Capítulo 1
Capítulo 1 – Davin Sumer, 1.788 CIS (Calendario Solar Imperial)
Nunca olvidaré aquel día. Cuando un aspirante ingresa en la Castra Praetoria sabe que le espera un camino muy largo y duro. Primero debe superar cinco años de preparación, una etapa especialmente dura en la que los aspirantes entramos siendo niños y de la que salimos convertidos en agentes preparados para luchar, pero sin ningún tipo de experiencia. Después, si se logra sobrevivir a los rituales, cosa no sencilla precisamente, viene la etapa de aprendiz. Unirse a las Casas Pretorianas es todo un honor, y más si formas parte de la mía, la de la Noche, pero es innegable que los primeros años son complicados. Dependiendo de quién sea el Centurión al mando, ser un novato es un auténtico incordio. Mantenerse en un segundo plano es la única forma de aprender, desde luego, pero no nos sometemos a todo tipo de ceremonias e intervenciones para sujetar la bandera, la verdad. Por suerte, dicen que esos años pasan rápido... y aunque en aquel entonces no lo sabía, pues acababa de superar la primera etapa, con el tiempo daría la razón a aquellos que aseguraban que la vida de los agentes pretorianos, aunque más larga que la de un humano normal, pasa en un abrir y cerrar de ojos.
Pero como decía, nunca olvidaré aquel ocho de marzo en el que, después de seis largos años internado en el Castra Praetoria, logré finalizar el proceso de preparación. Yo era el mayor de mi graduación con dieciséis, pues mi adiestramiento se había alargado un año más de lo esperado, pero incluso así me sentía muy orgulloso de lo que había conseguido. No cualquiera lo lograba y mucho menos después de lo que había sucedido el último año.
Para celebrarlo, mi tío se había encargado de reservar una mesa en uno de los mejores restaurantes del distrito de Magna Albia, junto al Palacio del Senado. Aunque ahora no recuerdo su nombre, se trataba de un lugar especialmente elegante en el que, tan pronto llegamos, nos abrieron las puertas del salón de la bodega. Años atrás, mi tío Luther Valens se encargaba de que nos asignaran la sala del Arco, un salón mucho más céntrico situado en la planta principal donde además de un servicio exquisito, se podía disfrutar de los espectáculos de música en vivo que se celebraban prácticamente a diario en el escenario del restaurante. En aquel entonces, sin embargo, con la familia notablemente mermada, ni mi padre ni mi tío tenían ganas de mezclarse con nadie, por lo que la bodega era el lugar perfecto para la celebración.
—Por ti, Davin —dijo mi padre con la copa en alto—. Superar el proceso de iniciación no es fácil, pero siempre supe que lo conseguirías. Los Sumer hemos nacido para servir a las Casas y tú no podías ser menos. Espero que el éxito te acompañe a lo largo de toda tu carrera.
Todos bebimos, incluido mi hermano menor Damiel, que aunque en aquel entonces apenas tenía once años, sabía que en cuatro, con suerte, llegaría su turno.
—Gracias, padre —respondí con sinceridad—. Te agradezco todo lo que has hecho por mí. El camino no ha sido fácil pero estoy convencido de que a partir de ahora todo mejorará.
—El periodo de aprendizaje en las unidades no es fácil, Davin —me advirtió mi tío Luther con aparente indiferencia, fija la mirada en el contenido de su copa—. Y mucho menos cuando es tu propio padre el Centurión al que debes servir. ¿Estás seguro de que quieres unirte a él? En la unidad Costana serías bienvenido, sobrino. Además, uno de nuestros aprendices murió hace dos semanas y aún no lo hemos sustituido. Tú podrías ocupar su lugar.
Además de mermada, la familia no estaba pasando por su mejor momento. La relación entre mi padre y su cuñado se había visto gravemente dañada en los últimos meses, y aquel tipo de comentarios lo evidenciaba. En el fondo Luther sabía que mi destino era unirme a la unidad familiar pero cualquier excusa era buena para provocarlo.
—¿Pretendes que el muchacho rompa la tradición, Luther? —respondió mi padre con frialdad—. Los Sumer llevamos siglos en la misma unidad, luchando padre con hijo y hermano con hermano, y los resultados siempre han sido excelentes. Servir a la familia y al Emperador por igual es un lujo con el que muchos sueñan.
—No todos, Aidan... —dijo mi tío sin apartar la mirada de la copa—, pero la decisión es suya, por supuesto. Si algún día te lo replanteas, sabes que puedes llamar a mi puerta, sobrino. Siempre serás bienvenido.
