❦︎ ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ 14 ❦︎
14. Hilos de un pasado no olvidado
Diciembre 2017
Apenas un par de horas antes de que el año del Dragón llegara, Darío Walker se entretenía a sí mismo oyendo una vieja radio sentado en el sillón del porche de la cabaña principal. La idea de estar esperando el año del Dragón le causaba risa, él también había sido del año del Dragón. Bueno, técnicamente todavía lo era, pero su año prácticamente no existía ya. Prefería no pensar en eso, prefería ignorarlo y balancearse con la música de la radio sobre su regazo llenando sus sentidos.
Nunca se había imaginado terminar balanceándose en medio de la noche, sintonizando una emisora nocturna y esperando al siguiente año del Dragón. Si era sincero él nunca se hubiera imaginado todo lo que había pasado, nada de ello. Pero los Astros tendrían sus razones para que él se hubiera quedado ciego y retirado de la sociedad en aquel lugar solitario donde prácticamente vivía sin compañía. Ciertamente de cuando en vez le reponían la comida y lo dejaban ir por las fiestas a casa, pero ya no había muchos familiares para recibirlo. Ni amigos. Su única amiga no era ya nada de lo que solía ser.
—Um…Alicia… –murmuró, sus pensamientos desviándose a ella con facilidad.
Recordaba perfectamente su expresión juvenil de alegría, sus ojos negros y su dulce cabello del color de la miel. Alicia Peralta, la Capricornio de su año del Dragón, que había creado el enorme árbol de hojas rojas del invernadero donde él se le había declarado. Aunque al final nada había terminado bien y, otra vez, era mejor no pensar en ello.
—Las Estrellas tendrán sus razones… –murmuró, frunciendo el ceño cuando escuchó acercarse un vehículo—. Una camioneta –dijo, escuchando sus dos puertas abrirse. Dos saltos a la gravilla, desde la parte de atrás y dos portazos le indicaron cuatro personas caminando hacia él. El ruido en la gravilla no mentía.
Cuatro hombres.
—¿Puedo ayudarlos en algo? –preguntó, sin inmutarse, sin si quiera apagar su radio.
Solo uno de los hombres subió los dos escalones y se acercó a su sillón. Quedarse ciego solo había tenido una ventaja. Con un movimiento de sus dedos tanteó el aire a su alrededor y pronto pudo percibir vagamente la forma de los cuatro hombres y sus posiciones. Fue así como se dio cuenta de que no debían venir con los niños que estaba esperando. Ellos tenían armas y le estaban apuntando.
Esperó pacientemente mientras se sentía escrutado por el hombre que había subido al porche.
—Pensé que me reconocerías a primera vista –dijo una voz que le borró su sonrisa tranquila y le dejó una expresión de la más pura sorpresa, era una voz que nunca pensó volver a oír—. Estoy un poco decepcionado, Darío.
El guarda atinó a apagar la radio y ponerse de pie, alcanzando la altura del sujeto frente a él.
—Lo de primera vista ya no se aplica a mí.
—Escuché algo de eso… ¿entonces es cierto? –preguntó Gabriel Guillory.
—¿Qué haces aquí, Gabriel?
El hombre cambió su peso de un pie a otro.
—Hablar –dijo.
—¿Entonces por qué tus amigos me están apuntando?
—Creí que estabas ciego.
—Yo creí que tú estabas muerto –rebatió y por el tono que Gabriel usó pudo decir que estaba sonriéndole.
—Siempre tuviste sentido del humor, Darío, es una lástima que terminases en este lugar.
—Hay pocas cosas que la Comunidad necesite de un Acuario ciego. Aparentemente mi mejor aporte es cuidar de los niños cada año –comentó, metiéndose las manos en los bolsillos—. ¿Entonces? –preguntó, haciendo un gesto hacia los hombres aún en el patio.
Definitivamente Gabriel debía estar sonriendo.
—Pueden esperar en el auto, confío en él –dijo a sus hombres y Darío sintió las armas bajar—. ¿Puedo confiar en ti, Darío?
Darío sonrío.
—Depende de lo que vayas a contarme.
Hubo un pequeño silencio y luego Gabriel soltó una risa.
—Entonces supongo que ya veremos.
—Muy gracioso, Guillory.
—No lo dije por eso.
—Lo sé.
Darío se dio la vuelta y caminó al interior de la cafetería, sabiendo que el otro hombre lo seguía.
A varios cientos de kilómetros de allí dos autos blancos de ventanas polarizadas se detuvieron en medio de la nada bajo un inmenso árbol de hojas rojas. La noche era fresca, pero no helada en aquel lugar. Primero bajó el conductor del auto que encabezaba la marcha: un hombre vestido totalmente de blanco y con gafas oscuras que rodeó el auto hasta abrir la puerta trasera derecha. Del auto de atrás salieron dos hombres con la misma ropa que el conductor, pero sus brazos eran más fuertes y sus rostros más cortantes.
—Gracias, Gustavo –habló el último hombre en salir por la puerta que el primero había abierto.
