorpresa—. ¡Es usted un monstruo! ¿Cómo se atreve a llamar engendro a mi pequeña creación? ¡Elia es sangre de mi sangre!

—Sea de su sangre o no, es una abominación más —respondí yo, y apoyé el metal sobre la carne, dibujando un pequeño punto de sangre en la piel—. Pero si realmente tiene interés en que sobreviva, ¿quién sabe? Puede que lleguemos a un acuerdo.

Aunque no era ético lo que estaba planteándole, y mucho menos teniendo en cuenta que el científico consideraba a aquel ser algo parecido a un hijo, no tenía más alternativas. No quería morir. Al menos no sin antes haberlo matado. Una vez su sangre bañase el suelo del laboratorio mis prioridades cambiarían, pero hasta entonces no podía tomarme la libertad de fracasar.

Apreté aún más el arma contra la piel. Por dentro, probablemente estuviese sintiendo dolor, pero su boca artificial no emitió sonido alguno. Sus ojos, sin embargo, brillaban con miedo.

—¿Se cree en posición de negociar conmigo, Centurión?

—Todo dependerá del valor que le dé a su criatura, Landon.

A punto de responder, la repentina aparición de uno de los drones volvió a interrumpirnos. El ayudante acercó los labios a su oído y, arrancándole una sonrisa de pura satisfacción con sus palabras, reveló algo al científico que pronto, muy a mi pesar, descubriría.

Farr soltó una estruendosa carcajada poco después de despedirlo. Cruzó los brazos sobre el pecho y, más engrandecido que nunca, me miró fijamente a los ojos, desafiante.

—O usted a la suya, Centurión.

—¿A la mía?

Landon desapareció durante unos minutos, dejándome con la duda. A lo largo de aquel rato de ausencia traté de hacerle volver gritando su nombre en varias ocasiones, pero no obtuve respuesta alguna. Por suerte, con su señor fuera de su alcance visual, Elia pareció perder interés en mí. Miró una última vez el filo del arma y, como si se desconectase, cerró los ojos y quedó inmovilizada ante mí, en la misma posición.

—¿Pero qué demonios...? ¿Farr? ¿Farr, dónde demonios se ha metido? ¡Vuelva! ¡Landon Farr, le exijo que...!

Grité durante unos cuantos minutos más hasta que, ante la falta de resultado, opté por tomar asiento en el suelo, sin apartar el arma del cráneo de Elia. Permanecí un rato a la espera, recuperando unas fuerzas que estaba convencido que pronto volvería a necesitar, hasta que, de repente, Farr volvió a aparecer.

Y no lo hizo solo.

Acompañado por dos de sus drones y un encapuchado al que estos sujetaban con firmeza, Farr volvió a mirarme desde lo alto del pozo. De nuevo sus ojos brillaban con determinación, evidenciando la seguridad que tenía en sí mismo... y no era para menos. Aunque la oscuridad que reinaba en su rostro me lo impedía, no necesité más que ver los bordados de su abrigo y sus botas para reconocer en el prisionero a alguien muy conocido.

Alguien que había temido que me siguiese y que el verlo en aquella situación logró ahondar en la profunda herida que aquel hombre había abierto en mi corazón.

—Oh, no...

—¿Sabe Centurión? Creo que tengo algo que le pertenece.

—¡No le ponga las manos encima!

—¡Tarde! Este cotilla ha intentado infiltrarse en mi laboratorio sin ser vista... lástima que mis instalaciones cuenten con la tecnología más avanza, ¿no cree? —Landon soltó una carcajada—. No pueden vencerme, Centurión. Mientras que ustedes juegan con espadas, yo me enfrento al mundo con cañones automáticos. Albia forma parte del pasado, amigo mío: Talos es el futuro.

—Un futuro que no verá a no ser que lo suelte ahora mismo, Farr —le advertí—. Suéltelo, o...

—¿O qué?

Un simple ademán de cabeza bastó para que los dos drones lanzasen al encapuchado al interior del pozo. Consciente de que la caída podía llegar a ser letal, me apresuré a situarme debajo para cogerlo al vuelo, lo que provocó que Elia quedase liberada. El engendro abrió rápidamente los ojos y, recogiendo del suelo el arma que yo mismo acababa de lanzar, se preparó para la segunda parte del combate. Yo, sin embargo, ni tan siquiera me molesté en vigilar sus movimientos. Sencillamente corrí hacia el encapuchado y, tan pronto estuvo a mi alcance, lo cogí en volandas, logrando suavizar la caída sacrificando mi propio bienestar.

