❦︎ ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ 46 ❦︎
47. Ida sin vuelta.
Marzo 2018
Joshua Jennings despertó con el sol tocando levemente su rostro. Arrugó el gesto antes de pestañear para mirar el mundo, pensando en cuándo había sido la última vez que pudo dormir tantas horas seguidas. Calculaba que serían las diez de la mañana, lo cual era cuatro horas tarde según Cesare Dante. Se levantó con pereza y se vistió con ropa que no era suya. Se pasó las manos por el cabello despeinado en un intento de calmarlo, pero fue inútil y así mismo se dirigió hacia la cocina.
En el comedor se encontró a Casey, con las piernas encogidas sobre la silla, comía un bol de cereales de colores con leche chocolatada y al mismo tiempo leía algo. A primera vista él ni siquiera le prestó atención a lo que leía, se detuvo en el marco que separaba el pasillo del comedor y simplemente la miró con curiosidad. Fue cuando ella pasó la página que lo notó: Casey no estaba leyendo un libro, estaba leyendo un cuaderno escrito a mano. Su ceño se frunció y se acercó a la mesa con curiosidad.
—¿Qué es eso? –preguntó y ella se sobresaltó, cerrando con prisas el cuaderno.
—Era de mi abuelo –respondió con prisa y palideció al darse cuenta de lo que había dicho.
—¿Cómo?
—Nada, olvídalo, no dije nada.
—Dijiste que era de tu abuelo –contradijo él—. ¿Cómo es que tienes un cuaderno de tu abuelo aquí?
Sus miradas se enfrentaron por un momento y finalmente ella apartó la vista en señal de derrota.
—¿No quieres desayunar primero? Leandro tuvo que salir, pero nos dejó cereales y leche.
—Lo que quiero es que me respondas, Casey.
La chica jugó con la cuchara, removiendo los aros coloridos en su leche chocolatada.
—Iba a decirte de todas formas, Joshua, no es que pensara ocultártelo –murmuró más para sí que para él, como si necesitara reafirmárselo—. Bueno, como sea, encontré mi casa anoche. Antes de que digas nada, no quería decirte porque era solo una corazonada estúpida, ¿bien? Pero sí, mi casa está en esta ciudad y sí podemos volver a través de ella.
Joshua la miraba con las cejas alzadas en expresión de sorpresa pura.
—¿Y qué hacemos aquí? ¿Por qué estás tranquilamente comiendo cereales? ¿Por qué no estamos ya de vuelta a la Comunidad? ¡¿Qué estamos haciendo aquí todavía?!
Ella apretó los labios con molestia, sin levantar la vista de su cereal.
—No voy a volver, Joshua.
—¿Cómo?
Casey tomó una respiración profunda y se encogió de hombros, sin saber cómo explicarse.
—No voy a volver al Zodiaco, no quiero y no creo que sea lo que debo hacer.
—¿Cómo qué no? –repitió él—. Tenemos que llevar la piedra de regreso y…
—Ryvawonu está más segura fuera de la Comunidad –lo interrumpió ella—. Creo que si me voy lejos y la llevo conmigo estará mejor.
Joshua frunció el ceño.
—No estás hablando en serio.
—¡Claro que estoy hablando en serio! ¡Estoy hablando demasiado en serio! –chilló, dejando la chuchara en la mesa con un golpe.
—¿Cómo puedes estar hablando en serio? –masculló él, en un tono mucho más bajo, mirándola con incredulidad—. Toda tu vida está allá, Casey. ¿Y tus padres? ¿Y tus amigos? ¿Tus estudios? ¿Alexei? ¿O es que no vas a pensar en él tampoco?
Los labios de Casey temblaron y su voz se quebraba a medida que hablaba.
—¡Claro que pensé en él, Joshua! ¡Es justamente la razón final por la que no quiero volver! –lloriqueó, apartando su bol de cereales y poniéndose de pie con el cuaderno en la mano respiró hondo en un intento de no llorar—. No quiero volver, mucho menos si él está muerto.
—No sabes si está muerto o no.
—¡Por favor, Joshua! –tembló, sus ojos húmedos—. Tú también lo viste…
—No estaba muerto cuando lo dejamos.
Se le escapó un sollozo y cayó de regreso a la silla.