Era un hombre alto y de buen porte, con el cabello oscuro pulcramente cortado, los ojos avellana confiados y la mandíbula cuadrada. Todo en él trasmitía confianza y seguridad, incluso su forma de simplemente estar de pie. Daniel Hunter se ajustó el traje, observando el enorme árbol sobre el que se habían detenido. Se sacudió el polvo de las mangas y caminó directo hacia él. Sintió a sus hombres seguirlo, pero les hizo un gesto con la mano para que le esperaran allí.
—Puedo tratar yo solo con él.
—Sí, señor –respondieron todos mientras Daniel alcanzaba el tronco.
La madera clara y anillada estaba recubierta con un ligero musgo lleno de florecillas blancas, como una cortina. Daniel la apartó con una mano, encendiendo un mechero con la otra se adentró en un pasillo oscuro dentro del anchísimo tronco del árbol. Caminó a paso firme los cuatro metros antes de encontrarse con la escalera de caracol. Subió los veinte escalones y en seguida apagó el mechero, siento recibido por un hombre vistiendo únicamente un pantalón ancho.
—Si me hubieran avisado de que el gran jefe de la Comunidad venía a visitarme me hubiera comprado un traje de esos inútiles y con corbatas.
Los dos hombres se miraron por un instante y luego echaron a reír: cada uno exagerando un poco su risa. Daniel fue el primero en calmarse, metiendo el mechero de vuelta en su bolsillo.
—Hay algo que quería hablar contigo, Cesare.
El otro hombre alzó una de sus cejas negras. Su cabello era una maraña larga que colgaba sobre sus hombros desnudos, tenía una barba de varios días desaliñada, sus ojos azabaches observaron al jefe de la Comunidad con perspicacia.
—Imagino que ha de ser un asunto importante cuando el jefe mismo de la comunidad ha hecho un hueco en su agenda para ver a su antiguo mejor amigo.
Daniel sonrió.
—Tú fuiste quien eligió vivir apartado del mundo.
—Vivo donde vive mi corazón.
—Lo sé –murmuró Daniel, dando un vistazo a la estructura del árbol a su alrededor—. ¿Crees entonces que puedas cederme unos minutos de tu tiempo? Es importante.
—No esperaría menos. Habla.
—Esperaba que me ofrecieras té, ha sido un viaje largo, ¿sabes?
—No lo recuerdo, hace mucho tiempo que no paso por la ciudad.
Daniel sacudió la cabeza, conociéndolo suficiente para saber que sería un dolor de cabeza conseguirlo poner serio sin ir al grano. Así que directamente expuso sus cartas sobre la mesa.
—Hay una nueva amenaza sobre el Zodiaco –explicó sin vueltas— y las piedras podrían estar en peligro. Tengo razones para creer que saben del paradero de algunas de ellas…
—Oí del ataque a la escuela. ¿Es cierto?
—Lo es –Daniel Hunter apretó los labios con molestia—. ¿Entonces?
—Vienes a saber si la piedra a mi cuidado sigue aquí o ya la vendí a los humanos –habló con diversión el ermitaño, avanzando varios pasos hacia el otro hombre y luego riendo—. Pues sigue segura y lo estará mientras yo viva. ¿Algo más que se te ofrezca, Hunter?
—Sí, hay un año del Dragón nuevo y no queremos que la historia se repita.
—¿Quieres proteger a los niños? Yo creo que eso es estúpido –respondió el otro hombre, hablaba con una confianza excesiva, teniendo en cuenta que frente a él estaba la autoridad máxima de la Comunidad—. Sabes muy bien que las Estrellas han designado sobre el año del Dragón el deber de la protección del Zodiaco y por ley ellos terminarán envueltos en todo. Si no lo están ya…oí que dos de ellos estuvieron en el ataque a la escuela.
El jefe de la Comunidad tomó una respiración profunda.
—Para vivir apartado de todos tienes un increíble suministro de chismes.
—Tengo mis fuentes. ¿Entonces?
—Sí, es cierto.
Cesare Dante arqueó una ceja.
—¿Y qué quieres? ¿Quieres que tengan la preparación que nosotros nunca tuvimos? Bien puedes implementar lecciones especiales para ellos en la escuela –dijo—, después de todo tú mandas ahora.
—¿Lecciones de combate? ¿No crees que eso haría sonar las alarmas? –negó—. Olvídate de los niños, los mantendré alejados de esto todo lo que pueda. No necesito nuevos adolescentes para estropearlo todo. Lo que quiero es que tú me ayudes.
—¿Y qué podría hacer yo por el jefe del Zodiaco, yo, un viejo hijo de Escorpio, un ermitaño, un hombre que no quiere saber del mundo? Si se puede saber, claro.
Oh, aquel hombre se estaba divirtiendo tanto a su costa que Daniel comenzaba a molestarse.
