❦︎ ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ 31 ❦︎

31. Un día a la vez

Febrero 2018

Las reglas de convivencia con el extraño ermitaño del árbol eran simples y claras, quién no deseara cumplirlas estaba claramente buscándose un problema innecesario. Tal como había prometido Cesare Dante no se preocupó por sus comidas, así que el grupo designó a los mejores cocineros de forma unánime para que se encargasen. 

Nadie se sorprendió de que Janis Andes fuera quien mejor preparaba el café, la chica se movía con destreza entre los estantes de la cocina, había localizado las pocas bolsas con el polvo oscuro, había sido quien supo poner la cafetera a funcionar sobre la hornilla cuando nadie sabía manipular ninguna que no fuese eléctrica. La chica de Cáncer tampoco tenía ningún problema usando sartenes y recordando las especificidades del desayuno que cada uno tomaba: a ella no le pidieron llevar aquella tarea, Janis Andes se propuso sola y nadie la detuvo.

Juliana Corbelin había aprendido a fuerza de vivir en una familia grande, cómo moverse en la cocina, como encender la hornilla y cómo medir porciones para muchas personas. Además, tenía destreza con el cuchillo y su ánimo alegre le impedía molestarse por ser relegada a la cocina. Sin embargo, su sazón no era el mejor, no sabía combinar correctamente los ingredientes: la sal era lo único que conseguía un buen punto en su cocina. Por ello le dieron a Jules Louis la tarea de acompañarla, darle conversación y poner sus manos al servicio del paladar de los demás. El Sagitario había demostrado un talento nato para la cocina, cosa que se había desvelado gracias a Connor Duncan revelando su secreto más guardado por el bien del grupo. 

La primera semana sobrevivieron únicamente gracias a aquellos tres, que siempre se ocupaban de la cocina: ya fuera de preparar la comida o de limpiar lo sucio. Más, a la llegada del primer sábado los suministros comenzaron a acabarse y el desayuno fue servido únicamente con galletas y café aguado. Al recibir protestas Janis Andes lloriqueó para decir que era todo lo que quedaba en la cocina y Jules se alzó en su defensa para decir que ellos no tenían culpa de lo que había o no en la cocina, que eran además los únicos trabajando en deberes caseros. 

No fueron retirados de sus tareas en la cocina, pero Casey Everson y Joshua Jennings fueron añadidos al equipo con el encargo de fregar los platos y racionalizar las provisiones que esa noche aparecieron misteriosamente en el cuarto que usaban de almacén. El Acuario se encargó de hacer una lista de cada una de las cajas, latas, sobres y otros encontrados en los estantes; Casey se encargó de organizar el menú junto a los cocineros.

El domingo fue armado el equipo para lavar, cuando se dieron cuenta que ya no les quedaba ropa que no oliese y las sábanas necesitaban un cambio. Adalyn Delauney, las gemelas y Nasha Unda se encargaron de recoger todos los trapos sucios, cargarlos en cubetas que Cesare Dante les facilitó y llevarlas al río más cercano. Fue la Piscis quien encontró un balcón adecuado donde colgaron todo para que secara al aire. 

Los restantes chicos no hicieron tareas hogareñas por las dos primeras semanas, hasta que se acabó la leña para hacer fuego, porque el árbol no tenía sistema de calefacción. Normalmente Cesare Dante se ocupaba de cortar suficiente leña para todo un mes y la quemaba poco a poco en los hornillos de cada habitación que utilizaba cuando era necesario. Con el frío de febrero viniéndose sobre ellos, Alexei Lyov, Connor Duncan, Ashton Weiss y Marshall O´Callaghan se vieron en la obligación de cortar leña para alimentar el fogón de la cocina, los hogares de la biblioteca –que era como se habían habituado a llamar la habitación central–, el resto de los pasillos y salas comunes y el agua para los baños.

Además de acostumbrarse a las tareas del hogar hubieron de acostumbrarse a los baños mixtos: una serie de toscos retretes se enfilaban en una pared, opuestos al área de duchas –una pared de dos lados hecha de piedras oscuras protegía un metro cuadrado donde colocaban un balde con el agua caliente y se duchaban, había así una serie de cinco cubículos. Primero habían tomado turnos grupales: las chicas se bañaban ante de la cena y los chicos después. Sin embargo, no funcionaba para todos y poco a poco cada quien se amoldó a sus propios horarios. Casey prefería despertarse bien temprano, cuando aún estaba oscuro, calentar el agua en el hornillo dentro de los baños –la puerta y las ventanas cerradas conseguían que el vapor se mantuviera dentro– y tomar una ducha antes de que nadie despertara.

Pero aquellas eran solo las cosas sencillas a las que tuvieron que amoldarse: las duchas, las tareas domésticas, nada de tecnología o electricidad, ningún tipo de entretenimiento además de viejos libros, el silencio de vivir en medio de la nada, total desconexión de su familia y ciudad. Lo peor de todo no fue ninguna de aquellas cosas, lo peor fue definitivamente Cesare Dante. 

