9. Una fantasía, pero ¿Era tuya o mía?

Demi Lovato - 29 (0:16 - 0:56)

Tobías

Me toma más tiempo del que pensaba el reparar aquel vaso roto, ya que incluso aunque recuperé la mayor cantidad de piezas, no todas parecen encajar, y obviamente aprendí a reparar cosas menos frágiles y con pedazos más grandes, está sería la primera vez que lo intento con un vaso de vidrio que se ha roto en demasiados pedazos.

Sin embargo, finalmente consigo hacerlo. Al final, después de repasar un par de vídeos y de intentar recordar aquel curso que tomé hace años, el vaso está reparado. Porque incluso sí hay más plata —porque me pareció el elemento más apropiado y el cual encaja mejor con Minerva— en el vaso que vidrios en sí, el resultado final es perfecto.

La plata brilla en contraste con el vidrio del vaso, grietas que lo envuelven y parecen unir los vidrios con fuerza creando una ambivalente interesante: la fuerza en lo frágil. La fuerza de la plata y la fragilidad del vidrio.

—Igual a Minerva Black.

Sonrío al pensar en ella y dejo que el vaso repose el tiempo estimado antes de tomarlo con cuidado y colocar la plumería dentro, y dirigirme hacia el apartamento de Minerva.

Toco dos veces y espero. Tarda unos segundos en abrir la puerta y se sorprende un poco al verme.

—Tobías, hola. ¿Qué te trae por aquí?

Mira la hora en el reloj en su muñeca, y sé que es tarde, pero no quería esperar. Algo en la idea de dejar que ella siguiera pensando que está rota más allá de la reparación, no se sentía bien.

Además, no podía quitarme de la mente aquellos ojos tristes. Jamás he visto una mirada tan triste antes en mi vida.

Tiene unos ojos tan bonitos y es una pena que estén empañados por tanta tristeza.

—¿Sabías que los japoneses tienen la tradición de reparar los objetos rotos con oro o plata? Se llama Kintsukuroi —le digo con una media sonrisa—. Esta práctica celebra las cicatrices en lugar de ocultarlas.

Le muestro el vaso y los ojos de Minerva lo observan con atención, levanta una ceja e inclina un poco la cabeza.

—No, no lo sabía. Pero, ¿por qué me estás diciendo esto?

Habla en un tono bajo.

Eso es otra cosa que he notado sobre ella, que no eleva la voz, casi como si temiera lo que sucederá si lo hace.

—En la universidad tomé un curso sobre el arte de reparar cosas rotas —le explico—. Este es el vaso que rompiste hace unas noches en la terraza. Esa noche dijiste que no había nada en ti que valga la pena.

Hay una larga pausa dónde Minerva cruza sus brazos alrededor de su torso, dirigiendo sus ojos al vaso en mis manos.

—Si, sobre esa noche, quería disculparme contigo. No estuvo bien de mi parte...

—¿Llorar? ¿Colapsar después de todo lo que has pasado? Minerva, no tienes que disculparte por nada y mucho menos por como estabas esa noche.

¿Cuánto daño le han hecho a lo largo de su vida para que ella piense que debe disculparse por llorar y expresar como se siente?

—No tienes nada por lo que disculparte.

—Bueno.

No suena convencida.

—Como te decía, los japoneses piensan que algo se vuelve más hermoso y se hace más fuerte y es más valioso cuando se repara después de que se ha roto.

Extiendo el vaso hacia ella y Minerva lo toma con manos temblorosas y con mucha delicadeza, como si temiera dañarlo o volverlo a quebrar.

—Lo que esto nos enseña es que no es malo haber estado roto o estarlo, que el estar destrozado no nos hace débiles, de hecho, es todo lo contrario. Ojalá y nunca hubieras tenido que pasar por aquellas situaciones que te han hecho sentir de aquella manera, pero, Minerva, hay demasiadas cosas de ti que valen la pena y no deberías olvidar lo fuerte que eres a pesar de todo lo que te ha sucedido.

Cuando tenía doce años, mi padre murió en un accidente y mi madre se puso muy triste, entró en una terrible depresión y cuando alguien le decía que debía buscar ayuda ella les decía que no, porque ella estaba más allá de la ayuda, que estaba rota y que mi padre se había llevado las piezas que le faltaban.

Quería ayudarla, pero no sabía cómo. Mi madre solía ser una persona tan amorosa y alegre, y verla de esa manera, me dolió mucho.

