Capítulo 1. Toma de contacto
—No lo veo claro, ¿eh?
La joven de pelo castaño puso sus brillantes ojos miel en blanco ante la contestación de su madre.
—¿Pues no querías que me buscase un trabajo? ¡Para uno en el que me cogen, no te gusta! —exclamó ofuscada— ¡Es mi campo, voy a trabajar de ello si es que consigo pagarme la carrera!
—Ya lo harás cuando te toque —la mujer frente a ella soltó un leve suspiro—. Hay trabajos más sencillos que pagan lo suficiente. Irte a Formentera medio verano, sin móvil... Me da miedo, Blanca, entiéndelo.
—Apeiro es un lugar seguro. ¿Leíste lo que venía en la web? Sus logros, los campos en los que investigan... Quiero ser parte de un lugar así y lo sabes —explicaba la joven con ojos de lástima en un intento de hacerla ceder mediante la pena. No funcionó, claramente.
Mientras su madre buscaba una respuesta, Blanca aprovechó para buscar algo en el móvil. Segundos después lo acercó a la cara de su madre para enseñarle una modesta y minimalista web.
—Mira. Tienen un montón de investigaciones y descubrimientos en física, ¡y en astronomía! —dijo con una amplia sonrisa—. Papá me ha dicho que me vendría muy bien un trabajo así.
—Pero le extraña que paguen tanto tan solo por participar en la entrevista.
—La NASA también paga mucho a sus voluntarios. Y es la NASA, todos la conocen. Pues Apeiro es como ellos pero menos conocido.
Su madre la miró con seriedad.
—¿Cuándo te irías?
—El uno de julio tengo que estar en Formentera y allí me recogerá el bus de la compañía, volveré el uno de agosto. Pero tengo que aceptar antes de mañana.
—No sé —una vez más, la mujer suspiró—. Me lo voy a pensar. ¿Tienen algún número al que pueda llamar?
Blanca sonrió como una niña pequeña a la que acaban de consentir.
—Deja que te lo mire.
—————
Aquel largo viaje pareció estar dando por finalizado. Tras varias horas de vuelos, taxis y metros, parecía que Blanca estaba llegando a las esperadas instalaciones de Apeiro, aunque algo mareada. Quizá por los nervios, quizá porque los viajes largos le sientan mal. Aún no se podía creer que estuviese allí, tan cerca de cumplir sus metas y con más oportunidades que nunca. "Estoy a punto de vivir mi mejor vida", pensó.
Semanas atrás fue contactada por ellos. Una descomunal empresa científica de la que jamás había oído hablar antes, pero que había alcanzado grandes logros en gran diversidad de campos. Por mucho que buscase, la joven no encontró demasiada información sobre ellos más que una página web con la justa y necesaria información, acompañada de una línea de teléfono y enlaces a varias noticias que hablaban de sus logros.
Aquella organización pagaba la increíble cantidad de 3000 euros por cada 24 horas que pasasen en periodo de pruebas. Y no hablar de los casi 7000 mensuales que recibirían los que superasen aquella fase que, en la carta que leyó, se describía como una especie de entrevista de trabajo. De todos los admitidos, solo uno aspiraría a la plaza ofertada.
Lo verdaderamente confuso para Blanca era el por qué invitaron al proyecto a una simple universitaria... No, ni eso. No tenía dinero para pagarla tras un año de becas escasas, lo que la llevó a abandonar con todo su dolor la doble carrera de física y matemáticas que tanto llevaba deseando desde pequeña. Este percance en su vida rondó su cabeza durante todo el viaje. Al fin y al cabo estaba montada en aquel metro, de camino a aquellas fantásticas instalaciones, solo por intentar salvar su futuro.
Quizá fue por el dinero que le permitiría regresar a la facultad, o porque en el caso de ser la elegida entre todos los candidatos lograría ser una científica de renombre. No terminaba de tener claro si hubiese aceptado de no haber tenido problemas económicos, pero el camino no importaba si el destino era el mismo, ¿verdad?
Finalmente el vehículo pareció frenar. Una tenue iluminación artificial comenzó a divisarse al otro lado de los ventanales del moderno vehículo subterráneo y, segundos después, este se detuvo del todo.
Las puertas se abrieron casi al instante y los siete jóvenes del vagón que tan callados y nerviosos estuvieron durante el viaje las atravesaron ordenadamente uno tras otro, como si de un desfile se tratase. Blanca frenó un segundo para subirse sus gafas al toparse de frente con la enorme y curiosa estación de metro en la que se encontraba: luminosa, concurrida y derrochaba un estilo bastante moderno que a simple vista la hizo claramente pensar en un lugar dedicado a la ciencia. El olor que había suspendido en el ambiente le hizo recordar al de un hospital, a lo mejor algo más suave. Esto encajaba a la perfección con las decenas de personas vestidas con batas blancas que merodeaban de un lado a otro con un inexpresivo rostro, a paso ligero y con papeles y maletines encima. En el centro de la sala, a unos metros del vehículo, un enorme y alucinante holograma dejaba ver a Blanca una letra griega: delta mayúscula, muy usada en física —y gracias a ello que la reconoció porque, siendo honestos, las lenguas antiguas no eran su fuerte—.