—Joshua, no lo entiendes… –balbuceó—. El mundo es tan grande, tan inmenso y el Zodiaco en comparación es tan pequeño, tan diminuto. Siempre me ha parecido como una jaula –confesó, pasándose una mano por los ojos—. Mi abuelo siempre tenía alguna historia sobre los humanos –alzó el cuaderno que había estado leyendo— y me hizo amar su normalidad, su vida sin estrellas, sin sangre poderosa, incluso antes de que me diera cuenta de que eso hacía.
El chico simplemente la miró en silencio y ella sacudió la cabeza.
—Llevo mucho tiempo queriendo irme, pero sería traicionar al Zodiaco, ¿no? Y nadie quiere traicionar a su hogar por un capricho –sus hombros se encorvaron con un dejo triste—. ¿Sabes lo difícil que es cada día tener la oportunidad de huir hacia lo que siempre has deseado en tu propia casa? ¿Sabes lo difícil que es no salir y olvidarme de que soy un Signo? No, no lo sabes.
—Casey…
—No quiero volver, créeme cuando te digo que no estoy tomando la decisión a la ligera, Joshua. Yo, simplemente…
—Te entiendo –atajó él, que ahora la miraba mucho más comprensivo y ella frunció ligeramente el ceño—. Olvida eso, no voy a entender por qué no quieres volver, aunque me lo expliques; pero no es mi lugar ni mi derecho reclamarte o tratar de convencerte de que es una mala idea. ¿Creo que es una mala idea? Sí, pero supongo que es tu vida, ¿no? No te diré lo que tienes que hacer con ella, si lo que quieres es irte y olvidarte de toda tu vida, vete –hubo algo en aquella frase que hizo que Casey se estremeciera, probablemente no fueron solo las palabras sino la fuerza que el Acuario puso en ellas—. Pero yo voy a volver.
Mientras Joshua desayunaba y se vestía, Casey volvió a pensarlo. Volvió a razonarlo mientras salían de casa, mientras esperaban el autobús y mientras este se movía. Había nubarrones de tormenta en el cielo.
Lo pensó de una forma y de la otra, pensó en sus padres, pensó en su abuelo, pensó en Alexei, pensó en lo que le había dicho a Joshua. Se sentía como una mentirosa, claro que quería volver, quería regresar a sus días de tranquilas rutinas, a las discusiones con Alexei, a los dulces de su padre. Irónicamente sabía que lo mejor para el Zodiaco era que ella se fuera. Tenía la certeza de que Ryvawonu era la clave de todo y quien la tuviera ganaría el juego que se jugaba en la Comunidad.
Si Alexei estuviera allí con ella le diría que dejara de fingirse una heroína y regresara a casa. Pero él no estaba, solo estaba ella, viajando en autobús con Joshua para que el Acuario volviera. No iba a volver, no, porque mientras Ryvawonu no estuviera en el Zodiaco, nadie la encontraría, nadie la usaría para lo que sea que se la quisiera usar, estaría segura.
¿Por qué no dejarla con Leandro? Casey confiaba en él, sí, pero Leandro seguía siendo un humano. Ella era consciente de aquello más que nunca. Y también era consciente de que inmiscuir a humanos en asuntos del Zodiaco nunca terminaba bien. La noche anterior la propuesta de huir con él se había sentido tan tentadora que estuvo a dos centímetros de aceptarla. Ahora sabía que era imposible, siempre lo había sido, solo le quedaba recoger todas sus cosas e irse lo más pronto posible.
Le hubiera gustado que alguien se fuera con ella, le hubiera gustado no tener que irse sola. Quizás Adalyn la hubiera acompañado o Alexei. No, él no, él la odiaría si supiera que ella se iba. La odiaría como quiso odiar a sus padres, porque no habría nadie para decirle que no lo hiciera, para decirle que la recordara y la quisiera. Si Alexei vivía, como Joshua parecía querer creer, él la odiaría, sería el primero en llamarla traidora por irse. Que irónico. La llamarían traidora por irse, irse lejos a donde el viento la llevara; pero solo así protegería al Zodiaco.