La celebración no fue como me habría gustado, pero resultó agradable poder compartir unas horas con mis tres familiares antes de empezar mi nueva vida. Además, siendo sinceros, después de haber visto a mi padre y mi tío discutir y estar a punto de llegar a las manos en varias ocasiones, verlos brindar e intercambiar alguna que otra sonrisa, aunque fuese forzada, fue más que suficiente para que me diese por satisfecho. Se esforzaban por mí, y eso es algo que jamás podría olvidar.
Por suerte, aunque en aquel entonces la relación entre los adultos no era la mejor, mi hermano y yo estábamos más unidos que nunca. Para Damiel yo era un héroe: alguien que había completado el complejo proceso que él había iniciado un año atrás, y poco importaba que hubiese tardado más de lo habitual. A ojos de mi hermano pequeño, todo lo que yo hiciese era perfecto.
—Al final se hablarán, ya verás. Es cuestión de tiempo.
Tras disfrutar de una copiosa y silenciosa comida en familia, mi hermano y yo salimos a los jardines del restaurante para disfrutar de nuestra mutua compañía. A lo largo del último año habíamos coincidido mucho, lo que nos había permitido estrechar los lazos fraternales. Desafortunadamente, ahora que al fin había acabado el proceso de iniciación mi destino era otro y tardaríamos mucho en volver a compartir tanto tiempo juntos. Si todo iba bien, cuando Damiel finalizase su preparación se uniría también a la unidad, junto a padre y a mí, pero para ello aún faltaban varios años, por lo que quería disfrutar de su presencia el máximo tiempo posible.
—Eso espero... —respondí a mi hermano, incapaz de disimular la tristeza que me causaba aquella situación—. Me duele verlos así.
—A mí también... pero bueno, ¿qué le vamos a hacer? Disfruta de tu gran día, Dave. Te lo has ganado.
En aquel entonces sentía una mezcla de emociones. Por un lado estaba muy feliz, orgulloso por haber conseguido mi propósito. El tiempo había sido excesivo, sí, pero al menos había logrado sobrevivir, que no era poco. También me gustaba haber sido aceptado por la casa de la Noche, la más misteriosa de las cinco, y poder seguir con la tradición familiar uniéndome al equipo de mi padre. Antes de morir, mi abuelo me había contado muchas de las aventuras que habían vivido juntos y me emocionaba la idea de poder compartir algo parecido con él.
Claro que, ¿quién no quería ser un agente? Si algo hacía grande al Imperio de Albia, además de sus legiones y su Emperador, la Academia y sus ciudadanos, ese algo era, sin lugar a dudas, sus Casas Pretorianas. Todos los niños soñaban con unirse a ellas, con convertirse en un agente elegido por el Sol Invicto y luchar por el Imperio, pero muy pocos eran los que lo conseguían. El poder de la Magna Lux estaba reservado para unos cuantos elegidos, y por suerte para mí, yo era uno de ellos.
Lamentablemente, aunque mi éxito profesional me hacía sentir muy satisfecho, el no poder compartir aquel triunfo con mi madre y mi hermana era demoledor. Hacía ya un año que ambas habían muerto y aunque la familia había intentado recuperarse y poco a poco empezábamos a salir del gran pozo en el que nos habíamos hundido, aún faltaba mucho para que lo consiguiéramos.
Mi padre y mi tío no se hablaban apenas desde entonces. Ninguno de los dos había querido compartir con nosotros lo que había sucedido entre ellos, pero sospechaba que la muerte de mi madre era el gran detonante. Mi tío y ella habían estado muy unidos, y aunque mi padre no había sido el culpable directo de su muerte, el que no estuviese a su lado la noche en la que todo había sucedido era probablemente el culpable de que su relación se hubiese envenenado.
Mi madre. Mientras que mi padre era un destacado miembro de la Casa de la Noche, ella no había necesitado formar parte de la élite del Imperio para ser única. Dotada de un ingenio y una inteligencia superior, Jyn Sumer formaba parte del consejo privado del Emperador Konstantin Auren desde hacía años. Nunca llegué a saber cuál era el papel que jugaba en él, pues cada vez que le preguntaba al respecto ella se limitaba a sonreír y asegurar que cuando llegase el momento me lo confesaría, pero sabía que era alguien muy importante. Además, era amiga íntima del Emperador, con lo que aquello comportaba. Todos habíamos llorado mucho su pérdida, y él no había sido menos. De hecho, tal había sido su tristeza al conocer la devastadora noticia que, lejos de permanecer en su Palacio Imperial, había decidido acompañar a los dolientes durante el sepelio hasta el último momento, cuando la urna con las cenizas de mi madre había acabado en el mausoleo familiar.