Mientras inspeccionaba con la mirada cada esquina del interesante recinto un grupo de aquellos serios científicos se colocó frente a ellos. Todos lucían iguales: complexión media, altura promedio y portadores de una camisa acompañada de pantalones negros y una larga bata blanca. Si a Blanca le dijesen que estaban sacados de una cadena de producción, se lo creería. Al fijarse mejor pudo notar que la letra delta hacía acto de presencia en esta prenda de laboratorio con un grabado azul marino, acompañado de un código de tres letras diferente en cada trabajador.
Durante su intensa lectura visual del entorno, una última persona se acercó al grupo. Una que destacaba frente al resto por sus ropas: una bata de un tono azulado bastante oscuro y una camisa de botones del mismo color que la de los demás trabajadores. Sus zapatos de tacón resonaron cuando dio unos pasos al frente y dedicó una mirada de poder al grupo de nuevos integrantes. El grabado de su bata, ahora blanco, también marca un código: Δ-AAA. Los nervios recorrieron el cuerpo de Blanca al deducir que podía estar frente a alguien importante.
La señora se colocó su larga melena detrás del cuello antes de comenzar a hablar:
—Bienvenidos a Apeiro, jóvenes. Mi nombre es Delta y soy ni más ni menos que la líder del edificio en el que ahora os encontráis, además de la persona que se hará cargo de vosotros hasta que salgáis de aquí —se presentó con un tono serio—. Como ya sabéis, vuestra estadía en nuestras instalaciones se debe a uno de los nuevos proyectos de la organización, del cual seleccionaremos a uno de vosotros para formar parte de uno mayor. Tomáoslo como un elaborado casting. Y agradeced que seremos menos duros con vosotros que de costumbre —mencionó con un tono pícaro.
"Qué serios son aquí...", pensó Blanca. No era difícil notar que su nivel de poder en la organización era más que destacable. La joven no podía hacer otra cosa más que atenderla y no sabía si era por miedo o porque logró atrapar su interés.
—No me gustaría extenderme tan pronto, además vuestro viaje habrá sido agotador —Delta miró lo que parecía ser un brazalete sujetado a su muñeca derecha—. Son las 18:23. A continuación seréis guiados por mis mejores empleados al complejo donde el proyecto será llevado a cabo. A las 20:00 nos veremos para la sesión de introducción. ¿Qué os parece?
Los jóvenes aceptaron con un meneo de cabeza, pero ninguno se atrevió a decir una palabra. Blanca estaba empezando a plantearse si aquello no le quedaba grande. Ni siquiera terminaba de adaptarse a la presión y el ambiente universitario, además que jamás había pisado un laboratorio que no perteneciese a su facultad. ¿Alguno de sus compañeros habría estado en un lugar así?
A todo aquello había que sumarle que ninguno de ellos superaba los 20 años: Apeiro buscaba personas jóvenes, con una mente fresca y un cerebro que si bien no estaba del todo desarrollado, aún pudiese potenciarse. Era conocimiento de todos, más aún de dicha organización, el hecho de que este órgano cuando alcanza cierta edad comienza a decaer y a perder capacidad.
—Bueno, pues no me queda mucho que decir. Aunque vengáis a esforzaros disfrutad de la experiencia, ¡cosas así no se viven todos los días! —exclamó con una cálida sonrisa que contrastó bastante con el tono de voz que había empleado hasta aquel mismo instante. ¿Actuaría como una firme entrenadora o más como una tutora cercana y preocupada? No terminaba de dejarlo claro.
Como esta anticipó, el personal tras ella se dispuso a acompañar al grupo a su nuevo hogar. Fue más de un pasillo lo que tuvieron que cruzar antes de llegar a su destino. A pesar de no haber entrado a ninguna sala en específico, a todos les quedó bien claro que no se encontraban en un edificio especialmente pequeño. Portones abiertos de par en par cada cierto número de pasos permitían ver enormes estancias repletas de científicos trabajando en todo tipo de cosas: maquinaria compleja, mesas de laboratorio inundadas en aparatos —de los cuales Blanca pocos pudo reconocer— e incluso papeleo. Además, había algo en el ambiente que... Blanca no terminaba de distinguir. Pero su cuerpo reaccionaba al pasear por aquellos lares. "Cosa de los nervios", pensó una vez más.
