❦︎ ᴄᴀᴘɪᴛᴜʟᴏ 1 ❦︎
1: La hija de la casa de
Capricornio
Octubre 2017
Despertó veinte minutos tarde, cinco antes de que la bocina del auto de su mejor amiga le avisara que era hora de irse. Casey Everson nunca había necesitado mucho tiempo para levantarse, quizás porque era de las pocas chicas que asistían a su escuela que no usaba maquillaje o, quizás, porque siempre dejaba sus libros listos antes de ir a dormir o porque no le importaba mucho elegir que pantalón iba mejor con que top.
En su pequeña burbuja importaba más leer la siguiente página de la novela del momento, mirar memes hasta caer rendida o desvelarse viendo series con su madre. Fue por eso que se había quedado despierta a deshoras la noche anterior, con un bolígrafo en la mano y tumbada en su cama intentaba resolver la tarea de cálculo mientras pasaba una comedia en su laptop. El reloj había marcado las dos menos cuarto de la mañana cuando su cabeza finalmente cayó rendida sobre el colchón, mucho antes de que comenzaran a pasar los créditos de la película.
Cuando su alarma sonó por quincuagésima vez alzó la cabeza con rapidez, sus párpados aún pegados con sueño; se le escapó un bostezo y se restregó el rostro con la mano derecha, sin saber que solo lograba regar más la tinta esparcida en su mejilla.
—Casey, cariño, vas tarde –la puerta de su habitación se abrió y se asomó por ella Lena Everson, con sus gafas de montura plástica y sus disparatados cabellos oscuros acalorados por el humo que despendía su taza de café—. ¿Aún no estás vestida?
La muchacha sacudió la cabeza, como si aún no estuviera del todo en este mundo.
—Pues date prisa, creo que no falta mucho para que Adalyn llegue. Y apaga esa alarma, lleva como una hora pitando.
Casey arqueó una ceja y su madre se fue sacudiendo la cabeza. La chica se levantó y cuando deslizó su dedo por la pantalla del celular fue que finalmente vio la hora.
—¡Grandísimos Asteroides! –chilló y en su apuro por ponerse de pie resbaló con las colchas y cayó al suelo. Se alegró de no haber terminado de ordenar su closet, como su madre le había pedido que hiciese la noche anterior, porque un bulto de ropa amortiguó su caída. Se puso de pie agarrando lo primero que encontraron sus manos y corrió al baño desvistiéndose a toda prisa.
Cuando la bocina de Adalyn Delauney la llamó, Lena le dio un grito desde la cocina y Casey tuvo que bajar las escaleras a saltos mientras se anudaba el cabello en una coleta. Bueno, ella intentaba hacerse una coleta, pero los cabellos cafés seguían rehuyendo del agarre. Sin darle mucha importancia, corrió, con los cordones de los zapatos desabrochados, besó la mejilla de su madre que la miraba desde la mesa del comedor con gesto crítico y pasó volando por la cocina. Agarró de las manos de su padre su desayuno: dos magdalenas y una caja de jugo. Le gritó un «gracias» y un hasta luego mientras bajaba hacia el sótano.
Cualquiera pensaría que era una dirección curiosa para correr con apuro, pero no ella, ni ninguno de sus conocidos o amigos. La bocina de Adalyn que había podido escuchar desde el baño, se oía más cerca ahí, y la razón se encontraba detrás de una puerta con un tragaluz azul en la cima. Pasó sin mirarse por el espejo de cuerpo completo, y haciendo malabares agarró su abrigo de la percha junto a la puerta y salió tropezándose con sus cordones. Fue un milagro que no resbalase en el caminillo de la entrada y cayera con todo al suelo. La puerta se dio un portazo detrás de Casey Everson, que hacía menos de cinco minutos había estado plácidamente soñando y ahora terminaba de lanzarse en el asiento trasero del auto de su mejor amiga.
—Buenos días, a alguien se le pegaron las sábanas hoy –rio Adalyn Delauney, sus ojos avellana se dieron un paseo hacia el espejo retrovisor para inspeccionar a la otra con diversión. Sus cejas perfectamente perfiladas se alzaron con espanto en cuanto enfocó a la chica. Casey Everson se había metido en unos pantalones de mezclilla, pero aún llevaba las medias de colorines en los pies; su mitad superior estaba cubierta con un suéter negro, pero se le levantaba en el estómago, dejando ver un pijama de gatitos. A Adalyn le dio miedo mirar su cabeza y soltó un pequeño grito cuando notó la tinta manchando su mejilla, sus ojeras y su cabello café, siempre liso, medio suelto y medio amarrado.
—¿Qué haces? –preguntó Casey, devolviéndole la mirada por el retrovisor—. Arranca que vamos tarde, Adalyn.