Fue un poco después de mi cumpleaños número trece que ella se suicidó. A nadie le sorprendió, ni siquiera a mí, aun así, me dolió. Me culpé por años pensando que tal vez debí hacer más para ayudarla, pero, ¿qué más se suponía que podía hacer? Era solo un adolescente de doce años que acababa de perder a su padre y cuya vida también cambió por completo.

—El qué te hayan sucedido cosas malas o hayas tomado malas decisiones no evita que merezcas ser feliz, porque lo mereces. Mereces tantas cosas buenas.

En la universidad, una compañera tenía un panfleto sobre ese curso y en letras grandes se leía: La belleza de reparar cosas rotas. Y eso llamó mi atención.

Por un momento, aquel niño que había perdido a sus padres, pensó que si hubiera sabido reparar cosas rotas, hubiera podido reparar el corazón de su madre y no crecería solo.

—¿Qué sucede si estoy demasiado rota como para arreglarme?

—Nadie está tan roto como para no tener arreglo. Hay quienes deben esforzarse un poco más, eso es todo. Todavía estás aquí, todavía estás luchando y eso te hace tan valiente, Minerva. No menosprecies lo fuerte y valiente que eres por tener un mal día.

A mí me hubiera gustado tener a alguien conmigo cuando todo aquello sucedió y se lo que es sentir que no tienes nada.

Es un sentimiento devastador.

—Te lo dije esa noche y te repito ahora, estaré aquí para ti. No tienes que pasar por esto sola.

—Gracias.

Minerva se limita a mirar el vaso por un momento demasiado largo.

—No sé qué podría haber hecho para merecer un amigo como tú.

—Se que soy increíble, Minerva, pero vamos, tú eres aún mejor. Solo que te han sucedido cosas que te han hecho olvidarlo, pero estoy seguro que poco a poco vas a recordar quién eres.

Hay una solitaria lágrima rodando por la mejilla de Minerva y la atrapo con mi dedo.

—¿Que significa la plumería?

—Nuevos comienzos, pensé que sería algo apropiado.

Ella sonríe, es una sonrisa pequeña y se forma en sus labios para desaparecer casi un poco después, pero estuvo ahí y eso es algo.

—Lo es.

La veo dudar antes de inclinarse y dejar un beso en mi mejilla.

—Gracias —repite.

—No tienes nada que agradecer —le aseguro—. Buenas noches, Minerva.

—Buenas noches, Tobías.

*******

Minerva.

Con mi corazón latiendo tan rápido que puedo escuchar los latidos resonando con fuerza en mi oído, impidiendo que escuche algo más. Manos temblorosas y respiraciones agitadas. Me despierto enredada entre las sábanas y llevo una mano a mi pecho, dónde siento los acelerados latidos de mi corazón.

—Está bien. Estás bien —me empiezo a repetir.

Mi garganta arde como si hubiera estado gritando y me pregunto si tal vez lo hice mientras dormía.

Giro mi cabeza para ver el reloj en la mesita de noche.

5:53 am.

—Está bien. No es real.

Pero aquel sueño parecía real.

Demasiado real.

—Fue solo un sueño —me repito.

No funciona repetirme aquello, así que me levanto de la cama y me dirijo a la cocina para prepararme un té, pero me detengo en seco al ver el vaso que me dio Tobías, que ahora tiene agua hasta la mitad y con la flor de plumería.

Nuevos comienzos, dijo él.

Eso es justamente lo que necesito.

Mientras pongo la tetera sobre la estufa me siento observada y veo que el niño está parado con su cebra de peluche y pasando una mano por sus ojos.

—¿Qué haces despierto?

—Te escuché gritar —responde con voz soñolienta.

Así que si estaba gritando.

—Tuve un mal sueño —le explico.

Las cosas con respecto él, no se han vuelto más fáciles, pero lo estoy intentado. Muy duro. Intento no odiarlo por cosas de las que él no tiene la culpa, intento no reprocharle acciones que no son suyas. Intento y sigo intentando. Porque él es solo un niño y la vida tampoco ha sido justa con él.

Pero ese no es mi problema —grita una voz en mi cabeza— ¿Qué culpa tengo yo por lo que él ha tenido que vivir?

Fue un poco más "fácil" por así decirlo, porque no se siente de esa manera, cuando me di cuenta que al igual que yo, el niño tampoco tiene a nadie más que a mí, y de alguna manera, incluso sí no lo quiero, ese niño es todo lo que me queda.