Un gemido de dolor escapó de mis labios al sentir los huesos de la espalda crujir ante el esfuerzo. El peso del encapuchado era muy alto, mucho más de lo que recordaba... y pronto comprendí el porqué.

—¡Lyenor! —exclamé, apartando la capucha para poder ver al fin su rostro.

Y aunque probablemente había sido ella a la mujer que habían capturado los drones de Farr y que le habían mostrado, ya no había rastro alguno de mi Optio bajo aquel abrigo. En su lugar, con el rostro cubierto de sombras y sus ropas a modo de señuelo, había uno de los drones del científico. Ella, por supuesto, se encontraba en lo alto del pozo, a tan solo un metro detrás de Landon, con su puñal a punto de hundirse en su espalda.

—Lucian Auren le envía recuerdos, doctor —dijo.

Debo decir que pocas veces he sentido tanto orgullo de ella como en aquel momento. Cuando Lyenor acabó con la vida de Landon Farr y lo lanzó al inferior del pozo de una patada en la espalda, tal fue la satisfacción que sentí que incluso olvidé la presencia de Elia y el resto de drones. Sencillamente contemplé el cuerpo caer y sonreí.

Sonreí como un auténtico maníaco.

Por suerte para mí, inmediatamente después de acabar con el científico, Lyenor desenfundó su pistola y acabó con Elia de un disparo limpio en la cabeza. Acto seguido, hizo lo mismo con los drones allí presentes, dando al traste por completo con la pequeña fiesta que Farr había preparado para mí en tan solo unos segundos.

Lyenor era así, leal hasta la médula, letal como la misma muerte.

Única.

—Centurión —dijo poco después, tras asegurarse de que, al menos por la zona, no quedase ningún otro dron que pudiese interrumpirnos—. ¿Estás bien?

—Vivo, que no es poco.

—Buscaré algo con lo que subirte. Coge mi abrigo y mis botas, por favor: me siento desnudas sin ellas.

—¿Estás descalza?

Su sonrisa me bastó para que parte de mis nervios se calmasen. Lyenor me guiñó el ojo, tranquilizadora, y desapareció momentáneamente de mi campo visual. Poco después regresó con un cable plateado con el que me ayudó a salir del pozo.

Y sí, como pude comprobar una vez ya arriba, estaba descalza.

—Por poco —dijo, dejando caer la cuerda al suelo—. Temí llegar tarde.

—Tú lo has dicho, por poco —respondí.

No acostumbrábamos a hacerlo en público, y mucho menos en mitad de una misión en territorio enemigo, pero en aquel entonces tal había sido nuestro nerviosismo y temor que nos tomamos unos segundos para fundirnos en un abrazo. Ambos habíamos barajado seriamente la posibilidad de no volver a vernos, y el que el Sol Invicto nos hubiese dado una segunda oportunidad era razón más que suficiente para romper con las normas que nosotros mismos nos habíamos impuesto. Así pues, permanecimos un rato abrazos, Lyenor reposando su cabeza sobre mi pecho y yo mirando al vacío, dando las gracias a la suerte, y sobre todo a mi querida Optio por aquel gran sacrificio.

De no haber sido por su valiente esfuerzo, probablemente aquel habría sido mi final.

—¿Qué os pasó? —me preguntó al oído—. ¿Cómo pudieron atraparos? Las defensas de Landon son complejas, pero no lo suficiente para tres Pretores de la Noche.

—Nos estaba esperando —respondí yo con brevedad—. No sé cómo ni porqué, pero sabía que veníamos.

—¿Crees que alguien...?

—No lo sé —sentencié, y me aparté de ella, dando por finalizado aquel breve inciso—. Pero no es momento de discutirlo. El tiempo juega en nuestra contra: no creo que esas alarmas únicamente se hayan oído aquí abajo. Ve a por Olic, se encuentra en aquel laboratorio, yo tengo algo que hacer antes de prenderle fuego a este lugar.

—¿Olic? —Los ojos de Lyenor se ensombrecieron—. ¿Y qué pasa con Mia?

Sin necesidad de decir palabra alguna, a mi Optio le bastó con mirarme a los ojos para obtener la respuesta que buscaba. Habíamos viajado tres hasta Talos, y tres volveríamos... pero muy a mi pesar, Mia no estaría entre ellos.