Se bajó en la parada que Casey le indició y caminó según ella le había señalado. A medida que se acercó pudo reconocer la casa, era casi idéntica a como se veía en su mundo. Aceleró el paso, pensando en la promesa que le había hecho a Casey antes de bajar del autobús. Debía decirle a los Everson que ella no volvería, pero no podía decirles que sabía su paradero. Pensó que incluso si les decía, Casey no estaría en casa de Leandro por mucho tiempo.
Corrió el último par de metros y se detuvo frente al porche, inspeccionando el lugar. Subió los dos escalones y no notó que había nada raro hasta que intentó tocar el timbre. El botón no estaba, lo buscó por toda la pared, pero allí no estaba. Su ceño se frunció y tocó la puerta. Silencio. Golpeó con más fuerza, pero nada. Probó a mover el tirador de la puerta y este giró con facilidad, estaba abierta.
Con un mal presentimiento en el pecho Joshua entró con prisa solo para quedarse de pie, helado, ante la sala vacía. Las paredes grises estaban desnudas, no había un solo mueble en todo el lugar. Se movió con una prisa que pronto se convertiría en desesperación. Revisó todas las habitaciones de la casa, subió al segundo piso, se asomó por las ventanas, regresó corriendo por la escalera, dio vueltas sobre sí mismo sin poder creer lo que estaba pasando.
Bajó, como último recurso, al sótano. Solo había visitado a Casey un par de veces, pero no fue difícil hallarlo. Encontró el interruptor al pie de las escaleras y cuando la lámpara fría iluminó la habitación, no vio ninguna puerta allí: solo otra habitación vacía.
Afuera se oyó la tormenta rugir y la lluvia comenzar a caer.
—Esto no está pasando… –murmuró, dejándose caer sentado en los escalones y sosteniéndose la cabeza entre las manos—. No, no.
Se pasó los dedos por el cabello, despeinándose. Gritó con desesperación y pateó el polvo. La luz del sótano parapadeó y se apagó cuando un relámpago cortó la electricidad. Regresó al salón, solo para asomarse a la puerta y comprobar que la lluvia caía con fuerza, las gotas formaban una cortina que se movía con el mismo bamboleo de los árboles cercanos.
La tormenta no se terminaría pronto.
Cuando la lluvia comenzó a caer Casey todavía iba en el autobús de regreso. Observó las gotas a través del cristal con aburrimiento y una ligera sensación de nostalgia. Las gotas pequeñas pronto se convirtieron en una gruesa cortina de agua que caía con furia sobre las sombrillas y el asfalto. Las personas en la parada se apresuraron en subir. Casey miró con aburrimiento a dos señoras mayores con bolsas de supermercado, una pareja con una sombrillita amarilla y un hombre al que no le importó empaparse para abordar.
Hubo algo en ese hombre en particular que la hizo tensarse. Ella estaba sentada más bien al fondo del autobús, así que tuvo que alzar un poco su cuello para verlo. El hombre llevaba un largo abrigo azul oscuro, que para nada hacía juego con el clima caluroso y tropical. El ceño de Casey se frunció mientras no podía ver su cara, solo con la vista de un cabello castaño surcado en canas aquí y allá. El chofer le echó la bronca por mojarle el piso y por no tener el dinero exacto. El hombre se sacaba de los bolsillos disímiles monedas de cambio, contándolas una a una hasta reunir las necesarias que entregó en la mano del conductor.
El autobús retomó la marcha y el hombre trastabilló en su avance buscando la barra para sostenerse. Fue entonces cuando Casey tuvo una visión de su rostro. Esos ojos, esa nariz, esos labios que ahora le eran familiares. Tembló, pero no tuvo tiempo de esconderse cuando la mirada de Gabriel Guillory cayó sobre ella. Sus ojos la atraparon infraganti, congelándola en su sitio. El traidor no hizo ademán de avanzar hacia ella, la reconoció, sí, pero no hizo nada más que sonreír y apartar la mirada hacia la ventana.
Incluso cuando él no la miraba, Casey no se movió, sus ojos fijos en el hombre que ahora sonreía hacia la tormenta fuera del autobús. ¿Qué se suponía que hiciera ahora? Él estaba allí, tan cerca, tan al alcance de su mano. Lo único que pasó por su mente fue que a esa distancia no sería difícil establecer una conversación.
Gabriel Guillory, sonriente, se bajó en la siguiente parada.
¿Casey? Casey lo siguió.
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