Nunca olvidaré las amables palabras que me susurró al oído tras estrecharme la mano. Si hasta entonces ya le había respetado, aquel día se ganó mi total y absoluta devoción.
Y al igual que sucedía con la desaparición de mi madre, dura había sido la pérdida de mi hermana pequeña. Yo apenas había tenido la oportunidad de conocerla, pues había nacido durante mi etapa de iniciación, pero su desaparición había sido un gran golpe del que en aquel entonces aún me estaba recuperando. La primera palabra que la niña había pronunciado había sido en mi presencia, durante un permiso, y aunque no había sido mi nombre, aquel recuerdo me había acompañado desde entonces todas las noches, arrancándome una sonrisa en los días más oscuros.
Pero aunque su ausencia fuese notable, aquel era mi día, el gran día de Davin Sumer, y como nuevo agente de la Casa de la Noche debía disfrutar de las últimas horas que me quedaban de libertad antes de unir mi destino definitivamente al del Imperio de Albia.
Disfruté de la presencia de mi hermano y mi padre durante toda la tarde, hasta que la caída de la noche marcó la hora de regreso de Damiel. Mi padre condujo su flamante coche blindado por las calles de Hésperos hasta el distrito Imperial, donde bajo la sombra del Palacio Imperial se encontraba la imponente fortaleza de roca gris que era el Castra Praetoria. En su entrada, iluminadas por las estrellas, estaban las cinco estatuas conmemorativas de las Casas: la de la Noche, las Espadas, la Corona, el Invierno y el Sol Invicto. Obras de arte sin igual. Y junto a estas, ocupando un segundo plano, había un espacio vacío para una sexta estatua, probablemente la del Emperador. Mi padre decía que era cuestión de tiempo de que la trasladasen desde los talleres allí, que estaban trabajando en ella los mejores escultores, pero por el momento no había ni rastro de ella.
Con el tiempo acabaríamos descubriendo la verdad.
—Eh, Dam, ¿nos vemos el fin de semana?
—Claro, padre.
Damiel chocó la mano de nuestro padre con complicidad antes de adentrarse en el camino de piedra que daba a los accesos del edificio. Entre ellos siempre había habido una conexión que había envidiado. Aunque en lo más profundo de mi alma sabía que venía dada por lo parecido de sus caracteres, lo cierto era que las inseguridades me hacían pensar que tenía mayor afinidad con él que conmigo. Al fin y al cabo, Damiel era una copia de mi padre tanto física como mentalmente, con el mismo sentido del humor y lengua suelta, mientras que yo, un Valens de pura cepa, mucho más frío y distante, tenía más parecido con mi madre o mi tío Luther. Dos polos opuestos. Por suerte, mi padre siempre se había esforzado por tratarnos por igual asegurando que ni tenía un favorito, ni lo tendría a no ser que uno de los dos lo traicionase, cosa que siempre le agradecí.
—Bueno, la noche es joven —comentó mi padre tras reiniciar la marcha—. ¿Tienes planes? ¿Has quedado con tus amigos para celebrarlo? Puedo llevarte si quieres.
Por el modo en el que me miró a través del retrovisor, con sus grandes y poderosos ojos verdes llenos de energía y determinación fijos en mí, supuse que dijese lo que dijese, él ya había decidido por ambos. Mi padre quería compartir conmigo su mundo, mostrarme lo que se ocultaba tras el título de Centurión, y por suerte para ambos, yo me moría de ganas de descubrirlo.
—La verdad es que no tengo planes —respondí, y no mentía. Después de seis años encerrado, mi lista de amigos se había visto notablemente reducida—. ¿Tú tenías algo en mente?
