Amigos
Hubiera preferido pasar solo también ese día, pero alguien se lo impidió.
Desde aquel incidente, por llamarlo así, ahora esperaba con ansias a que las clases terminaran. Solo pensaba en ir a casa.
En casa, no era perseguido por esas multitudes de ojos. En casa, no era señalado por tantos dedos. En casa, no tenía que fingir que no escuchaba los murmullos a sus espaldas. En casa...
Pronto había descubierto un lugar favorito donde podía pasar el tiempo durante el recreo sin que nadie lo molestara: a la sombra de uno de los árboles en el pasillo al lado de los salones, el pasillo más estrecho y por el que apenas cabrían dos personas lado a lado. Ahí, el árbol había crecido de forma extraña, como trepando a la pared. Siempre se preguntó si alguien sabía del árbol ahí y supuso que sí, solo que nadie se había tomado la molestia de cortarlo nunca. Lo especial de ese lugar era que casi nunca había quien se acercara ahí, a menos que estuviesen jugando al escondite; e incluso así, ya bastaba saber que "el niño aterrador" estaba ahí como para mantenerse alejados.
Es por eso mismo que le resultó más que extraño ver a aquella niña acercarse al lugar. Primero se asomó, como queriendo comprobar que, efectivamente, había alguien ahí. Reconoció la forma en la que los demás solían mirarlo en ella, pero de una forma extraña. No era la normal. Ella misma parecía... Diferente. Como si de verdad hubiera esperado encontrarlo ahí. Y apenas supo que sí, fue como si su sonrisa no pudiera iluminarle más el rostro conforme se encaminaba hacia él de una forma tan antinatural para el niño.
Ella no estaba huyendo.
Todo resultó confuso. ¿De dónde la conocía a ella? Para cuando pudo darse cuenta, ella ya estaba frente a él.
--¿Puedo acompañarte?
¿Podía decirle que no? Ella estaba ahí, al parecer, por voluntad propia. Y esos ojos no apuntaban a alguien que iba a ceder ante un "No". De todas formas, hubiera sido algo muy grosero de su parte.
El cabello rubio crema de la niña le llegaba apenas a los hombros, era ligeramente rizado y lo llevaba adornado con varios broches en forma de estrellas en tonos pastel adornaban sus mechones: rosa, anaranjado, amarillo, verde, azul, violeta... Él tan solo se preguntó cómo los broches no hacían ruido cada que ella movía la cabeza. Casi se dijo que ni siquiera su madre hubiese dejado a sus hermanas ir con tantos adornos a la escuela y se preguntó si fue la niña quien se los acomodó todos por su cuenta. Recordaba que, la última vez que Kirako eligió llevar ese moño enorme, regresó a casa llorando porque unos niños la habían molestado por ello. Sin embargo, esa parecía ser la última de las preocupaciones de la niña en ese momento.
Desde hace rato que tan solo lo miraba. Le miraba con atención, como si intentase ver a través de él, o como esperando que algo sucediera. Ladeaba un poco la cabeza sin abandonar esa expresión de curiosidad que hacía que sus redondos ojos, que eran una mezcla entre fucsia y magenta brillantes, se vieran más grandes.
Sin decir nada, se acercó un poco más y se sentó frente a él.
--No eres aterrador como todos dicen.
--...
--Tú te ves asustado.
--No.
--Entonces, ¿por qué te escondes? - preguntó ella.
Pero no se trató de una pregunta agresiva. Ni una burla. Nada de eso. Los grandes ojos brillantes de la niña le miraban en espera de una respuesta. Realmente quería saberlo... ¿Por qué?
Ahí fue cuando sintió esa especie de disgusto, de aversión extraña en contra de ella. Una sensación que por poco lo hizo levantarse e irse. ¿Por qué? ¿Por qué a él? ¿Por qué esa niña? ¿Por qué ella era así? ¿Por qué de repente él se sentía así?
Debía haber cambiado mucho la expresión de su rostro. Ya ni estaba seguro, pero supo que lo hizo por el cambio de expresión en el rostro de la niña, cuyos grandes ojos de muñeca se abrieron un poco más mientras esa sonrisa rosada en forma de corazón se desvanecía con rapidez. Él bufó ligeramente mientras apartaba la vista, convencido de que ya habría hecho llorar a la niña y no se sentía capaz de ver eso.
Él mismo casi quiso llorar por un momento.