El ermitaño del árbol era un hombre gruñón y estricto. Se levantaba puntual como un reloj y hacía sonar un pequeño Gong desde el tercer nivel del árbol: su sonido se reproducía y llegaba a todos los rincones, despertando incluso a Adalyn a las cinco y media cada mañana. No compartía ninguna de las comidas con ellos, excepto cuando el menú le parecía excepcional, en esas contadas ocasiones le veían servirse una porción y llevarse un plato hacia nadie sabía dónde. No hablaba con ninguno más de lo necesario para regañarlos o dar órdenes, así mismo no respondía a preguntas que él consideraba innecesarias o estúpidas. Parecía bastante inmune al frío, como su temperatura corporal fuera suficientemente baja para resistirlo sin usar camisas o abrigos; rara vez lo vieron usar algo como aquello, solo en tardes especialmente frías. 

Una vez que los despertaba Cesare Dante les daba media hora para desayunar, vestirse, tomar una ducha y espabilarse. Exactamente a las seis los esperaba fuera del árbol, apoyado en el tronco y de brazos cruzados. Aquellos que no se encontraban a la hora indicada serían castigados luego, porque él no tenía tiempo para esperarlos más. El hombre los hacía pasar la mañana cumpliendo una rigurosa serie de ejercicios que poco a poco fue personalizando según cada uno de sus alumnos. Primero que nada, los hacía correr por unos largos quince minutos, dando vueltas por el bosque, esquivando raíces, troncos, helechos, ramas bajas, derrapando en las pendientes y casi trepando para regresar. Luego estaban las rutinas cansosas de sentadillas, abdominales, saltos, planchas, estiramientos y más carreras. 

La primera semana Casey apenas tenía aliento para hacer nada más al final que arrastrarse y caer muerta en su cama. La rutina era extenuante y exigente, si alguien se retrasaba Cesare le otorgaba repeticiones extras y de no cumplir lo indicado el árbol le negaba la entrada. Aprendieron a las malas que lo mejor era obedecer hasta caer desmayados cuando Jules Louis se vio obligado a pasar la noche fuera después de un chiste fuera de lugar y una negativa a realizar otras veinte abdominales. Casey se reconfortaba con la idea de que el ejercicio ni siquiera le dejaba tiempo para pensar.

Sus días se vieron nublados por tareas repetitivas que apagaban su mente y dejaban que su cuerpo tomara el mando automático. Se levantaba antes del Gong, tomaba una ducha, luego se vestía, desayunaba con prisas para tener tiempo de fregar los platos antes de encontrar a Cesare fuera del árbol. Realizaba la rutina incluso si le temblaban las rodillas, le faltaba el aire y le dolían los músculos. Al final tomaba litros y litros de agua, fregaba más platos e iba directa a la cama. Obtuvo un par de cortadas por lavar la loza somnolienta, haciendo que la porcelana cayera al suelo más de una vez, tenía ojeras, sus labios resecos se habían partido tantas veces que ya ni le molestaban y su nariz siempre estaba enrojecida del frio. 

No era solo ella quien tuvo problemas para adaptarse a Cesare Dante, todos los demás se movían semejantes a zombis. Mientras fregaban los platos, Joshua murmuraba para sí mismo y a veces se reía solo; Adalyn estaba de un humor de perros, le gritaba a cualquiera que se metiese con ella; Ashton Weiss se quedaba dormido con la cara en la mesa a la hora de la cena; A Marshall las manos se le llenaron de cayos; Nasha Unda lloraba a cada rato y Janis Andes no tenía tiempo ni ánimo para consolarla; Jules y Connor parecían llevarlo bien, pero más de una noche la pasaron congelándose fuera del tronco; Alexei estaba tan silencioso como de costumbre, difícil de leer, pero con una expresión cansada; las gemelas no tenían tiempo de chismear y Juliana Corbelin incluso se desmayó el tercer día.

Más, poco a poco, día tras día, rutina tras rutina, el aire faltó menos en sus pulmones, sus músculos se habituaron y la energía les fue volviendo al cuerpo. Para la cuarta semana de su estadía con Cesare Dante, Casey podía notar los músculos en sus piernas, las carreras largas no le parecían tan largas y tenía suficiente energía para investigar los libros de la biblioteca en las noches. Con una increíble paciencia que no habían notado al inicio, Cesare les iba moldeando no solo el cuerpo sino el espíritu. No fue una tarea que se cumpliera fácilmente o que terminara en las primeras cuatro semanas. Casey se preguntaba cuánto más tiempo iban a estar allí, cuánto podría esperar el Zodiaco por ellos y cuando, finalmente, Gabriel Guillory volvería a reclamar atención.