—Cuatro minutos —sentencié—. Ni un segundo más. Desconozco qué me han hecho, pero no puedo activar mi Magna Lux, y es posible que Torrequemada tampoco pueda ¿Podrás ocultarnos a los tres?

—Me ocuparé de ello. He encontrado otro camino para llegar hasta aquí bordeando el castillo. Con suerte, podremos escapar sin que media guardia real caiga sobre nosotros.

—Confiemos en ello. Lyenor...

—¿Sí, Centurión?

—Buen trabajo.




Una hora después, Olic, Lyenor y yo recorríamos las calles de Norraxis sumidos en la completa oscuridad, tratando de alejarnos lo más rápido posible del centro de la ciudad. Tal y como habíamos previsto, el incendio en las instalaciones subterráneas de Farr habían hecho saltar todas las alarmas y gran parte de la guardia del Rey Kritias se encontraba en las calles, buscando a los culpables. Por suerte para nosotros, el poder de Lyenor estaba logrando mantenernos ocultos a la vista de la mayoría.

La gran duda era, ¿hasta cuándo?

Aunque Olic aún era capaz de activar su Magna Lux, tal era el agotamiento que padecía que apenas conseguía mantenerse en pie. Farr no había sido benevolente con él precisamente. Y al igual que él, transcurrida una hora de huida, yo tampoco me sentía con fuerzas para seguir escapando. Lyenor aseguraba que tenía un transporte en las afueras preparado, pero alcanzada la media noche tal era nuestro agotamiento que no tuvimos más remedio que hacer un alto. Buscamos por los alrededores el mejor lugar en el que fundirnos con la noche y, localizado uno de los pocos parques de la ciudad, nos zambullimos en su vegetación, encontrando entre los árboles la paz y soledad perfecta en la que escondernos del enemigo.

El peso del agotamiento cayó sobre mí como una pesada losa al tomar asiento en el suelo. Apoyé las manos sobre las rodillas y, luchando contra mí mismo para no tumbarme y cerrar los ojos, centré la mirada en las calles que rodeaban el parque. Por ellas, recorriéndolas con farolillos azules iluminando su paso, patrullas de vigilancia peinaban Norraxis en nuestra busca.

—No podemos quedarnos aquí —murmuró Lyenor a ver a un grupo de vigilancia acercarse mucho más de lo que a ninguno de los tres nos hubiese gustado. Por fortuna, tras echar un rápido vistazo, pasó de largo—. Van a acabar encontrándonos.

—Probablemente, querida —respondió Olic—. Pero no puedo seguirte, lo lamento. Mi cuerpo no da más de sí.

—Lo entiendo, Olic, pero...

—Silencio —advertí al ver una nueva patrulla acercarse.

Un grupo de cinco figuras uniformadas de negro surgieron de uno de los callejones montados en unos inquietantes bípedos mecánicos de aspecto siniestramente parecido a los caballitos de mar. Los seres, cuya espada se curvaba para dejar espacio a la montura, eran de color dorado y disponían de dos cañones en las cuencas oculares. Además, la cola acababa en un tercer cañón automático cuya movilidad era de trescientos sesenta grados. En definitiva, una auténtica máquina de matar que, sumada a los fusiles de largo alcance y equipo de visión nocturna que portaban sus jinetes, convertían al grupo en una amenaza potencial.

Los tres nos tumbamos para quedar fuera de su alcance visual. Desenfundamos las armas que habíamos logrado recuperar en el laboratorio y, conscientes de que entre la moderna maquinaria que portaban los jinetes habría un detector de calor, nos dispusimos a enfrentarnos al enemigo...

—Creo que nos han visto —advirtió Lyenor.

Apenas había acabado la frase cuando uno de los jinetes empezó a hablar con uno de sus modernos megáfonos en forma de cuerno. Primero lo hizo en talosiano, como era de esperar, pero ante la falta de respuesta no tardó más que unos segundos a cambiar a albiano.

Fuese cual fuese su país de origen, no había habitante alguno del continente que no supiese al menos una palabra de nuestro idioma.

