Capítulo 25. La actriz de tus pesadillas

El examen podía darse ya por finalizado. En definitiva, el plan de Silvia fue todo un éxito. En cierto modo, Bea no se merecía esa exposición por su parte, mucho menos el desmayo, pero era lo que la joven ingeniera debía hacer. Al fin y al cabo, la pelirroja despertó tan solo unos minutos después.

Sus amigos se arremolinaron alrededor de ella en cuanto asimilaron lo que acababa de pasar, esperando a que diese señales de consciencia. ¿Por qué? ¿Es que no les preocupaba que ella hubiese matado a alguien? Ni siquiera escucharon a Silvia cuando les propuso votar ya por Bea y así no alargar innecesariamente el debate. Lógicamente, se negaron. Era obvio que resultaba bastante difícil despedirse de alguien con quien habían compartido vida durante dos semanas, incluso tratándose de una asesina.

—¿Qué ha...? —murmuraron sus labios, poco después de hacer una muesca de confusión y entreabrir los ojos. Bea parecía estar muy aturdida.

—Te has desmayado —informó Fer mientras sostenía delicadamente su cabeza—. Silvia te ha... culpado de traidora.

La joven pareció no saber de qué hablaba su compañero en un primer instante. Finalmente logró recordar, poco después al abrir sus ojos lo más que pudo. Se llevó una mano a la frente con debilidad y pidió ser levantada y colocada en su asiento, a lo que Blanca y Fer obedecieron sin pensarlo dos veces. Silvia y Sergio no hicieron más que cruzar unas miradas de cansancio y resoplar por lo bajo.

Una vez bien colocada y entre respiraciones débiles, Bea le dirigió la palabra a su odiosa compañera.

—Silvia, estás equivocada. Yo... no sé como tienes ese vídeo, pero no es lo que parece.

—Ya. Entonces, ¿por qué has montado este espectáculo al exponerte?

—Porque una puta gilipollas me hizo una herida en el cráneo que me produce mareos a cada rato —replicó con una mirada de sumo desprecio—. Tengo la mala suerte de que la única prueba física que tenemos me inculpe a mí, pero de verdad que no tengo nada que ver con el infiltrado.

—Debatible.

—Eso hacemos, de hecho —contestó Víctor—. Personalmente no sé qué opinar, pero hay muchas cosas que me chirrían. No puede ser tan sencillo.

Sergio se aclaró la garganta, captando la atención del pelinegro. Hubo una mirada entre ellos.

—Víctor, usa esa cabecita.

Aquel misterioso joven quería hacerle ver algo, pero... Nadie parecía saber el qué, ni el mismo ingeniero.

—No sé de donde sacar más pistas, lo siento.

—Hay que buscar alternativas a la situación —mencionó Blanca—. Puede que no todo haya pasado como Silvia cree.

—Y podemos empezar preguntándole a Bea qué hacía en la habitación de Germán —propuso Miriam. Pues sí, era bastante obvio que había que comenzar por ahí.

Todos dejaron a la mareada y nerviosa Bea hablar.

—No sé por qué entré... Pensé que habría algo útil en su habitación. Durante esos días mi única preocupación era descubrir qué provocó la muerte de Germán, aunque tuviese que romper su privacidad para ello, ¿vale?

—¿Y cómo entraste? —cuestionó Fer con curiosidad.

—Ah, claro. Va a sonar a excusa barata, pero encontré su llave en el pasillo de habitaciones. Estaba volviendo de la cantina y ahí la encontré tirada. Cuando caí en qué era, la colé por el hueco de la puerta de mi habitación y me fui como si nada. No lo mencioné porque os resultaría sospechoso.

—Pero mira lo que has conseguido haciendo eso —señaló Blanca con preocupación—. No deberías habértelo callado.

—¡Cualquiera de vosotros habría hecho lo mismo si os hubiese pasado! Por favor, hablamos de la llave de la habitación de un... Bueno, eso.

Mientras el resto reflexionaba acerca de las declaraciones de Bea, Sergio pareció querer buscar bronca.

—¿Qué opinas, Silvia? —preguntó intencionadamente en voz alta. Su sonrisa denotaba maldad.

—¿Yo? Pues no sé... Lo siento, Bea, pero es la única prueba que tenemos ahora mismo.

—Ya —Bea agachó la cabeza decepcionada.

Pero su cabeza parecía seguir trabajando. En breves soltaría una excusa, seguro. Pero no la convencería, no a ella.

—Delta, ¿puedo votar ya?