—Cesare…
—¿Sabes qué? –lo cortó, negando con la cabeza y caminando de espaldas para alejarse de él—. No lo quiero saber, no me importa y lo sabes. También sabes que has perdido tu tiempo viniendo aquí, lo sabías incluso antes de llegar, pero aun así has venido. ¿Acaso me extrañabas? No lo creo –hablaba con seguridad y desdén—. Puede irse, señor Hunter, señor Presidente, señor Jefe, señor Todopoderoso A mí no me importa ni me importará nunca más lo que pase con su pequeña comunidad o el resto de los Signos. Todo mi mundo y todo lo que me importa se reduce a madera y hojas. ¿Sabes cuál es mi nuevo pasatiempo? Los bonsáis, son cosas interesantísimas. Y toman mucho tiempo, precisamente ahora debo ir a verlos.
Daniel lo observaba con las cejas fruncidas y cara de disgusto, pero Cesare sonreía de forma nada sincera.
—Seguro que sabes encontrar la salida tu solo…
—Solo me ayudarías si fuera con los niños, ¿verdad?
Cesare Dante se detuvo en su camino, mirándolo sobre su hombro y tomándose su tiempo para pensar.
—No puedo asegurar nada, pero me lo pensaría –respondió, siguiendo su retirada.
—Esperarás a que ellos estén en peligro para interceder, ¿verdad?
—No creo que lo estén, confío en que puedes protegerlos antes de que eso pase. Tú siempre has sido muy previsor, Daniel, es tu mejor cualidad. Además –resopló—, los humanos nunca han sido nada que no se pueda manejar. Nosotros los manejamos y la gran mayoría sobrevivió, ¿o no?
—Pero no todos.
—No, no todos –respondió el ermitaño con tono sombrío.
—¿Cómo te ha ido? –preguntó Gabriel Guillory a Darío una vez que estuvieron sentados a una de las mesas de la cafería.
—Puedes saltarte eso, Guillory, todos sabemos que nunca me ha ido muy bien y tú y yo nunca hemos sido amigos –respondió con prisas el guarda del Campamento.
El intruso soltó una risa y se inclinó sobre las patas traseras de la silla. Debía parecerle divertido, pensó Darío, pero a él no le era nada divertido estar hablando con alguien que había traicionado al Zodiaco. El guarda no estaba muy seguro de por qué no lo había despedido a la primera. Curiosidad, tal vez, maldita curiosidad. Gabriel Guillory había traicionado al Zodiaco, era la única razón para que Daniel Hunter lo hubiera declarado muerto hacía años, cuando no lo estaba. ¿O había algo más? Darío no podía saberlo y la curiosidad le picaba.
—Bien, directo al grano, Walker –dijo de pronto el traidor, apoyando los codos sobre la mesa y poniéndose serio—. Estoy buscando «Las Doce Piedras», solo hay una cuyo paradero conozco y ahora mismo está fuera de mi alcance. Pero sé que tú sabes dónde están las demás, al menos una de ellas, ¿o no, Darío?
El guarda ladeó la cabeza.
—¿Y quieres que te diga dónde está? –preguntó, sabiendo ya la respuesta no esperó contestación—. ¿Por qué?
—Porque sé que eres de los que hacen lo correcto –dijo y el guarda sonrió al notar el orgullo herido tras esas palabras. Si años atrás le hubieran dicho que Gabriel Guillory necesitaría de él e iría a halagarle para conseguirlo, se hubiera reído.
—No es eso lo que estoy preguntando –dijo, enderezándose en su silla—. ¿Por qué lo hiciste tú? ¿Por qué te volviste un traidor de tu sangre?
Hubo un largo silencio entre ellos.
—Porque todo está mal –terminó por decir Gabriel en voz baja y luego respiró hondo para seguir. Más que un traidor o un hombre malvado parecía un adolescente emocionado—, porque Daniel está mal. Me di cuenta demasiado tarde… –empezó a desviarse con recuerdos—. Ni siquiera pude decírselo a Alicia o Cesare antes de que…
—No comprendo tu traición –lo cortó Darío, porque ese era un recuerdo que no quería escuchar—. No lo entiendo, de verdad que no. ¿Qué eres ahora? ¿Un mercenario? –dijo, poniéndose de pie y alejándose en dirección a la salida—. Creo que será mejor que te vayas. Te daré treinta segundos antes de acabar con ustedes.
Gabriel no rio esa vez, se puso de pie y se acercó al Acuario ciego.
—Darío, escúchame, no se supone que sea así…
—No se supone que sigas aquí –lo cortó el guarda—. Supe que atacaron el Instituto de la ciudad –declaró, haciendo una pequeña pausa—. ¿Fuiste tú? –el silencio le dio su respuesta—. Sabes que hay una piedra ahí porque tú la escondiste ahí. Pero te faltan otras, las que tú no escondiste –sonrió el guarda.
—Sí tú supieras lo que ellos hacen, Darío… Si me escucharas…
—Cállate. No quiero saber lo que nosotros hacemos –dijo—. Sé lo que tu gente hizo, sé que por su culpa he perdido a Alicia, sé que por su culpa yo no soy más que un estorbo ciego en este Campamento: un guarda no destinado para los niños sino para la piedra que viniste buscando. ¿Y crees que te la daré? –resopló, su voz dura mientras volvía el rostro directo hacia el traidor—. Si de mí depende no sabrás nada de las piedras. Vete al carajo, Gabriel Guillory.
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