—¡Somos la Unidad décimo cuarta de la Guardia Real del Rey Kritias Asatryan! ¡Depongan sus armas y salgan con las manos en alto! —dijo—. ¡Dispararemos ante cualquier movimiento sospechoso! —Cinco segundos de pausa—. ¡No volveré a repetirlo! ¡Salgan con las manos en alto y no hagan movimientos extraños, de lo contrario...!

Lyenor se movió con nerviosismo a mi lado. En circunstancias normales aquel grupo no habría sido un rival real para tres agentes de la Noche. Por muy equipada que fuese la élite de Talos, no dejaba de estar formada por humanos normales, con lo que aquello comportaba. Cualquiera de nosotros podría vencerlo sin demasiado esfuerzo. Desafortunadamente las circunstancias no nos acompañaban y la situación volvía a ponernos en jaque.

Empezaba a temer que mi destino fuese no escapar de Talos con vida. Lyenor había logrado alargar un poco más lo inevitable, pero una vez iniciado el descenso difícilmente podría regresar a la cima. Cruel, sin duda, y más cuando, en el fondo, no hacía más que cumplir órdenes, pero en parte aquel era el encanto de mi estilo de vida. Morir por la causa. Morir por Albia.

Morir por los míos.

—Saca a Olic de aquí —ordené a Lyenor, plenamente consciente de que no acabaríamos aquel viaje juntos—. Yo los entretendré.

—¿Entretener? —respondió ella—. Pero Aidan, tu Magna Lux...

Años atrás había elegido a Lyenor Cross como mi Optio porque confiaba plenamente en ella. De todos, ella era la más leal y obediente, capaz de enfrentarse al mismísimo demonio con tal de cumplir con su deber sin pestañear. Era, como me gustaba decir, la agente perfecta. Ni me había llevado nunca la contraria, ni jamás lo haría, al menos siempre y cuando llevase la razón. Ella respetaba y aconsejaba, pero cuando no tenía razón no tenía reparos en admitir sus errores. Precisamente por todo aquello era tan importante para mí...

Y por eso me costó tanto dedicarle aquella última sonrisa.

—Vete.

Agradecí que no hubiesen despedidas. Soy un tipo sentimental, y más cuando creo que estoy al borde de la muerte, y creedme, aquel día creía que iba a morir. De hecho, cuando alcé mi arma y empecé a disparar una bala tras otra lo hacía sin apenas apuntar, con el objetivo de distraer al enemigo, no de acabar con él. En el fondo, aquellos pobres ilusos no tenían la culpa de lo que estaba sucediendo.

Pero incluso así, murieron. Uno a uno fueron cayendo, aunque yo no vi cuándo ni cómo lo hacían. Sencillamente me limité a disparar mi arma una y otra vez mientras una densa y oscura neblina se iba extendiendo a mi alrededor. Una neblina que se fue enroscando alrededor de los troncos de los árboles y trepando por las fachadas hasta que, de repente, se alzó creando un auténtico muro de oscuridad en cuyo interior quedé atrapado.

Para cuando logré ser consciente de cuanto sucedía en el parque ya era demasiado tarde. La sangre de los agentes de Talos bañaba el suelo de las calles mientras que yo, aún oculto entre los árboles, seguía con vida, con el dedo apretando firmemente el gatillo de mi pistola.

Lástima que ya no quedasen balas.

—¿Lyenor?

—¿A ti qué te parece? —dijo de repente una voz a mi lado.

Logrando hacerme enmudecer momentáneamente con su inesperada aparición, Luther Valens surgió de entre las sombras, y no venía solo. Tras de sí, sus dos agentes más novatas, las aprendices Tara y Vega Goldwid, habían dejado un rastro de sangre que difícilmente la ciudad de Norraxis olvidaría jamás.

Tardé unos segundos en lograr reaccionar.

—Luther —murmuré.

Miré su mano cuando me la tendió, casi tan sorprendido por su aparición como por su ofrecimiento, y la tomé para ponerme en pie. Por primera vez en años, creía ver sinceridad en su mirada... creía ver el aprecio que antaño me había tenido.

Creía ver al Luther Valens al que tanto había querido.

—Por el Sol Invicto, ¿qué haces aquí? —pregunté tras ponerme ya en pie.

—¿Tú qué crees, Sumer? —respondió él con diversión—. Te recuerdo que somos familia nos guste o no. Te casaste con mi hermana.