Como no sabía nada de la ciudad era difícil saber si algo había pasado a no. A más de uno se le ocurrió que podrían esperar a quienes quieran que repusieran la comida los fines de semana y enviar cartas y recibir respuesta a través de ellos; pero nunca estaban presentes a la hora que estas personas desconocidas llegaban: siempre estaban fuera, corriendo, lejos, en el bosque. 

En las primeras semanas las largas carreras implicaban múltiples caídas, resbalones, golpes, moretones, tropiezos, noches de insomnio a causa del dolor en alguna costilla. Más, con los días, Casey aprendió a reconocer los árboles, podía distinguir los lugares: aprendió como llegar al río cuya agua no se congelaba por el perpetuo movimiento; recordaba el camino hacia la montaña donde Cesare los había hecho escalar; sabía por dónde no debía caminar si no quería que el terreno se desmoronara bajo sus pies y cayese por la pendiente.  

Las primeras dos semanas Cesare los dedicó exclusivamente a sus cuerpos, ignorando sus poderes como Signos, pero el lunes de su tercera semana con el ermitaño, aquello cambió. El hombre los había estado observado, estudiando y sacando conclusiones sobre cada uno de ellos. A los que tenían mucha confianza trató de mellar su orgullo inflado, a aquellos que tenían poca confianza les dio un empujón hacia el centro de atención, a aquellos con poca resistencia los obligó a mantenerse activos, a aquellos con poderes débiles intentó volverlos útiles, a aquellos que estaban confusos les dio una razón para seguir en movimiento. Hizo todo aquello en silencio, sin que ninguno de los chicos lo notara, pero lo hizo: callado, dando órdenes, manteniéndose al margen, enviándolos por una ronda extra de sentadillas, dándoles una palabra ocasional de apoyo y un par de demostraciones de que todavía tenían mucho mundo por delante.

Algunas tardes Cesare cambiaba el estilo de su entrenamiento solo para mantenerlos alerta y que no se aburriesen. A veces debían jugar una extraña versión del escondite donde una mitad de ellos buscaba al resto dispersos por el borde: cualquier cosa era válida siempre que no atentara contra sus vidas. Otras tardes dos de ellos eran elegidos para participar de un combate único en un claro del bosque. Los ejercicios variaban: debían subir cubos cargados desde el río a la montaña, debían trepar árboles, debían saltar de una roca a otra sin caer al agua, debían atrapar animalillos salvajes, debían atraparse entre ellos.

Cesare Dante no habló más de lo justo en todo aquel tiempo, mucho menos habló de sí mismo. Cuando no estaba dirigiéndolos estaba leyendo en su balcón, tomando el té o cuidando de los bonsáis de la terraza más alta. No tenían idea dónde era su habitación, nadie la había buscado y de buscarla probablemente no la encontrarían. Comía a horas distintas, no almorzaba y no estaban seguros si se duchaba. El primer día les había prohibido hacer cualquier tipo de daño al árbol y cada vez que alguien encendía un fuego en un hogar u horno tenía extremo cuidado de mantenerlo siempre dentro de los límites de piedra, nadie quería ganarse un castigo por provocar un incendio. 

También les había prohibido bajar por el misterioso pasillo oscurecido de musgo, pero Casey le había visto una sola vez adentrarse hacia aquella dirección. Se había levantado más temprano como de costumbre, el miércoles de la cuarta semana y se dirigía hacia el baño cuando lo vio. Las luces de las áreas comunes todavía no se habían encendido: estas se despertaban religiosamente con el Gong de Cesare y en la noche se apagaban cuando no quedaba nadie en la habitación. Adalyn, que se había despertado una vez para ir al baño en medio de la noche, le confesó que era inútil intentar encenderlas antes de la hora que Cesare los levantaba: era como si el árbol durmiera hasta que él le diese la señal y por mucho que moviera su mano frente a las zonas con fluorescencias, por mucho que las tocara o buscase un interruptor, estas no se encendían.

Casey cargaba con su toalla en un brazo, champú, jabón y ropa limpia en la otra, iba en dirección al pasillo del baño, cuando lo vio. Cesare Dante caminaba sin prisa y entraba en el pasillo prohibido. Se detuvo, se apoyó en la barandilla y por un instante se permitió tener curiosidad, dejar que las preguntas del inicio le llenaran la mente otra vez. ¿Qué había allí? ¿Por qué no podían ir? ¿Qué hacía Cesare allí dentro? Sus dedos en contacto con la barandilla recibieron una pequeña descarga de energía, justo como las que había recibido la primera noche. Se apartó como si quemara, mirando su mano ligeramente enrojecida. El árbol no había vuelto a reaccionar a ella de esa forma desde el primer día y Casey se imaginó que había sido solo la novedad de un nuevo Capricornio alrededor. Ahora, ya no estaba segura.

Cesare ya se había perdido de vista en el pasillo oscuro y a ella no le quedó más remedio que seguir su camino hacia las duchas. 

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