Hésperos de noche era una ciudad impresionante. Iluminada por miles de carteles de neón diseminados por las fachadas de los altísimos edificios que conformaban sus calles, resultaba complicado no perderse en su laberíntico corazón. De día, la ciudad estaba llena de vida con miles de personas ocupando sus avenidas y subsuelos, viajando de un extremo a otro en todo tipo de medios de transporte. Los centros comerciales y los restaurantes estaban siempre abarrotados, las oficinas en pleno funcionamiento y, en general, todo el comercio funcionaba a toda marcha, como un tren sin frenos. Con la caída de la noche, sin embargo, Hésperos se quitaba la máscara de sofisticación y modernidad y en su lugar mostraba su lado más salvaje con centenares de locales llenos de gente bailando y bebiendo, con las discotecas bañando de luces fluorescentes los sótanos y el subsuelo, y cientos de jóvenes llenando unas calles que, más que nunca, respiraban pasión y libertad.
Por aquel entonces yo solo conocía la cara amable de Hésperos con sus mercados llenos de flores y fruta y los agentes de seguridad custodiando las calles. La gente amable, los niños, los ancianos... aquella otra cara, la más provocadora, se me había mantenido oculta hasta entonces, y daba gracias por ello. De lo contrario, probablemente no habría podido completar mi entrenamiento. Y es que tan solo los corazones fuertes y las mentes más firmes eran capaces de escapar del embrujo seductor de la ciudad de las mil luces.
—Bonito, ¿verdad?
Bonito era el puente del Sol, que cruzaba el río Saros de un extremo a otro, o la Catedral del Recuerdo, donde el nombre de nuestra familia se encontraba grabado en su fachada, junto al de otros tantos héroes caídos en batalla. Bonito era el Palacio Imperial, donde la familia Auren vivía rodeada de los agentes de las Casas, o los Jardines de la Víctoria, lugar en el que era terriblemente fácil perderse si no se conocía. Aquellos lugares eran hermosos, sí, únicos. Pero Hésperos no era bonito. Hésperos era colosal, y así lo reflejaban mis ojos negros, incapaces de apartarse de las ventanillas del coche.
—A partir de ahora vas a moverte mucho de noche, Davin —prosiguió mi padre con una amplia sonrisa cruzándole el rostro—. Los agentes de nuestra Casa, con entrenamiento, aprendemos a fundirnos con las sombras y desaparecer. Convertirnos en uno con la noche. Imagino que aún es pronto para ti, pero ten paciencia, llegará el día en el que dominar nuestras artes será casi tan fácil como abrir y cerrar los ojos.
—He estado entrenando muy duro—respondí, apartando ya la mirada de los edificios y centrándome en la larga lengua de cemento que se extendía ante nosotros. Incluso de noche, con los miles de floreros de piedra que adornaban la avenida bañados por la luz de las farolas, la Avenida de las Flores era impresionante—. Conozco la teoría a la perfección pero la práctica se me resiste.
—Tranquilo, tendrás tiempo de sobras para aprenderla. Los novatos contáis con cinco años para acabar de formaros antes de recibir el cargo de Pretor. Hasta entonces tendrás tiempo de sobras.
—¿Y qué pasa si pasados esos cinco años no lo he conseguido?
—Eso no sucede, tranquilo.
En realidad sí que sucedía. A pesar de haber logrado superar el proceso de iniciación, había aprendices que nunca llegaban a controlar del todo sus poderes. Eran muy pocos, un número mínimo al que nadie prestaba atención, pero más que suficiente para que alguien como yo, cuyas capacidades por aquel entonces eran más bien limitadas, se preocupase. Cinco años, en el fondo, no eran tanto tiempo...
—No pongas esa cara, Davin —insistió mi padre—. Con lo contento que estabas... te preocupas demasiado, hijo. Te ayudaré a conseguirlo, ya verás. Será pan comido.
—Pero tú eres el Centurión de la unidad: no puedes perder el tiempo con un novato. No estaría bien visto.
No puedes. Aún sonrió al recordar la sonrisa que se dibujaba en los labios de Aidan Sumer cada vez que alguien pronunciaba aquellas palabras en su presencia. Si existía alguien capaz de convertir lo imposible en posible, ese alguien era mi padre.
—Tú lo has dicho, hijo, soy el Centurión, así que soy yo quien decide si está bien visto o no —aseguró, sonriente, y me guiñó el ojo a través del retrovisor—. Pero de todos modos no quiero que pienses ahora en ello, ¿de acuerdo? Es tu gran noche y quiero que te diviertas. ¿Has oído hablar de "La Espada y la Luz? Lo abrieron hace unos meses. Es un buen sitio, te gustará. Está lleno de agentes de las Casas, soldados y policías.
—No me suena.
—Tranquilo, una vez lo pises, no lo olvidarás jamás.