—Sí, claro. Venga, como en el cole, los que queráis ir entregando votos escribís el nombre en un papel y me lo dais.

Aunque extrañada por la forma tan simple de contabilizar votos, Silvia no dudó en romper un trozo de uno de los folios y escribir el nombre de Bea. De reojo, pudo ver a Sergio haciendo lo mismo. Dos contra cero. Ambos se levantaron y se acercaron a dejar los papeles plegados para ocultar el resultado. El resto observaba con seriedad, mientras que la pelirroja parecía estar a punto de desmoronarse de nuevo.

Blanca decidió hablar de nuevo, preocupada por su amiga y las posibles consecuencias de votar tan pronto.

—¿No es demasiado pronto...?

—No le deis tiempo a esta chica de comeros la cabeza. Recuerdo que es del sector Beta.

Tal y como su compañera, la joven de las gafas se calló agachó su cabeza con decepción. No sabía qué hacer, estaba dudosa. Una vez más, un debate entre el sentimiento y la razón se abrió en ella. Si era Bea, lo mejor sería seguir a Silvia. De lo contrario, estaría cometiendo un grave error. Al cruzar miradas con Victor y Fer, pudo notar como ambos estaban en la misma situación.

En cuanto a Miriam, esta no dudó en seguir los pasos de la ingeniera.

—Lo siento Bea, pero puede que sea lo mejor.

—Estáis equivocados, ¡es ella quien os está manipulando! ¡Ella tiene que ser la traidora!

Sin mirar atrás, la chica de flequillo blanco entregó su voto. Uno más y todo terminaría. Un sujeto menos, un problema menos. Hora de una última metida de presión.

—Solo falta uno de vosotros —informó Silvia—. Hacedlo por Germán, hay que castigar a su asesina.

Victor se echó las manos a la cara, a lo que Fer reaccionó echándole el brazo por encima. La indecisión le estaba matando. ¿Hacerle caso a Silvia, o a Bea?

—¿Estás bien?

—Lo siento, no puedo más —dijo con pena, antes de agarrar un folio—. Que sea lo que Dios quiera. Lo siento, Bea, parte de mí espera que me esté equivocando.

—Tú sabrás lo que haces —contestó, cruzándose de brazos.

Tras cortar un papel y escribir el nombre de su compañera, se levantó y se dirigió a Delta, que aguardaba sonriente. No saber tomar decisiones era algo que tenía que arreglar pronto en algunos de sus sujetos.

—¡Víctor, no! —exclamó Fer en vano. Su amigo ya había entregado el voto.

—Ala, ya podemos acabar. Todos hemos votado a Bea, ¿no?

El grupo asintió con tanto inseguridad como temor. Silvia pudo imaginar que más de uno creía que estaban cometiendo un grave error. Al mirar a la científica revisar los votos, todos pudieron notar cómo su expresión no parecía correcta. ¿Había pasado algo? Una vez más, el ambiente se cargó de tensión al dejar los papeles sobre el escritorio.

—Solo tres personas han votado a Bea.

Silvia sintió como se le paraba el corazón.

—Venga, dejémonos de idioteces, ¿va? —dijo Sergio mientras se levantaba de su asiento— Creí que teníais más neuronas. Sobretodo tú, Víctor.

Este no pudo hacer más que mirarle con arrepentimiento. ¿Qué se suponía que estaba pasando?

—No he votado a Bea. ¿Creíais que iba a dejar que se acabase el tiempo tan rápido? Hay una segunda opción que no sé por qué no habéis valorado: el infiltrado dejó intencionadamente la tarjeta de Germán en un lugar donde Bea pudiese encontrarla.

—¿Estás diciendo que el responsable quería que nos centrásemos en Bea para que no pensásemos en él?

—No, en él no. En ella.

Tras decir aquello, Silvia pudo notar la tensión y el miedo de tener a toda una sala observándola en busca de explicaciones. ¿Por qué a ella?

—Sergio, ¿eres imbécil?

—No, todo lo contrario.

—¡¿Pero se puede saber qué te hace pensar que soy de Apeiro?!

—Hay muchas preguntas que se responderían así. ¿Por qué nunca me dejas entrar en tu habitación? ¿Por qué a veces desapareces sin dejar rastro?

—¿Qué...? ¡Y yo qué sé! Nunca me has pedido de forma directa ver mi habitación, ¿no? Además, Bea también desaparece a cada rato. Y sigo en el cien porque me esfuerzo y lo sabes. ¿Me esforzaría si ya fuese miembro de Apeiro?

