8. Bailando con el diablo desde los diecinueve.
Taylor Swift - Would've, Could've, Should've (0:31 - 1:31)
Dejo el ensayo sobre su escritorio, sintiéndome algo cohibida por la forma en que sus ojos no han dejado de observarme desde que entré en su oficina. Recorriendo cada parte de mí y deteniéndose en mi rostro.
Creo que mi incomodidad viene porque no estoy acostumbrada a ser vista, suelo ser alguien que pasa desapercibida.
—Gracias por recibir mi trabajo —le digo y me aclaro la garganta—. Lamento haber llegado tarde, le prometo que no volverá a suceder.
No responde, me da una última mirada con ojos entrecerrados y toma el ensayo en su mano, pasa las hojas sin leerlo y lo vuelve a dejar sobre el escritorio, para tomar un resaltador y ahora sí revisarlo.
—Espere un momento mientras lo reviso —me dice.
No esperaba que lo revise ahora y mi ansiedad empieza a aumentar.
Muerdo mi labio e intento concentrarme en algo más para evitar empezar a hiperventilar, mis ojos se centran en los libros que hay en un pequeño librero a mi izquierda. Hay tomos interesantes de libros y uno en particular llama mi atención, casi sin darme cuenta, me levanto de la silla y me paro frente al librero, pasando mis dedos por el vidrio frente aquel libro.
Tan sumida estoy observando los libros, que no noto la presencia de mi profesor, hasta que está a centímetros de mí y su aroma me golpea con fuerza.
—¿Lo has leído? —me pregunta.
Parpadeo y tarareo una negativa.
—Quería, pero todavía no lo he conseguido —respondo.
Lo pedí en la biblioteca del campus y estoy esperando a que lo consigan, pero están tardando más de lo previsto.
Me sonríe y se mueve para abrir el librero, saca el libro y lo extiende en mi dirección.
—Oh, no, no es necesario.
—Está bien —me dice con voz suave y de forma amable—. Solo promete que lo cuidaras. Es uno de mis favoritos.
Me encuentro devolviéndole la sonrisa.
—Lo prometo.
Desde su accidente, me he estado preguntando si nuestra historia habría sido diferente si yo no me hubiera equivocado de aula, si hubiera estado a tiempo en la clase.
Pero conociéndolo, pienso que él encontraría la manera, porque como he dicho, él era un carroñero y yo carne fresca.
—¡Mamá! —grita el niño apenas y Sabrina abre la puerta de su apartamento. Corre hacia mí y se abraza a mis piernas con fuerza. Tenso la mandíbula y no bajo la mirada hacia él, manteniéndola fija en un punto inexistente frente a mí—. Pensé que te habías olvidado de mí.
Ojalá pudiera —quiero decirle—. Ojalá pudiera dejarte a un lado.
Pero no soy tan cruel como para hacer aquello.
—Gracias por cuidarlo —le digo a Sabrina.
Ella me sonríe y dice que no es nada.
—Es un niño adorable y muy inteligente. Nos divertimos mucho. ¿Verdad, Theo?
—¡Sí! Pintamos, vimos películas e hicimos un... ¿Cómo se llama eso?
—Un fuerte.
El niño permanece con un brazo alrededor de mis piernas como si temiera que yo desaparezca.
—Sí, eso, un fuerte. Fue divertido. ¿Mamá? ¿Podemos hacer un fuerte en la casa?
Sabrina me entrega la maleta del niño e intenta mantener una sonrisa en su cara, pero siento que mi expresión detona mi incomodidad, y tal vez se deba a qué estoy muy cansada como para fingir que estoy bien.
Fingir es una forma de mentir —me recuerda mi mente—. Y de todas formas nunca he sido una gran mentirosa.
Tomo las cosas del niño y le agradezco a Sabrina, ella se inclina para despedirse de él y le dice que lo va a extrañar y que espera que la visite en la cafetería o en su apartamento.
—Creo que tendré que seguir llevándolo a la cafetería, al menos por un tiempo —le digo—, aún no tengo donde dejarlo e incluso de tenerlo, no tengo el dinero suficiente como para pagar una guardería o a alguien para que lo cuide en el apartamento.
No puedo creer que estoy trabajando en algo que odio para tener que mantener al hijo bastardo de mi esposo.
Paso una mano por mi cara e intento mantener al margen esa clase de pensamientos al menos hasta llegar al apartamento.
—No te preocupes, Minerva, tal vez ahora todo parece ir mal, pero ya verás que pronto las cosas empezarán a mejorar.
¿De verdad? Lo dudo.
Está es la vida real, no una tonta comedia romántica o un cuento de hadas donde viene alguien y rescata a la protagonista. Aquí nos toca rescatarnos a nosotras mismas, porque si nos detenemos a esperar que alguien nos salve, solo estaremos perdiendo el tiempo.
