❦︎ ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ 29 ❦︎

29. Latidos, bonsáis y un loco

Enero 2018

Casey Everson sentía su corazón apresurado y sus dedos cargados de energía. Tenía una sensación eléctrica recorriéndole el vello del cuerpo desde el instante en que se había adentrado en aquel túnel de fluorescentes hebras verdosas. Sus dedos habían recogido la mayor parte de aquella carga nerviosa al pasearse por el barandal de la escalera circular. Un solo toque y sus sentidos se encendieron, fue como un latido bajo que retumbó en su interior, con una fuerza tal que la hizo tropezar.

—¿Estás bien? –había preguntado Marshall, sosteniéndole del brazo. Adalyn se volteó a verla desde dos escalones más arriba. 

Abrió la boca, pero le temblaron los labios. Supuso que así se sentiría recibir una descarga eléctrica de una enorme batería. Había sido placentero y al mismo tiempo lo suponía peligroso. Sacudió la cabeza para sus amigos, dijo que estaba bien y siguió subiendo sin volver a tocar la barandilla. Al principio se convenció que solo se debía al estar rodeada de tanta vegetación, el zumbido, la punta de sus dedos buscando el contacto con la vida, le pasaba siempre que estaba en el invernadero, rodeada de naturaleza creada por otros como ella.

Sus ojos se fijaron en aquellas hebras fluorescentes y cuando llegó a la cima de la escalera se convenció: aquel lugar había sido creado por otros como ella y estaba cargado de su poder. La madera que construía aquella sala y daba forma a todo el árbol estaba cargada con la dedicación de otros Capricornio. Las estrellas reconocían a las estrellas, Casey había reconocido el poder en aquellas hebras.

—¿Qué clase de árbol es este? –murmuró Adalyn a su derecha, sacándola de sus pensamientos y obligándola a fijarse en la estructura del lugar más allá de la energía que desprendía. 

El salón abierto sobre la escalera no tenía techo, Casey alzó la cabeza y notó que la mayor parte de la luz caía sobre ellos desde una especie de fruto colgante que aparecía aquí y allá en ramas sueltas desprendidas de las paredes que se curvaban hacia adentro. La sala se abría redonda y las paredes se alzaban en arcos hasta convertirse en un pequeño balcón al que se accedía por una escalera en espiral. Casey apenas podía notar en aquel segundo nivel varias puertas, iluminadas por las mismas venas fluorescentes que el pasillo de abajo. Por encima de aquel nivel había otro nivel de balcón corrido y luego el cielo se veía negro entre el follaje que hacía de techo lejano.

Volviendo a donde los trece estudiantes fueron a parar con todas sus maletas, la luz daba un tinte ligeramente verdoso a los arcos de la madera, aquí y allá había bancos que parecían sobresalir de las paredes y estar compuestos del mismo material. Había también mesas y flores y libros agrupados en los compartimentos repartidos por toda la restructura. Casey pasó sus ojos por el muro, descubriendo cuatro pasillos, más altos y espaciosos que el de la entrada: solo uno de ellos estaba oscurecido y cubierto con una leve cortina de musgo.

—Ah, ya llegaron –dijo una voz poderosa desde arriba y todos alzaron la vista con curiosidad. Un hombre de cabello castaño recogido en un pequeño moño bajo, con una barba desaliñada, sin camisa y con pantalones anchos de franela, bajó las escaleras—. Ya me estaba preguntando por qué se encendieron las luces.

Casey miró las fluorescencias naturales del árbol, ¿eran automáticas? Quiso decir, ¿podían sentir cuándo eran necesitadas? Aquello estaba tan lejos del nivel que ella podía conseguir que no pudo evitar preguntarse cuán antiguo era aquel árbol, quiénes lo habían construido, cuánto habían tardado, por qué lo habían hecho…

—¿Estás bien? –la voz de Alexei a su izquierda la hizo mirar con sorpresa al chico. Frunció el ceño al ver que él la sostenía del codo—. Estás temblando.

—¿Uh? No, no lo estoy –se apartó de su agarre, tropezando y yendo a apoyarse en la pared.

Un latido que parecía de un corazón enorme pasó a través de su piel, haciéndole temblar las piernas.

—Casey –Alexei la tomó del brazo al notarlo, apartándola de la pared.

—Toca –extendió la mano del Escorpio para que tocara la pared, pero el chico solo fruncía el ceño.

—¿Qué se supone que…?

—Está vivo… –alcanzó a murmurar al tiempo que el hombre se paraba al mismo nivel que ellos.