—Tu hermana... —murmuré, y dejándome llevar por la emoción del momento, apoyé la mano sobre su hombro. Estúpido de mí, nunca aprenderé—. Ambos me habéis salvado la vida, Luther. Hace unas horas me encontraba atrapado en un pozo, al borde de la muerte, y ella acudió a mi encuentro. Me rescató del letargo en el que había caído. Es como si... como si no quisiera verme morir.

—¿Y acaso te sorprende? —Luther chasqueó la lengua con desdén—. Que tú la hayas olvidado no implica que ella lo haya hecho, Sumer.

—¿Cómo dices?

—Lo que oyes. ¿Qué pasa, acaso te has quedado sordo también?

Como ya he dicho, por un instante había creído ver al antiguo Luther Valens, aquel al que tanto había querido. Con aquella respuesta, sin embargo, la triste realidad me sacó de mi ignorancia de un bofetón. Ya nada quedaba del hombre que había sido antaño. Ya nada quedaba de nuestra amistad. Ahora ya solo quedaban dos Centuriones de la Noche a los que el rencor jamás les permitiría volver a estrechar las manos. Dos hombre enfrentados dejándose llevar por las emociones... dejándose llevar por el instinto.

Por la rabia.

—¡No te atrevas a decir que la he olvidado! —advertí, olvidando momentáneamente dónde nos encontrábamos. Hacía años que aguardaba aquel momento, el día en el que al fin nos diríamos las verdades a la cara, pero jamás imaginé que fuese en aquel entorno, ni muchísimo menos en aquella situación. Aquel hombre jamás dejaría de sorprenderme—. ¡No te lo consiento!

—Te acabo de salvar la vida, Sumer —respondió él en tono burlón—. Te toca tragar, amigo.

—Eso no lo decides tú, Luther. No te he pedido que vinieses a mi encuentro precisamente.

—¿Habrías preferido morir acaso? —Luther negó suavemente con la cabeza—. No me hagas reír, anda. Da las gracias al Sol Invicto de que compartamos Casa y sobrinos, de lo contrario a estas alturas estarías muerto.

Aunque en aquel entonces no comprendí su comportamiento, no tardaría demasiado en hacerlo. Luther, como de costumbre, siempre iba un paso por delante de mí. Era más inteligente.

Jamás debí olvidarlo.

—No metas a mis hijos en esto —le advertí—. No te atrevas ni tan siquiera a nombrarlos. Debería darte vergüenza.

—¿Vergüenza? ¿Vergüenza de qué, Aidan? ¿De haber viajado hasta Talos y haberlos salvado de ser encerrados y probablemente ejecutados? —Luther dejó escapar una risotada cruel—. Tienen suerte de que al menos yo vele por ellos.

—¿Igual que velas por Jyn, verdad? —Incapaz de reprimirme, alcé el dedo y le señalé, amenazante—. ¿O es que acaso de ella ya te has olvidado?

—¿Yo? ¿Olvidarme yo? —Luther negó con la cabeza—. No eres al único al que he salvado la vida recientemente, Luther, te lo aseguro. Esa niña sigue viva gracias a mí.

—¿Vive o sobrevive? ¿¡Es que acaso crees que soy estúpido!? ¿Acaso crees que no veo la televisión ni leo los periódicos?¡Juraste que tendría una buena vida! ¡Que harías todo lo posible para mantenerla con vida...! ¡Que el sacrificio valía la pena, y sin embargo...! Maldita sea, Luther, ¡mírala!

Luther nunca hacía ni decía nada sin sacar algo a cambio. Aquel hombre era un estratega, el más inteligente que jamás había conocido, y tal y como era de esperar, en aquel entonces no necesité más que girarme para comprender cuáles habían sido sus auténticas intenciones desde el principio.

—Oh, vamos...

A tan solo unos metros tras de mí, Davin me dedicó una última mirada antes de sumirse en la oscuridad y desaparecer durante mucho tiempo. Una última mirada llena de una mezcla de emociones que iban desde la decepción hasta el odio.

Una mirada que me rompió el corazón.

—Enhorabuena, Luther, acabas de romper la familia.

—¿De veras crees que yo soy el culpable? —dijo, y lejos de sonreír simplemente negó con la cabeza, con tristeza—. Espero que al menos logres abrir los ojos antes de que pierdas también al mediano, Aidan. En tus manos queda. Ahora, por el bien de todos, vayámonos antes de que sea demasiado tarde. Aunque a veces no entienda el porqué, Albia te necesita vivo.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top