—Arranco –aceptó, pisando el acelerador—. Pero tú necesitas arreglar el desastre que eres.
—¿Qué? –inquirió la otra, acomodando las magdalenas sobre el asiento, donde mismo había lanzado su mochila—. Se me hizo tarde, no fastidies –se quejó, restregándose los ojos para luego zafarse la coleta e intentar mejorarla.
—Esa cabeza necesita un cepillo, bicho –dijo Adalyn, pasándole su bolso desde el asiento de copiloto—. Agarra el mío y ya de paso sácate el pijama y las medias.
Casey arrugó el ceño, pero obedeció. No le avergonzaba cambiarse frente a Adalyn, así que su mayor problema fue arreglarse a tiempo. No para verse tan bien como su amiga, estaba claro de que Adalyn pasaba por una rutina de acicalamiento diario, como ella lo llamaba, y no había nada que se pusiera que pudiera vérsele mal. Casey, por otra parte, llevaba más de dos semanas sin depilarse y sus cejas eran ya espesas de tanto sin arreglárselas. Al menos logró hacerse una coleta digna de tal título y se sacó el pijama de gatitos, que escondió en el fondo de su mochila, debajo del libro de cálculo.
Para cuando se detuvieron en el instituto, había logrado incluso abrocharse los cordones y tomarse el jugo. Las magdalenas nunca habían estado destinadas a su estómago, esas se las embutió Adalyn, que terminó de limpiarse las migajas antes de bajar del auto. Casey se acurrucó en su abrigo, el que había cogido sin mirar, el que nunca hubiera cogido de haber visto bien, el blanco lleno de pelitos que la hacía lucir como un oso polar. ¿En qué momento pensó su madre que eso le quedaría bien? Lo cierto es que era cómodo y los bolsillos no estaban mal, pero, Casey lo odiaba. No era personal, ella odiaba muchas cosas.
—A ver –Adalyn se lamió el pulgar y lo extendió con intensión de pasarlo por la cara de su amiga, pero Casey rehuyó del contacto—. Estate quieta, tienes la cara llena de tinta.
La muchacha frunció el ceño y se agachó para mirarse en el espejo de la ventana del copiloto, maldiciendo cuando notó el entramado de líneas que recorrían su mejilla derecha. Cuando se elevó, Adalyn le sostuvo el rostro y terminó por restregarle su pulgar en la mejilla. Casey arrugó el gesto y la dejó hacer hasta que la rubianca se rindió.
—De acuerdo, eso necesita agua y jabón –pensó en voz alta—. Deberías ir al baño antes de que comience la primera clase.
—De todas formas, me verán en el pasillo –dijo Casey, arrugando el ceño, y se ganó una mala mirada de su mejor amiga—. Está bien, iré a lavarme la cara.
—Y ya de paso te echas agua en los ojos a ver si se te quita esa cara de sueño.
—Esta es mi cara normal, Adalyn –refunfuñó, emprendiendo el camino hacia la puerta del instituto, donde algunos otros ya entraban.
—No, tu cara normal es gruñona, pero no tanto.
—Te odio.
—Me amas –sonrió Adalyn, codeándola.
Casey rodó los ojos y detuvo su paso cuando llegaron a la entrada y Marshall O´Callaghan se acercó a ellas, con su atuendo de siempre, su cabello oscuro bien peinado y su mochila roja colgada de su solo hombro. A la primera que miró fue a Adalyn, de quien ganó un saludo cordial y luego a Casey.
—Mierda, ¿qué te pasó en la cara?
—Decidí empezar a maquillarme, ¿tú que crees? –soltó, malhumorada y apresurando el paso para alejarse de sus dos amigos. Detrás pudo oír a Adalyn dando la explicación completa, con puntos y comas, para que Marshall finalmente entendiera.
Casey por su parte, mantuvo su mirada enojada y se la lanzó a todo el que osó mirarla demasiado rato. Tampoco hubo mucha gente que se fijara en ella, después de todo cada uno tenía sus propios dramas adolescentes. El de Casey fue una risa que se cruzó en su camino al baño, masculina, gruesa y algunas otras dirían que atractiva. Pero no ella, a ella la ponía de los nervios, porque conocía ese tono burlón demasiado bien.
—Es el mejor regalo que me ha hecho alguien hasta ahora –dijo Alexei Lyov, sin molestarse en ocultar su oscura mirada divertida hacia la mejilla de la muchacha. Otro día Casey habría seguido de largo, habría ignorado por completo al mayor imbécil de su año, pero no ese día. Ese día se había levantado, literalmente, con el pie izquierdo y eso la ponía de mal humor.