—Usted debe ser Cesare Dante –dijo uno de los hombres de Seguridad que los acompañaban: era tan rubio que parecía albino—. Nos dijeron que estaría esperándonos.

—No exactamente –habló el hombre, sentándose en una de las mesas redondas—. Yo estoy enterado de que ustedes venían, pero no los estoy esperando.

—Pero, Daniel Hunter dijo que…

—Daniel, Daniel, Daniel –resopló Cesare, haciendo que Casey frunciera un poco el ceño—. No estoy bajo su mando y no pienso albergarlos a ustedes. Si me disculpan, pueden retirarse, Alicia alumbrará el camino para ustedes –se miró las uñas, como si aquello fuera más interesante.

—Señor, pero los jóvenes...

—Ellos se quedan –lo cortó Cesare, pasando una mirada por el grupo de adolescentes—. Ellos se quedan conmigo, ustedes, los hombres de Daniel, pueden irse.

—No podemos dejar a los jóvenes con un ermitaño que no tiene ningún sentido del deber con la Comunidad y además… –intervino otro de los guardias, pero su compañero rubio lo detuvo con una seña.

—Y, sin embargo, han hecho un viaje tan largo para dejarlos conmigo.

—El señor Dante tiene razón –habló el jefe—. Tenemos órdenes, se suponía que estaríamos con ellos, pero Daniel dijo que hiciéramos caso de los caprichos de este ermitaño si estos se presentaban –Cesare hizo una sonrisa divertida cuando aquellas palabras flotaron en el aire—. Él no está obligado por ninguna regla del Zodiaco, no tiene sentido discutir o amenazarle –explicó—. Nos iremos, los niños se quedarán y cumplirá su parte del trato con el señor Hunter. 

—Fantástico, ya sabéis por donde está la salida –respondió Cesare Dante sin dejar de sonreír ni un solo instante. Los hombres de seguridad no parecían contentos, pero no les quedó más opción que regresar por donde habían venido, dejando a trece adolescentes de pie en medio de la nada con un ermitaño del que no sabían nada.

El hombre se puso de pie, rodeó la mesa hasta quedar frente a los trece pares de ojos que lo miraban entre asustados, curiosos, cansados y preocupados. Por un instante se mantuvieron en silencio y el sonido amortiguado del autobús alejándose les llegó. Casey sintió los nervios extenderse por su pie y Alexei Lyov se tensó a su lado en el mismo instante: cuando aquel hombre arrugó los labios.

—Mi nombre es Cesare Dante, pueden llamarme Cesare –dijo—. Solo tengo un par de reglas para convivir bajo mi techo. A quien no le gusten puede regresarse por el sendero sobre sus propios pies, dormir en el bosque o cualquier alternativa que implique perderse de mi vista.

Ninguno de los presentes habló y él se cruzó de brazos.

—No se me molesta después de que oscurece, a menos que sea cuestión de vida o muerte; no pienso preocuparme por su comida: los pájaros son más pequeños y se buscan su propio sustento, afortunadamente para ustedes una vez a la semana obtenemos repuestos –hizo una pausa, cruzándose de brazos—. No está permitido ir allí –señaló el pasillo oscurecido con la entrada cubierta de musgo—. No está permitido arrancar una sola hoja, hacer fuego aquí dentro o cualquier actividad que pueda poner en peligro a Alicia.

—¿Alicia…? –murmuró alguien en el grupo, pero el hombre lo ignoró.

—Las habitaciones están arriba, ustedes son mayores y no creo que necesiten separación por sexo, pero hagan lo que hagan no es de mi incumbencia, no quiero saberlo. Y, por último, a las seis todo el mundo en pie.






Accedieron al segundo nivel por la escalera de caracol que llegaba al barcón corrido que servía de pasillo superior. Había cinco habitaciones que se comunicaban directamente con los balcones, las demás estaban repartidas en dos pasillos que se alargaban y torcían en direcciones opuestas. Más tarde descubrieron que los baños se hallaban en el primer nivel, por uno de los pasillos del salón principal. Casey y Adalyn escogieron habitaciones continuas, enfrentadas a la de Marshall, en el pasillo de la derecha.

Todas las habitaciones eran idénticas y diminutas: la cama se alzaba del suelo solo un par de centímetros y parecía salir de la pared como mismo los bancos del primer nivel. Había sobre cada cama un colchón delgado sobre el cual alguien había dejado dobladas varias sábanas y una colcha. La almohada se hallaba cerca de la cabecera, también desnuda. Además de la cama en cada habitación había una mesa pequeña y armario con puerta corrediza. Entre todo aquello apenas se podía dar más de tres pasos sin chocar con algo. 