—Hay algo de lo que quiero hablar contigo —le empiezo a decir—, es sobre tu papá.

—¿Qué pasa con él?

Le indico con el mentón que camine hacia su habitación y él duda un poco antes de hacer lo que le indico y yo lo sigo mientras ordeno mis ideas.

—Veras, él no ha venido aquí porque hace tres semanas sufrió un accidente y está en el hospital. Fue un accidente muy fuerte y quedó en coma.

—¿Qué significa eso?

Se acomoda en su cama, abrazando con fuerza aquella cebra y yo me siento en el filo de la cama.

—Es como estar dormido, solo que no sabes cuándo se va a despertar.

—¿Y si no se despierta nunca?

—Esa es una posibilidad.

—¿Tú quieres que se despierte?

Dudo antes de responder y pienso en las frases con las que finalizaban nuestras discusiones estos últimos meses:

No eres nadie sin mí.

Nadie más que yo podrá amarte.

Mírate, eres tan insignificante.

Lo siento, voy a cambiar. No quería decir eso.

Te amo, Minerva, solo que a veces es difícil amarte.

—No —finalmente respondo—, no quiero que se despierte.

—Bueno.

—Está bien si tú quieres que se despierte, si quieres que regrese. Está bien si lo extrañas, él es tu papá. Incluso estaba pensando en llevarte a verlo.

De verdad estoy intentado con todas mis fuerzas no odiar al niño.

—No quiero verlo si eso te pone triste.

Él también hace que sea tan difícil el odiarlo. Era más fácil antes, cuando no hablaba con él y solo lo escuchaba gritar y llorar, y pensaba que era un niño malcriado.

A veces todavía pienso que es un niño malcriado, pero también veo lo asustado que está y lo difícil que debe ser para él lidiar con esta situación que apenas y entiende.

—Llamaré al hospital para hablar con su doctor y preguntarle si puedes ir a verlo. Ahora duerme.

Me levanto de la cama y dejo la puerta junta, para que la luz del pasillo ilumine un poco su habitación. No sé si le tiene miedo a la oscuridad, tal vez, recuerdo que yo solía temerle cuando era pequeña.

Regreso a la cocina y me siento en la silla frente a la mesa, observando el vaso y la flor mientras bebo mi té y analizo mi vida.

Una vez que amanece, empiezo a alistarme para mí día, hoy tengo el turno de noche en la cafetería, por lo que me da tiempo de ir a realizar las compras de víveres que tenía pendientes.

Despierto al niño y le pido que se empiece a alistar mientras yo empiezo a hacer lo mismo.

—Mamá. Mamá. Mamá —grita el niño—. Ayuda. Mis pies no están funcionando.

Dejo el labial que estaba aplicando en mis labios y suelto un suspiro antes de ir a la habitación del niño.

Lo encuentro sentado y llorando en el piso.

—Mamá —dice entre lágrimas y sollozos—, no puedo caminar bien. Mis pies duelen y no funcionan. ¿Puedes por favor, arreglar mis pies?

Me inclino frente a él y tomo uno de sus pequeños pies para quitarle el zapato y hago lo mismo con el otro pie.

—No le pasa nada malo a tus pies —le explico—, solo te pusiste los zapatos en el pie equivocado.

Coloco los zapatos en el pie correcto bajo la atenta mirada del niño, el cual ha dejado de llorar, pero sigue haciendo pucheros.

No puedo evitar notar lo mucho que se parece a Joseph. La sonrisa, la nariz y las mismas expresiones que tiene el cuándo está enojado o feliz.

Y eso hace que todo esto sea aún más difícil.

—Ya está.

—¿Ya no van a doler mis pies?

—No.

—¿Y voy a poder caminar bien?

Suelto un suspiro antes de responder.

—Sí.

Tomo su mano y lo ayudo a ponerse de pie, lo veo dudar antes de saltar y al darse cuenta de que todo está bien, repite la acción con una sonrisa.

—Mamá, lo hiciste, arreglaste mis pies. Gracias mamá, te amo.

Sus brazos se envuelven con fuerza alrededor de mis piernas y no sé cómo reaccionar. Me quedo quieta esperando a que él se aleje. No es la primera vez que sucede o la primera vez que me dice que me ama, pero eso no lo vuelve más fácil.

Duele igual cada vez.