Pero frente a él fue tendido un muñeco de peluche. Un pequeño elefante rosa muy pálido, casi diría que decolorado, con sus cuatro patitas, ojos negros y una bandita en su trompa.
--Si yo no puedo ser tu amiga, quiero que Taro sea tu amigo.
Los ojos azules del niño se abrieron en respuesta, una sorpresa que lo dejó casi congelado, mirando el muñeco en sus brazos y luego a la niña, quien no insistió más en hablar con él. Tan solo le miró con una sonrisita suave antes de irse.
Él continuó mirando hacia donde ella se había ido, todavía aferrándose al peluche en sus manos, a quien volvió a mirar con confusión.
¿Qué había sido todo eso?
¿Cómo dijo que se llamaba el elefante? ¿Taro?
El niño lo sostuvo por las dos extremidades delanteras, examinando al peluche. Bueno, era un peluche adorable. Era muy suave, más de lo que se había imaginado. Y olía... Olía a limpio. Muy limpio. El detalle de que hubiera una bandita en su trompa le removió un poco el corazón, para su sorpresa y hasta miedo. ¿Cómo estaba sintiéndose así?
"Si yo no puedo ser tu amiga, quiero que Taro sea tu amigo."
¿Era culpa de la niña? ¿Era culpa de Taro? ¿Era culpa suya? ¿Realmente estaba buscando culpables porque se sentía diferente a otros días?
--Taro, ayúdame... - murmuró, mirando al elefante.
Casi quiso preguntarle cuáles eran las intenciones de la niña. No la conocía de nada, ni siquiera la había visto antes y dudaba que ella hubiera escuchado cosas agradables de él como para querer acercarse así. ¿Qué tramaba con exactitud? Le inquietaba.
--¿Y eso? - preguntó su madre.
En su opinión, la pregunta había sido hecha ya muy tarde, pues lo vio salir con el muñeco desde que fue a recogerlo a la escuela. Ahora mismo lo estaba arropando y quizás se percató del pequeño elefante porque su hijo no dejaba de mirarlo.
--¿Tiene algo tu muñeco?
--No es mío. - respondió en voz baja.
--Ah... ¿Vas a devolverlo entonces?
--...
Fue una pregunta más bien retórica y agradeció que así fuese, pues no sabría cómo haberle respondido a su madre, quien tan solo le dio un beso en la frente antes de irse de la habitación.
Y, aunque no respondió la pregunta, llevó el muñeco de elefante a la escuela. No hubiera querido, pero en verdad hoy esperaba que la niña volviera a aparecerse. Ahí estaba, en el mismo lugar de siempre, con sus pies sin tocar el suelo, sentado junto al árbol.
Ella llegó después de un rato. De nuevo, se asomó para verificar que él estuviera ahí y su rostro brilló con más emoción que el día anterior. Su sonrisa se veía tan dulce y suave...
--He atrapado seres mágicos para ti. - anunció.
De nuevo, no supo qué cara puso, pero la risita de ella al verlo casi lo hizo querer cubrirse el rostro de la vergüenza que sintió.
--Tranquilo, no te harán nada. Mira.
Entonces le mostraba ese frasco con agujeros en la tapa, donde habían guardadas un par de mariposas con dibujos similares a ojos en sus alas. El niño, aún con cierta desconfianza pero sintiendo curiosidad, se acercó un poco más. La niña le permitió sostener el frasco.
Él contempló a ambos insectos, con sus alas coloridas en el interior pero que mostraban dibujos de ojos por fuera.
--¿No son bonitas? - comentó la niña.
Él le regresó el frasco casi de inmediato. Ella tan solo le miró con una sonrisa mientras giraba la tapa del frasco, lo ponía de lado y acercaba uno de sus dedos al borde. Casi de inmediato, ambas mariposas se posaron en ellos.
Resultaba casi irreal verla.
--¿Quieres una? - preguntó ella.
Antes de que pudiera responder, el dedo de la niña había tocado su frente y con él había dejado a una de las dos mariposas. Por un momento, no se movió. Pero la mariposa tampoco. Solo abría y cerraba sus alas lentamente.
La niña acercó su otra mano para retirarla.
--Perdón. No quise asustarte. No lo pensé... - se disculpó, dejando a la mariposa sobre el peluche del elefante.
Un breve silencio antes de que ella soltara una pregunta más:
--¿Taro y tú ya son amigos? - quiso saber.
--No lo sé. - confesó. --¿Y si no quiere ser mi amigo?