Casey acomodó su ropa en el armario solo porque su mejor amiga se lo ordenó. No le gustaba, la hacía sentir que pasaría mucho tiempo allí y ella esperaba que eso no fuera así. Miró la lamparita sobre la mesa, era como el resto de las fluorescencias del árbol: sobresalía de la mesa y brillaba con un ligero resplandor verdoso. Supuso que se acostumbraría a esa luz, pero se alegró de tener una pequeña ventana que dejaría entrar la claridad de día.

—¿Ya terminaste de desempacara? –preguntó Adalyn, entrando en su habitación sin tocar.

—¿Em? No, ya casi –respondió ella, doblando los pantalones y acomodándolos en el armario. 

Su mejor amiga puso las sábanas en la cama mientras tanto. Adalyn ya llevaba pijama y el cabello recogido en un alto moño. Tan pronto terminó de estirar las sábanas se tumbó en la cama de Casey, de medio lado y mirándola.

—Tenemos una conversación pendiente, Casey Everson.

Frunciendo el ceño y sacándose las botas ella se volteó a verla.

—¿Qué conversación?

—No creas que se me ha olvidado lo que sucedió en el invernadero.

Las mejillas de Casey se sonrojaron y abrió la boca como si quisiera decir algo, pero Adalyn la interrumpió, sentándose y cruzando las piernas bajo su peso en la posición del indio: su cabello castaño corría suelto por su espalda y algunos mechones se desbordaban sobre sus hombros. 

—Oh, sí, Casey, besaste a Alexei Lyov y ya te has librado por suficientes casualidades de contarle a tu mejor amiga lo que está sucediendo.

Los labios de la Capricornio se arrugaron de forma automática. Su mejor amiga se cruzó de brazos. Casey se ajustó de nuevo sus botas, alcanzando de nuevo su abrigo y envolviéndose con él ante la mirada atenta de Adalyn.

—¿Qué haces? –preguntó la Tauro.

—Voy a explorar este lugar, no tengo sueño aún.

Adalyn arqueó una ceja y por un momento se miraron en silencio. Casey trató de mantenerse seria, pero estaba segura de que su mejor amiga la conocía suficiente y tampoco es que fuera difícil adivinar que en realidad huía de la conversación. Lo notara Adalyn o no ella no estaba lista para hablarlo aún, ni siquiera había tenido tiempo de pensar en ello, quizás en el fondo su cerebro había agradecido las distracciones, aunque estas fueran tan horribles como habían sido, porque los últimos días no había tenido tiempo de pensar en el Escorpio. Y si fuera por ella alejaría ese momento tanto como fuera posible. Su mejor opción ahora mismo era distraerse con aquel árbol tan curioso.

—Casey…

—Este lugar es increíble –habló de prisa, ya dirigiéndose a la puerta—, estoy segura de que fue construido por varios Capricornio, porque reboza de su energía, Adalyn. Y me muero de curiosidad, por favor, déjame explorar.

Con la puerta abierta se volteó a ver a su amiga con una expresión de ruego en los ojos. La castaña arrugó la nariz, se puso de pie y con el rostro serio y conocedor de todos los secretos, o casi todos, de la otra, se detuvo frente a ella.

—Bien, te libras por hoy, pero vamos a tener esa conversación. 

—Por supuesto. 






Ninguno de los otros chicos de su año parecía estar despierto o interesado en estar fuera de la habitación que había elegido. Casey podía oír solo un par de cuchicheos tras las puertas que dejó atrás. Subió otros nueve escalones hasta el tercer nivel, observando con curiosidad las idas y venidas de los pasillos. Aquel piso estaba oscuro cuando ella llegó, pero tan pronto avanzó dos pasos en una dirección las hebras verdes se encendieron levemente. Puso su mano en la pared y se adelantó con el cosquilleo de aquella energía en su piel.

Cerró sus ojos por un instante, sintiendo latir la vida bajo sus dedos. Podía sentirlo retumbar primero en el contacto con su piel y luego dentro, viajando por su brazo hasta su pecho y distribuyéndose como honda por el resto de su cuerpo. Se apartó cuando una tercera oleada le hizo marearse.