Aunque el concepto de "buen sitio" de mi padre y el mío discurrían por caminos totalmente distintos, lo cierto era que "La Espada y la Luz" era un sitio perfecto donde conocer gente. En aquel entonces llevaba muy poco tiempo abierto, tan solo unos meses, pero su dueño, Rolf Maaxen, un antiguo legionario al que una herida demasiado grave en la pierna derecha le había apartado del campo de batalla, había logrado convertirlo en un lugar cálido y agradable en el que sus clientes encontraban un segundo hogar. Con el tiempo, las paredes ahora desnudas del local estarían repletas de fotografías de Rolf posando con personalidades, las mesas de tapetes de juego y la barra de todo tipo de botellas procedentes de todos los rincones del planeta, regalo de sus clientes. En aquel entonces, sin embargo, todo olía aún a nuevo, el suelo brillaba pulcro y el mostrador, lejos de estar pegajoso, brillaba cada vez que los focos giratorios lo alcanzaban.
Era un buen sitio, sí.
Tan pronto mi padre abrió la puerta una fuerte bocanada de tabaco, alcohol y diversión me dio la bienvenida. En el salón la música sonaba terriblemente alta; tan alta que los clientes tenían que hablar a gritos, lo que provocaba que el alboroto fuese mayor aún. Demasiado para mí... no estaba acostumbrado a aquello. Por suerte, mi padre era un experto en la materia por lo que, consciente de que el primer paso era el más complicado, se situó tras de mí y me dio un fuerte empujón con el que atravesé el umbral de la puerta. Una vez dentro, me rodeó el cuello con el brazo y tiró de mí hasta la barra donde, esperándonos con jarras de cerveza en las manos y grandes sonrisas cruzando sus rostros, un grupo de agentes, todos de la unidad Sumer, nos estaban esperando.
Alzaron las jarras a modo de saludo.
—¡Bienvenido a casa! —gritaron a coro.
Mis nuevos compañeros se mostraron muy amables y cercanos conmigo a lo largo de toda la noche, contándome anécdotas y compartiendo confidencias. Todos ellos conocían y apreciaban a mi padre, y muestra de ello era el cariño con el que hablaban de él. Me hablaron de sus aventuras, de sus primeros años en la unidad y de mi tío Jarek, fallecido en combate hacía ya cuatro años. Los gemelos Sumer, como eran conocidos, habían logrado marcar a sus camaradas.
Pasé varias horas escuchándoles con atención, empapándome de todo lo que compartían conmigo. Sus historias eran tan apasionantes que a veces me sorprendía que mi padre no las hubiese compartido con la familia. Por suerte, a partir de entonces las viviríamos juntos, así que ni tan siquiera me planteé el echárselo en cara. Al contrario, estaba demasiado feliz como para incluso pensar en ello. Y así pasé prácticamente toda la noche, escuchando y riendo, y aunque en ciertos momentos mi timidez impidió que pudiese expresar la alegría que su cálida bienvenida me había causado, creo que todos fueron conscientes de ello. Tan solo tenían que mirarme a la cara para percibirlo.
Aquella noche disfruté de su compañía creyendo que serían aquellos hombres y mujeres los que me acompañaría a partir de entonces hasta el final de mis días; que juntos formaríamos un equipo perfecto gracias al cual Albia viviría días tranquilos de paz y solemnidad. Desafortunadamente, como pronto descubriría un par de meses después, la vida de los agentes podía ser muy larga, pero también muy corta. Vivir al límite comportaba riesgos, y si bien aquel día no fui consciente de ello, no necesitaría más que unos días para comprender dónde me había metido.
A pesar de ello, nunca me arrepentí.
Unas horas después, con los primeros rayo de sol ya despuntando en el cielo, mi padre y yo salimos de la taberna dejando atrás a mis nuevos compañeros. Aunque la noche había sido larga, ellos aún tenían energía suficiente para pasar unas cuantas horas más en el local antes de ocupar su puesto en la unidad. Para mí, sin embargo, aquella primera salida nocturna fue suficiente para saborear las mieles de mi nueva vida.
Abrí la puerta del coche y me dejé caer en el asiento de copiloto. Más allá del parabrisas, un nuevo amanecer arrancaba de las sombras la gran ciudad de Hésperos, la capital del Imperio Albiano. Contemplé la bella estampa durante unos segundos, todo el tiempo que mis párpados fueron capaces de soportar, hasta que finalmente el sueño me venció.
Sin duda, aquel fue uno de los días más felices de mi vida.
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