--Entonces debería darte otra oportunidad. - señaló ella, mientras dejaba a la mariposa que se mantenía cerca de ella en una de las hojas del árbol.
Así, se fue de nuevo, dejando al niño con dos mariposas, un peluche de elefante rosa y más dudas que nunca.
¿Taro realmente quería ser su amigo? ¿Por qué? ¿Por qué ella quería que él tuviera un amigo? Es más, ¿Por qué ella en específico? ¿Qué había hecho él para que una niña tan dulce como ella se le hubiera acercado?
Las dudas lo carcomían y, una vez más, no había sido capaz de preguntarle nada.
Debía hacerlo.
Al día siguiente, como era de esperarse, volvió. Ahora tan solo lo miraba, balanceándose ligeramente al alternar el peso de su cuerpo sobre las puntas de sus pies a sus talones. Se veía inquieta, sosteniendo algo tras su espalda. Tras un rato de solo mirarse de lejos, ella se terminó por acercar.
--Hice... Galletas.
El niño tan solo la miró.
--¿Te gustan las galletas?
Un parpadeo en respuesta. Tampoco le dijo mucho.
Los ojos de muñeca de la niña entonces desviaron un poco la mirada, como apenados. ¿Acababa de ofenderla? ¿La hizo enojarse? ¿La habría entristecido? ¿Se iría?
Fuera como fuera, no podía quejarse. Ni se sentía en derecho de ello ni culparía a la niña si decidía irse. Él tampoco se esmeraría tanto en hablar con alguien que ni siquiera se empeña en decir una palabra.
--Mamá me dijo que animarían a un amigo que está triste. - confesó ella por fin.
De nuevo, una punzada extraña que lo removió, casi como si tuviera escalofríos. Pero no eran escalofríos. No era una sensación desagradable, tan solo extraña... Pero no era mala. No era incómoda. No le desagradaba en lo más mínimo. Al contrario.
Ahora sí fue capaz de mirar a la niña.
--¿Somos amigos?
--Solo si quieres... - aclaró ella. --No sé, creo que Taro...-
--¿Cómo te llamas? - interrumpió él.
La niña pareció sorprendida de escucharlo hablar en voz alta, especialmente tan interesado de repente. Pero no pudo evitar que su ya adorable y brillante sonrisa adornara su rostro.
--Akiko.
Las galletas eran sencillas, de mantequilla y cortadas en forma de estrellas. Y, aún así, las adoró. Todavía masticaba una cuando su madre llegó por él.
--¿Te regalaron galletas? - preguntó en un momento.
--Sí.
--Oh, también eso... Estás haciendo amigos, ¿verdad?
No podía ver el rostro de su madre en ese momento, pero en la voz repentinamente temblorosa de ella había una mezcla de emoción y felicidad que el niño no había escuchado hasta entonces. Y, cuando llegaron a casa, pudo verla con una sonrisita.
--¡Yo quiero uno así también! - le insistió su hermana Kirako a su madre, señalando el broche en la cabeza de su hermano.
Lo había olvidado.
Akiko le había regalado uno de sus broches, diciéndole que le quedaría bonito. Él no se opuso. Es más, eligió él el color. El amarillo era bonito y casi le recordaba al color de cabello de la niña.
--¿Esto te lo dio tu amigo? - preguntó su madre, curiosa.
--Mi amiga. - corrigió él.
--Ah, era una niña... ¿Cómo se llama?
--Akiko.
--¿Cómo es ella?
--Es como un hada.
--¿Qué?
--Sí... Su cabello está lleno de estas estrellas. - señaló el broche. --Estrellas de muchos colores. A-Además, las mariposas la adoran... Y hace galletas ricas.
El niño entonces miró a su madre y hermanas menores, que lo escuchaban con una atención increíble mientras hablaba.
Los ojos de su madre, enfocados en él, brillaban con ilusión.
--Ren... Eso es adorable.
Una auténtica felicidad con la que había contagiado a su madre e incluso a sus hermanas, quienes insistieron en querer conocer a la niña (especialmente Kirako, quien no dejaba de decir que sonaba a una princesa).
Pero, si era sincero, eso se lo había contagiado la niña.
Akiko, la niña más dulce que hubiera conocido jamás.
Su amiga que lo acompañaba siempre desde entonces.
Incluso a través de ese peluche de elefante rosa era fácil recordar su voz.
"No estás solo, Ren. Somos amigos."
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