Siguió caminando y encontró lo que parecía ser un balcón con una mesa para el té: había una tetera y dos tazas. Casey se acercó a la barandilla y observó a lo lejos la noche: las copas de los árboles quedaban en su nivel visual y cubrían todo hasta el horizonte. Se apoyó en el barandal, tratando de ver más allá de las negruzcas copas, del cielo cargado de estrellas y entonces sintió un latido que la hizo volverse por instinto a la derecha. Fue como si el árbol la estuviera guiando: las venas verdosas se iluminaron como un impulso en dirección a la esquina.

Casey siguió la dirección del impulso de luz verdosa y al girar la esquina descubrió una escalerita que entraba en el tronco. Subió, sus pisadas iluminando los escalones levemente. Todos y cada uno de sus veinte pasos fueron seguidos del impulso de las hebras verdosas, pero tan pronto llegó a la cima no hubo más luz proveniente de fluorescencias naturales.

El silencio subió a sus oídos cargando de ruidos nocturnos, un búho lejano, el viento entre las hojas, cigarras, crujir de ramas juntas. Casey se encontró de pronto bajo un ligero techo de hojas, que en la oscuridad lucían negras, sostenidas con arcos y columnas aquí y allá. No era un espacio grande, pero estaba completamente abierto hacia la noche, únicamente separado de ella por una delgada barandilla. El espacio estaba salpicado con bonsáis alrededor de los cuales revoloteaban algunas luciérnagas. En medio de estos, en lo que parecía la columna central sosteniendo el entramado del techo, había un agujero del tamaño de un plato en el cual alguien había dejado un marco con una fotografía antigua.

—¿Qué haces aquí? –no fue hasta que oyó la voz que Casey notó que no estaba sola.

Se dio la vuelta con prisa, encontrándose con el extraño ermitaño apoyado en la barandilla y mirándola sobre su hombro.

—¿Qué es este lugar? –preguntó por impulso y él frunció el ceño.

—Es una terraza, obviamente.

Casey lanzó una mirada a los bonsáis, quiso preguntar por la foto, quiso acercarse a verla, pero el hombre la interrumpió.

—¿Por qué no estás en tu habitación? ¿Cómo llegaste aquí?

Se aclaró la garganta, moviendo sus palmas juntas y soplándolas con su aliento en un intento de calentarlas y acabar con su ansiedad.

—No tenía sueño…y usted no dijo que no pudiésemos explorar.

—Tienes razón, pero este lugar no es exactamente fácil de encontrar en la oscuridad.

Casey metió las manos en los bolsillos de su abrigo, sin saber qué hacer con ellas.

—Había luz –dijo y lo vio fruncir el ceño—. Quiero decir que la madera se iluminó en esta dirección –él se volteó del todo hacia ella, mirándola con extrañeza—. Quiero decir, que el árbol me mostró el camino… ¿este lugar fue construido por algún Capricornio? 

Cesare Dante permaneció en silencio por unos instantes, solo mirándola. La oscuridad no permitía que ella adivinase su expresión, pero podía sentir sus ojos posados con intensidad en ella. Entonces, de la nada, él soltó una risita, mirando a las hojas arriba y luego al suelo.

—Alicia –murmuró, más para él que para Casey y ella estuvo a punto de preguntar, pero él la interrumpió—. Regresa a tu habitación y duerme, mañana no habrá excepciones sobre madrugar.

—Pero…

—Ahora, niña.

Casey apretó los labios y pensó que no tenía mucho sentido discutir. Suspiró y asintió, sin más regresó por donde había venido. Esta vez no hubo venas fluorescentes guiándola como la habían llevado hasta el altar construido por Cesare Dante, solo hubo oscuridad y pasillos vacíos donde sus pisadas resonaban. La soledad se apretaba entre aquellas paredes mientras Casey se preguntaba de quién sería la foto, por qué no quería a los Signos de Seguridad allí, cómo era eso de que no obedecía las leyes del Zodiaco, por qué y cómo podía vivir allí solo.

Llegó a su habitación y se desvistió en completo silencio. Con solo pasar la mano sobre la lamparita esta se apagó. Se tumbó en el delgado colchón, tenía algunos bultos incómodos; se acomodó, las sábanas la cubrían hasta la barbilla y cerró sus ojos. Tardo en dormirse, en su mente resonando el coro de preguntas, una sobre todas inquietaba sus sentidos.

—¿Quién es Alicia…? –murmuró hacia la nada y por un instante antes de dormirse le pareció percibir una respuesta que no entendió del todo y se perdió en sus sueños.

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