Se volteó y le lanzó una mirada asesina, la misma que hacía que hasta Adalyn se diera por vencida, pero a él no le afectaba en absoluto. Alexei seguía sonriente mientras ella arrugaba los labios con enojo en su dirección.
—No jodas, Lyov.
—Me alegra que te acuerdes de mi cumpleaños, Casey, es el mejor regalo, de verdad –dijo él, dándole una sonrisa más grande que ella fulminó con la mirada.
No respondió, prefirió seguir su camino mientras lo escuchaba reír. Por supuesto que se acordaba del cumpleaños de Alexei, como se sabía el de cada uno de sus compañeros de curso. Se conocían de toda la vida, no había forma de que Casey olvidara sus nombres, rostros o cumpleaños. Cada uno de ellos había sido parte de su vida desde que nacieron, desde que les pusieron la manilla de recién nacidos en el hospital, desde que se vieron por primera vez en el jardín de infantes.
No podía evitar, aunque quisiera, acordarse del idiota de Alexei todos los treintaiuno de octubre. Sin embargo, aquella mañana no se había acordado por el apuro. Tampoco que importara, no es cómo si le hubiera comprado un regalo y lo hubiera olvidado en casa.
Cuando llegó al baño aún faltaban seis minutos para la primera clase y le dio tiempo a aclarar las marcas de su mejilla antes de apresurarse al salón. Había allí ya otros doce adolescentes, cada uno en su puesto, o cerca al de sus amigos, charlando, riendo. Janis Andes le dedicó un hola cuando pasó de largo el primer puesto para ocupar el tercero, junto a Adalyn, que volteada hacia atrás hablaba con las gemelas.
—¿Entonces hoy a las siete? –la oyó preguntar.
—Siete en punto en casa de Jules –respondió Alma, sacudiendo su corta melena azul—. Con disfraces, recuerda que es noche de brujas.
Adalyn asintió y Casey les dedicó una mirada de reojo sin mucho interés.
—Tú también puedes venir, Casey –dijo Amelia Olmedos, la otra gemela, sonriendo dulcemente—. Vamos a hacer una fiesta por el cumpleaños de Alexei.
Casey arrugó los labios.
—No, gracias –respondió, sacando sus libros para ignorar a cualquiera de las gemelas, ya fuera la peliazul o la pelirosada. Eran tan diferentes y a la vez tan iguales, una tan dulce y amable, la otra tan extrovertida y salida; pero las dos llevaban la misma cara, los mismos ojos y la misma voz. Era un poco perturbador que en sus casi diecisiete años de vida Casey solo pudiera reconocerlas por sus diferentes estilos locos. Este año, era sus cabellos teñidos y los espejuelos vintage de Amelia.
Adalyn siguió hablando con ellas hasta que finalmente el profesor de historia hizo su aparición.
La vida de Casey era una rutina: cada mañana despertaba y se vestía antes de que Adalyn la recogiera, porque manejar su propio auto no era una opción, ni tampoco lo era ir en el autobús que tomaban aquellos con edad insuficiente para conducir. Desde que cumplieron los dieciséis y su mejor amiga se sacó la licencia, había hecho con ella el viaje en las mañanas. La única desventaja era que a veces Adalyn le cobraba el pasaje con las magdalenas de su padre. Tampoco es que fuera muy difícil comprarla, la verdad.
Una vez en la escuela se les sumaba Marshall y el trío de oro se veía completo hasta que las clases terminaban. Habían sido así desde el jardín de niños, cuando Adalyn invitó a Casey a jugar a las muñecas por primera vez y luego Marshall llegó queriendo salvar a las Barbies con un caballero de Lego. A veces discutían, cómo todos los amigos; a veces Casey pensaba que no podía soportar a Marshall, porque el chico podía ser verdaderamente molesto; a veces Casey necesitaba estar sola, o Adalyn necesitaba amigas a las que les gustara arreglarse las uñas y salir de compras. Pero todos los días volvían a saludarse en la escuela y sentarse juntos en el comedor, misma mesa, mismo menú.
—Entonces vamos a la fiesta –dijo Adalyn ese día, deteniendo su tenedor sobre la pasta que se había servido. Casey volvió a dedicarle su mirada menos entusiasta—. No me mires así, Everson, este año es una fiesta de disfraces.
—Como lo es todos los años –hizo ver ella, encogiéndose de hombros—, porque todos los años el cumpleaños de Alexei cae el día de brujas y lo seguirá cayendo hasta que todos estemos muertos.
—Ella tiene un punto –señaló Marshal, apuntándola con una de sus papas fritas.
Adalyn le dedicó una mirada asesina al castaño.
—Usted no se meta.