Justo durante ese paseo fue cuando Blanca descartó la idea de haber sido engañada: Apeiro era una organización científica real que, a simple vista, parecía contar con los recursos e investigaciones de las que presumió en su primera toma de contacto con la joven. Era poco lo que sabía de ellos y lo que se hablaba de ellos de cara al público, pero parecía deberse a su confidencialidad. Algo así como el Area 51 si se omitían las conspiraciones que giran en torno a esta.
Lo tuvo todo más claro aún cuando la enorme entrada al complejo de apartamentos donde el grupo se alojaría fue abierto. Aquello no era una simple residencia de mala muerte, no. Se trataba de un gran domo blanco, a cuyos lados podían divisarse las entradas a diversos recintos: "comedor, gimnasio, pistas de deporte, balneario y las habitaciones, entre otras cosas. No podéis quejaros, vaya." Comentaba un trabajador. Eso sin mencionar que alguna que otra puerta parecía cerrada.
No contaba con luz solar dado a la carencia de ventanas, pero sí que podía notarse la presencia de un luminoso anillo de luz situado en la parte superior del domo. La calidez que este transmitía era similar al del mismísimo sol, pero sin llegar a ser lo insoportable que es en verano —lo que Blanca agradeció porque odiaba el calor—. Este sistema de iluminación rodeaba lo que parecía ser un estrecho elevador de cristal que ascendía hasta donde la misma luz impedía mirar, pero los trabajadores ignoraron su existencia como si su funcionamiento fuese obvio.
Los trabajadores llevaron a los jóvenes a una mesa en la que yacían ocho uniformes, cada uno junto a un papel con el nombre de la persona a la que le pertenecía. Todos eran exactamente iguales entre ellos y de un parecido razonable a los portados por los trabajadores de Apeiro, solo que más simple.
—Bienvenidos al complejo Theos —dijo un trabajador tras llamar la atención de los presentes con la mano—. Aquí se desarrollará la mayor parte de vuestro proyecto, así como es el lugar donde haréis vida. Esto frente a vosotros son los uniformes que deberéis llevar siempre, día y noche. Sí, día y noche.
Una chica pelirroja a unos pasos de Blanca alzó su mano. El empleado no la dejó hablar. Es más, ni le dirigió la mirada.
—Tendréis todos los recambios que necesitéis y son, probablemente, la ropa más cómoda que usaréis en vuestra vida, por lo que no sufriréis durmiendo con ella ni mucho menos —en ese momento giró su vista a la joven—. ¿Responde eso tu duda?
—Necesitamos que durante la hora que os queda hasta la sesión de introducción os cambiéis y aprovechéis para descansar o conocer el lugar. Nuestros asistentes se encargarán de recoger vuestras actuales prendas una vez os las quitéis y abandonéis vuestra habitación. ¿Alguna otra pregunta?
Nadie contestó. Blanca no sabía decir si fue porque todo quedó claro o por miedo. Aquellos hombres no tenían punto de comparación con Delta, sin duda alguna. Parecían robots, reproduciendo mensajes pregrabados. ¿A cuántos grupos les habrían soltado el mismo rollo? Y aquello le hizo pensar, ¿habría más grupos como ellos?
Dado el silencio general, el personal se despidió para abandonar el lugar con pintas de estar acostumbrados a aquella reacción por parte de los recién llegados. El portón por el que entraron se cerró a cal y canto una vez estos quedaron solos. Durante unos segundos más no se escuchó nada. Algunos de los ocho jóvenes se miraban entre ellos, otros ojeaban el entorno.
Fue un chaval quien se atrevió a acabar con aquel ambiente silencioso:
—Bueno... Pues nos quedamos solos por fin —dijo, con una expresión cálida pero algo forzada —. ¿Qué os parece el lugar?
—Es curioso, sí—respondió otro joven, de pelo rubio y significativamente más alto que el resto—. Sigo sin entender qué me han visto para estar aquí.
Una leve risa colectiva resonó por la sala, puede que provocada más por los nervios que por el comentario. El hielo se iba rompiendo, todos parecían calmarse y Blanca lo aprovechó para integrarse:
—No eres el único que piensa así, tranquilo. No sé, parece ser que... —la joven echó un vistazo general— todos somos críos. ¿Alguno pasa de los veinte aquí?
El chico del principio habló de nuevo:
—Yo tengo veinte, recién cumplidos. Y sí que parezco el más mayor, fíjate —contaba antes de percatarse de algo—. Uy, con la tontería se me ha pasado presentarme. Me llamo Víctor, es un placer compartir esta... experiencia, si así puede llamarse, con vosotros.
—Yo soy Blanca, lo mismo digo. Espero que nos llevemos bien.
—Nos va a hacer falta llevarnos bien, al menos al principio —indicó el chico alto—. Me podéis llamar Fer, trataré de contribuir a ello. ¿Y el resto? No mordemos, ¿eh?