En esas situaciones recuerdo que él es solo un niño, lo cual es más sencillo de recordar en momentos como este.

—Termínate de alistar para podernos ir.

Paso una mano por mi cara y regreso a mi habitación. Tratando de mantener bajo control todas las emociones que amenazan con desbordarse.

Una vez que tengo todo listo, llamo al niño para salir del apartamento e ir a realizar las compras. Lo cual nos toma más tiempo del que tenía previsto porque el niño quiere llevar cosas que se salen del presupuesto y sus insistencias agotan mi paciencia.

—¿Podemos llevar esto? Quiero esto. Mamá. Mira quiero esto.

No sé qué karma estaré pagando.

—No, no podemos llevar eso. Déjalo ahí.

—Pero quiero esto.

Sujeta con fuerza la caja de cereal y puedo imaginarme el berrinche que hará si se la quito.

Mi cabeza empieza a palpitar.

—Mira, no podemos llevar eso, pero si te portas bien podemos ir por un helado después de comprar.

—Bueno. ¿Y mi helado puede ser de chocolate?

—De lo que quieras, solo deja ese cereal ahí y vamos a pagar.

Cuando el niño se comporta de esa manera no puedo culpar a su madre por dejarlo, pero después de tener ese pensamiento me siento mal al respecto.

Pago las compras y las llevo al auto, tomándome mi tiempo para conducir hasta el apartamento para guardar las cosas que hemos comprado. Una vez que todo está guardado, tengo un debate interno entre mandarle o no un mensaje a Tobías.

Al final le mando el mensaje.

*******

Nos acomodamos en un banco frente a los juegos infantiles para poder observar al niño a quien le doy algunas advertencias antes de dejar que vaya a jugar.

Una gota de helado se resbala por mi muñeca y levanto el brazo para limpiarla con mis labios. Tobías se ríe cuando ve lo que estoy haciendo.

—¿Qué crees que diría tu familia si te ve ahora? —me dice.

Me estremezco un poco ante la idea.

—Con palabras, casi nada, pero con sus miradas me dirían de todo. Es un poder que tiene mi familia.

—No me imagino como debió ser crecer en ese lugar, no espera, si puedo. Me veo lleno de traumas en un hermoso convertible revisando a qué país me voy a ir de viaje.

—Con traumas, pero con dinero para la terapia.

Aunque nadie en mi familia va a terapia, la idea de ventilar de esa manera nuestros problemas no se siente bien. Mucho menos la idea de ser así de vulnerables frente a alguien.

—¿Te gustaba vivir en esa casa o te imaginabas viviendo en otro lugar?

—Me gustaba.

—¿Pero?

—Cuando era niña vi en un libro una hermosa casa con un columpio de madera. Le pedí a mi papá que construya uno en el jardín y me dijo que no, así que cuando fui a la universidad, lejos de mi familia, buscaba parques con columpios y me sentaba ahí, en algún columpio en la madrugada a balancearme con los ojos cerrados imaginando que estaba viviendo la vida que quería. Que era amada y feliz.

Dejé de hacerlo cuando conocí a Joseph. No porque quisiera, solo que dijo que era algo infantil de mi parte buscar columpios, corriendo detrás de recuerdos y momentos que no existen.

¿Por qué sigues buscando columpios? —me preguntó una noche— ¿Qué sentido tiene anhelar algo que jamás has tenido?

Él no entendía que yo no anhelaba en si el columpio, lo que anhelaba era una familia.

—¿Sueñas con una casa y un columpio de madera?

Sonrío, no en si por la pregunta, sino por la genuina curiosidad de Tobías.

—Solía soñar con tener una familia y vivir en una casa con un columpio de madera. Aunque ahora sí me conformaría solo con un columpio de madera.

Al menos quisiera eso.

—Prometo construir un columpio de madera en mi casa para que puedas balancearte todo el tiempo que quieras.

—¿Harías eso por mí?

Giro mi rostro hacia el suyo, encontrándome con su cálida mirada. Una pequeña sonrisa se dibuja en mis labios.

—Por supuesto —responde—, para eso están los amigos.

Mi sonrisa se hace aún más amplia.

—Entonces, ahora que somos amigos, ¿si yo salto tú saltas?

Finge estar horrorizado por mi pregunta.

—Tampoco somos tan amigos, ni siquiera sé tú color favorito.

—Mi color favorito es el blanco. Simple y llano.

—El mío es el café,

—Ahora que ya sabemos el color favorito del otro, ¿saltarías si yo salto?