—Entonces discútanlo cuando yo no esté presente –se defendió él.
—Esto no es una discusión –siguió Casey, agarrando su bandeja y poniéndose de pie, la mitad de su comida seguía ahí—. Es un no y punto.
—Amargada –murmuró Adalyn y ella la ignoró, alejándose.
—Los veo en el invernadero –se despidió sin más y se apresuró a dejar su bandeja sobre la pila de sucias antes de salir de allí. Afuera estaba frío, razón por la cual las mesas bajo los árboles estaban sin usar y cubiertas de nieve a medias derretida.
Casey pasó de largo, atravesando el patio y dejando atrás el edificio de clases teóricas. La vida de Casey era una rutina desde que tenía memoria: todas las mañanas tenía clases en el mismo salón con los mismos doce adolescentes, de los que solo podía librarse en las clases de la tarde. Cuando había superado el arco del almuerzo, el grupo se dividía en cuatro y cada quien iba al área de su elemento.
Ellos podían pasar por chicos normales, simples y corrientes, pero Casey sabía muy bien que no lo eran y, si la tomabas a ella como ejemplo, era una adolescente cualquiera, con un par de padres que la querían, la mimaban y la regañaban como a cualquier muchacha de su edad; con un par de amigos cualesquiera, con sus defectos, sus obsesiones y sus cosas buenas; una chica que iba a la escuela como muchos otros en el mundo, que atendía a clase y disfrutaba de sus fines de semana y días feriados. Sin embargo, Casey no se consideraba una chica normal, ni a ella ni a ninguna persona en su mundo.
Ellos no eran normales, los normales eran humanos y, allí en su escuela, allí en su mundo, no había ningún humano. Ellos eran Signos, hijos de las estrellas, con el poder de las mismas corriendo por sus venas. Poder que cada cual intentaba controlar y usar a su forma. ¿La de Casey? Sacarlo lo menos posible a la luz, razón por la cual era la más atrasada con su proyecto en las clases prácticas de la tarde.
El invernadero era su salón de práctica cada día. Dicho así uno puede imaginarse un pequeño rectángulo de cristal donde cuelga algunos helechos y flores crecen de sus macetas, pero era más que eso. Había en el invernadero tres secciones, una para cada curso en el instituto. Casey se dirigió a la tercera de las dependencias, el rectángulo de cristal más alejado del edificio principal, del techo del cual sobresalía un árbol de hojas amarillentas que tendían al color rojo. Sus ojos siempre se regocijaban en esas hojas, que susurraban con el mínimo movimiento, cuyo tronco se doblaba por la ventana y bajaba hasta el centro del invernadero.
Fue la primera en llegar, ni siquiera la profesora Eloise había llegado. Pasó de largo el enorme árbol y los miles de proyectos apilados y por doquier. El suelo era de tierra y estaba húmeda, razón por la cual pisó con cuidado en su camino hacia el fondo. Dio una ojeada al proyecto de Adalyn: su ninfa con un brillante vestido de cristales en bruto. Sus labios se arrugaron con una envidia involuntaria que era más que nada molestia consigo misma. Su proyecto, si se podía llamar así, estaba a unos metros de aquella escultura. Era más que nada un arbusto que parecía mal podado y ella intentaba dar forma de alce, o quizás un venado, a esas alturas hasta un perro le servía.
Dejó su mochila en el suelo junto a su pequeña butaca de madera y se sentó, dando una mirada crítica a su trabajo. Eloise decía que iba bien, que el trabajo de los Capricornio siempre avanzaba más lento, más pausado, que necesitaba más cuidados pues jugar con la vida era mucho más difícil que jugar con la piedra. En parte tenía razón y en parte Casey creía que cualquier otro Capricornio ya lo hubiera acabado de solo proponérselo.
Suspiró, se restregó los ojos y luego alcanzó entre sus dedos un par de hojas del propio arbusto. Las trituró y restregó sus manos hasta que una pequeña chispa verde saltó de su piel. Entonces acercó sus manos a las hojas, otra vez, y las acarició hasta que sintió el pequeño hilacho de la vida que brotaba de ellas. Lo tiró, lo jorobó y lo trenzó hacia arriba. Era un trabajo delicado, si se iba un poco a la derecha tendría una rama creciendo hacia donde no quería o una parte seca. Llevaba toda su vida entrenando para usar su poder, para poder usarlo con mayor facilidad y sabía que, igual que todos, solo habían sido enseñados para controlar una pequeña parte de él, la parte más simple, más fácil, más básica.
Pero ella estaba bien con eso. Después de todo, de no tener su poder no se hubiera entristecido, quizás incluso se hubiera alegrado. Porque Casey Everson no quería ser un Signo.
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