Una joven con mechas californianas y un agradable rostro pero de pose estirada alzó la mirada y sonrió levemente.
—Me llamo Silvia, es todo un placer. Si es que el viaje me ha dejado destrozada —confesó mientras se rascaba la nuca—. ¿Cuántas horas llevaremos de viaje?
—Bastantes —respondió Blanca con un suspiro.
—La verdad es que pega un descanso... —añadió tímidamente un joven con una bella y frondosa melena castaña que tapaba parte de su cara— Germán, encantado.
Poco a poco, otros fueron uniéndose en la conversación y el hielo se rompió definitivamente. Sus nombres, edades y alguna que otra cosa más de menos importancia. La mayoría parecían personas bastante agradables con las que compartir espacio, aunque Blanca tenía sus dudas sobre alguno que otro que no habló demasiado —o que lo hizo de más—. Dado que la conversación no hacía más que alargarse y que tenían poco más de una hora para alojarse antes del próximo encuentro con Delta, el grupo decidió separarse para realizar estas primeras tareas. En veinte minutos quedaron en encontrarse en el mismo sitio para visitar las diversas instalaciones. Quien quisiese, claro.
Con uniforme en mano, Blanca cruzó el pequeño y acogedor jardín central para llegar hasta su habitación, al fondo del pasillo donde todas estaban. Todo el recinto poseía un suave olor a lavanda que encantó a la joven. Como experta de los aromas que era, intuyó que se debía a su capacidad para relajar y disminuir el estrés... y eso no le hizo tanta gracia.
Se desorientó por un momento, pues las puertas no contaban con el nombre del habitante sino con un código compuesto por la letra delta y tres cifras. Una vez miró el uniforme, pudo ver que en la parte del pecho estaba grabado uno de esos códigos: Δ-192. Similar al de los trabajadores, pero este contaba con números y no con letras.
Una vez frente a la puerta con esta combinación de dígitos, se dignó a entrar. Nada del otro mundo: pequeña pero acogedora, llena de blanco y equipada con poco más aparte de una cama de matrimonio, una cómoda, una mesita de noche y un armario empotrado lleno de uniformes idénticos. Una puerta de cristal conducía al cuarto de baño, que únicamente poseía bañera, ducha y un pequeño lavabo con cajones. Parecía ser que la tendrían bien cuidada durante aquel mes.
Sin tiempo que perder, Blanca se colocó el sencillo uniforme compuesto de una especie de sudadera de manga corta —en lugar de la bata característica de los trabajadores—, camiseta negra de manga larga y pantalones blancos de la misma longitud. Tras comprobar que la cama era cómoda, que los diez uniformes del armario eran idénticos al que llevaba y que los cajones de la cómoda contaban con más de un cacharro que no entendía, se dispuso a salir. Cinco minutos antes, pero prefería llegar primera a ser la última.
Unos pasos después se reunió con dos de sus compañeros: Fer y la chica pelirroja que se presentó como Beatriz. O Bea, como ella acababa de confesar que prefería ser llamada.
—Por eso mismo me presenté como Fer. Mi nombre completo es Ferdinand, pero me ahorro explicar el porqué del nombre.
—¿Ferdinand? —dijo Bea, intentando ocultar su sorpresa— Ay, es que no quiero preguntar después de lo que has dicho...
—Es alemán. Mi familia y yo somos de allí. Hablo con ellos nuestro idioma nativo aunque llevemos un buen tiempo viviendo aquí en España y maneje bien el castellano.
Era cierto que su aspecto no parecía muy español: ojos de un color glauco, pelo castaño muy claro —prácticamente rubio— y tez pálida. Su altura también llamaba la atención: un metro ochenta y ocho. No era poca cosa precisamente.
La conversación fluyó unos minutos más antes de que se hiciese la hora a la que todos fueron citados. Solo dos personas más se presentaron a la hora acordada.
—Veo que aún falta gente, menos mal. ¡Estaba algo nervioso de poder ser el último! —mencionó Víctor, quien llegó al lugar a paso acelerado.
Silvia, quien llegó justo detrás de Víctor, no parecía tener muchas ganas de esperar:
—Dudo que venga alguien más. Mejor irnos, ¿no? —propuso con voz calmada.
—Igual tienes razón —contestó Fer—. Tampoco era necesario venir y como no salgamos ya se nos echa el tiempo encima.
—Eso es. Pues decidido, vamos a echar un vistazo a nuestro... nuevo vecindario, supongo —indicó la joven con una sonrisa.
El resto devolvió el gesto. Sonrisas de felicidad producidas por la ignorancia. Al fin y al cabo, ¿qué culpa tenían ellos de no saber que la mayoría no llegaría al mes de agosto?
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