Niega con la cabeza.

—Al menos espera hasta que cumplamos un año de amigos para pedirme saltar de un edificio por ti.

Compartimos una risa y no agregamos nada más.

Veo al niño resbalarse y reírse cuando llega al piso. Suelto un suspiro que no pasa desapercibido para Tobías.

—Acaba de cumplir diecinueve años cuando lo conocí, él estaba cerca de cumplir los treinta. Había una gran diferencia de edad, pero en ese momento, realmente no le di importancia. ¿En qué me afectaban unos años de diferencia? Ya no era una niña, ¿cierto? Había cumplido mi mayoría de edad, tenía diecinueve, sabía lo que quería.

Oh, que equivocada estaba.

En ese momento no comprendía la importancia de las etapas de la vida, de cómo lo que yo estaba viviendo, él ya lo había vivido, que él tenía más experiencia que yo y en cómo podía utilizar eso a su favor.

—Decía todas las palabras correctas y tenía los gestos adecuados, el perfecto caballero, el príncipe azul que había estado esperando. Pero nada de eso era real, solo fue un papel que él eligió interpretar para engañarme y no fue difícil, estaba tan desesperada por atención y amor, que las migajas que me dio, fue suficiente para atraerme hacia la trampa que había diseñado para mí.

Estos días he estado analizando cómo sabía lo fácil que sería para él atraerme con algo de atención, los lujos y dinero no me hubieran impresionado, porque es algo que ya tenía. Por eso decidió darme lo que carecía.

—Pero él decía que me amaba y yo le creí, aunque ahora no lo sé y ya no importa porque desde un tiempo acá o tal vez desde siempre, las cosas se volvieron... Todo era tan tóxico y yo seguía ahí. ¿Por qué? ¿Por qué me quede ahí? Tal vez seguía sentada en el restaurante porque estaba en la mesa que daba a la calle y ahí podía ver todo lo que quería que fuéramos.

Pero no lo somos —me recuerdo—. Y nunca lo seremos.

—Él no me amaba. Todo lo que amaba, lo amaba sola —reconozco en un susurro—. Pero nos volvemos adictos a quienes nos hacen sentir bien, incluso sí es una farsa

Yo me volví adicta a él y a su atención, a la forma que me hacía sentir especial.

Me dejé seducir por una fantasía.

—No es culpa tuya que él haya resultado ser un imbécil, que no haya sabido amarte como mereces. La forma en que él actuó, lo que dijo e hizo, no es tu responsabilidad, eso habla de la clase de persona que es él, no tiene que ver con la maravillosa persona que tú eres.

—¿De verdad lo crees?

—Sí —responde—, y sé que es difícil de creerlo ahora, pero hay miles de millones de personas ahí afuera y el que no haya funcionado con ese imbécil, no quiere decir que no vaya a funcionar con alguien más. E incluso si no quieres estar con nadie, aún hay cientos de miles de cosas que podrías hacer para ser feliz. La vida está llena de posibilidades, Minerva, no te cierres a ellas.

Lo contemplo en silencio por varios segundos, que creo que se transforman en un minuto. Lo observo y sonrío.

—Eres otra cosa, Tobías Hyde —digo, en voz baja, casi como un susurro al viento—. ¿Cómo mantienes una perspectiva tan optimista?

—Si no lo hago, ¿quién lo hará por mí?

—No lo había pensado de esa manera.

Me devuelve la sonrisa.

—Deberías, te hace maravillas. Demasiada negatividad es difícil de sobrellevar.

Nos quedamos otro momento más en el parque, hasta que miro la hora y veo que debo ir al trabajo.

Me despido de Tobías y llevo al niño al auto, quien se queja un poco, pero no llora, ya que se emociona con la idea de ver a Sabrina.

—Hola, lamento llegar dos minutos tarde —le digo a Donovan.

Él se ríe y dice en son de broma que lo va a descontar de mi sueldo.

Acomodo al niño en la mesa de siempre y por suerte no pregunta por la ausencia de Sabrina, quien no trabaja está noche y busco el control del televisor para cambiar las noticias a un programa de música o algo más ligero.

—... Y, en últimas noticias, nos acaban de informar que el auto donde se movilizaba el empresario y magnate Hermes Black y su esposa, acaba de explotar producto de un posible atentado. Los informes preliminares dicen que no hay sobrevivientes. Estaremos atentos a más información.

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