—Igual haces trampas, nadie te vigila mientras estás de prácticas. Tú haces el trabajo como debería una verdadera trabajadora de Apeiro y no sientes emociones, justo como ellos. Eres lo que Delta quiere que seamos algún día.

—Quizá solo soy la pretendienta perfecta de este proyecto. ¡Deja de culparme a mí! —Silvia comenzó a tener sudores fríos— Qué cojones, ¿no éramos amigos?

Mientras el resto observaba en silencio, Bea volvió a intervenir.

—Sergio, el día que entramos ella y yo al laberinto querías decirme algo, ¿recuerdas? Te vi intentándolo, pero te esquivé por los nervios.

El matemático alzó la vista, sorprendido por la memoria de su compañera aún en sus condiciones.

—Ah, ya. Intenté advertirte de que las intenciones de tu querida compañera igual no eran limpias. Pobre de ti, que preferiste ignorarme y llevarte ese golpe.

—¡Que yo no soy! —volvió a decir Silvia, cada vez más indignada— ¿Me estás culpando por mi forma de ser y por señalar a Bea? ¿De verdad?

Sergio meneó la cabeza hacia arriba y hacia abajo con una tranquilidad que asustaba.

—No hay una persona en esta sala que te haya analizado tan bien como yo. Sé tus horarios, como te comportas, cuando estás en tu habitación y cuando no. Todo porque desde el principio supe que eras la que sobraba. ¿Sabes eso del sexto sentido que algunos tienen? Pues eso.

—Estás enfermo. No hay forma de que me culpéis por tu mierda de sexto sentido. ¿Cómo pude matar a Germán si fui la primera en salir del laberinto? Pasé el resto del día en mi cuarto.

—Sergio, sin pruebas físicas me temo que tienes tan poca razón como Silvia culpando a Bea —mencionó Fer con seriedad.

El joven suspiró.

—Pero yo recuerdo el viaje en metro, y ella no estaba.

Silvia quedó petrificada. Pudo ver a Delta alzar la mirada de sus apuntes, tan confusa y sorprendida como el resto.

—Eso es imposible, Sergio —le dijo.

—¿Así que es verdad eso de que nos drogasteis para no recordarlo?

La científica no respondió.

—No me extrañaría que llevéis manipulando nuestras emociones y recuerdos de la misma forma. Eso es trampa, ¿eh? Me apuesto todos mis puntos a que todo el aire que respiramos desde que llegamos está lleno de droga hecha para controlarnos en todo momento.

—Lo hacemos porque así es el programa, ¿lo entiendes?

—Mmm... No, la verdad que no del todo, se me hace un poco perturbador. Pero vale, tampoco me importa.

Sergio y Delta mantuvieron aquel fulminante contacto visual durante un rato más. Al mismo tiempo, Silvia tan solo esperaba con enfado a que la conversación volviera al tema principal para defenderse. ¡No podían votarla a ella, no entendía por qué Sergio la culpaba de repente!

Su compañero estadista siempre había sido raro: sus actos, sus palabras... Pero aquello cruzaba el límite. Si de verdad pensase que era Bea, la hubiese votado No se perjudicaría de aquella manera votando a su única amiga por liar al resto, ¿no? ¿De verdad pensaba que era ella? Algo en su interior quería pensar que no.

Y eso también lo reflexionó Víctor, quien estaba garabateando en sus apuntes con el fin de hallar una respuesta clara. "Piensa, Víctor". Las palabras de su compañero resonaban en él. Sabía la respuesta, sabía que él también debía saberla, pero... Se le escapaba el dato clave. Apeiro debió dar una pista desde el principio si su intención siempre fue que el grupo sacase exitosamente al topo que ellos mismos habían colado. Los números, el coeficiente, sus detallados datos... Algo en ellos debía ser la clave. Y si no la encontraba ahora, pasarían cosas graves. A menos que todo esto fuese otro de los juegos de Sergio.

—Se os acaba el tiempo, grupo.

Entonces, como si de una bendición de Dios se tratase, el joven vio una salida clara. Dejó sus apuntes a un lado y se dispuso a preguntar a su superior algo que podría resolver todas sus dudas.

—Delta, ¿el coeficiente mínimo de los trabajadores de Apeiro era de quinientos o estoy equivocado?

—Parece que alguien atendió a sus clases.

—También dijiste que vosotros nos decís la verdad o nos la ocultáis pero jamás mentís, ¿cierto?

—Exacto.

—Pues creo que tengo la respuesta.

Una respuesta que, de ser correcta, determinaría el destino de Silvia y Bea como sujetos de Apeiro.

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