Nadie vendrá a nuestro rescate. Y las cosas no van a mejorar de forma mágica. A veces las cosas van mal y siguen empeorando y todo es simplemente una mierda, y la vida en general apesta. No hay nada bueno que ver, ni esperanzas que conservar.
—Gracias, Sabrina. Lo tendré presente.
Me despido de ella y a regañadientes, tomo la mano del niño.
Pienso que tal vez deba hacer como Morgana y empezar a utilizar guantes para evitar tocar la piel de algunas personas.
—¿Dónde estabas? ¿Por qué me dejaste?
Lo acomodo en el asiento para niños en el auto y cierro la puerta, tomándome un largo momento antes de subirme al auto.
Enciendo la radio en un volumen muy bajo, solo para crear algo de ruido de fondo porque el silencio es ensordecedor y me está carcomiendo por dentro.
—¿Me dejaste porque soy malo? ¿Fue por qué te hice llorar?
Detengo el auto en el semáforo en rojo y tengo un pensamiento fugaz de querer ser impactada por un auto en ese mismo momento.
Incluso miro a ambos lados casi anhelando que suceda.
—¿Me vas a volver a dejar?
El corto trayendo hasta el edificio donde vivimos, se hace eterno.
—Prometo que me voy a portar bien, pero no me dejes.
En otras circunstancias podría encontrar cierta diversión en la ironía de la situación. En escuchar a ese niño pedirme que no lo deje casi de la misma manera que yo le pedía a Joseph que no se vaya.
¿Así de triste sonaba?
Realmente yo misma no me he querido nada. No me he sabido valorar y mucho menos apreciar ni un poco. Rogando por atención a alguien que disfrutaba de aquello, porque ahora lo veo con mayor claridad, Joseph disfrutaba ese control que tenía sobre mí, el saber que yo le rogaría y el escucharme rogar para que no me deje.
—Por favor, no me dejes —me pide el niño.
Estaciono el auto y me bajo, cerrando la puerta y queriendo dejar al niño ahí, pero no puedo, aún me queda algo de conciencia como para hacerlo.
Cuento hasta cien y abro la puerta de atrás para sacar al niño, que se aferra con fuerza a mi mano por todo el trayecto hasta que llegamos al apartamento y entramos.
Me quito el abrigo y lo cuelgo del gancho junto a la puerta, hago lo mismo con los zapatos y suelto el moño que sujeta mi cabello.
Es duro tener que regresar a esta realidad, a este pequeño y miserable apartamento después de haber estado en la casa de mi familia rozando un poco la vida que era mía, el mundo en el que crecí, aquel que tanto extraño. Un mundo donde si quería algo —material, nada de amor o cosas sentimentales—, solo debía pedirlo y a veces ni siquiera eso. Simplemente me lo daban.
—Tengo hambre.
—Sabrina dijo que te dio de comer.
—Sí, pero tengo hambre.
Veo que corre a buscar aquella cebra de peluche y la abraza con fuerza diciéndole que también la extrañó.
Recuerdo cuando compré ese peluche. Era mío. Mío. Y también me lo quitó.
Se supone que ese peluche debía ser para el hijo que íbamos a tener, para el hijo que pensé que tenía, pero no era así, solo había sido un falso positivo y aunque me duele, ahora pienso que es mejor que ese niño jamás haya existido, porque sería terrible traer a un niño a una vida como está.
—Tengo hambre —repite—. ¿Podemos comer?
Vuelvo a pasar una mano por mi cara y le digo qué si antes de dirigirme a la cocina y revisar que hay, no hay casi nada y me hago una nota mental para salir a comprar víveres.
Le preparo un sándwich y lo dejo sobre la mesa.
—Gracias.
Tarareo un reconocimiento porque si no lo hago, él seguirá agradeciendo pensando que no digo nada porque no lo he escuchado.
—¿Por qué no has preguntado por tu papá? No los has visto en mucho tiempo y no has preguntado por él. ¿No quieres saber dónde está?
No entiendo porque no pregunta por su padre, debe extrañarlo, ¿cierto? Después de todo, era su padre quien jugaba con él y le dedicaba tiempo. Desde que el niño se mudó aquí, fue Joseph quien lo atendió en todo, yo me negué incluso a mirarlo, y por eso empezaron los problemas.
Creo que fue con la llegada del niño, que la venda de mis ojos empezó poco a poco a soltarse hasta caer unos días antes que él presentara los papeles del divorcio.
—No quiero.
—¿Por qué? —insisto, ahora algo intrigada— ¿No lo extrañas?
—No. Él es malo. Te hace llorar, no me gusta que te ponga triste.
Eso me golpea con fuerza y me hace detenerme en seco.
No recuerdo que hayamos mantenido una discusión fuerte frente al niño, Joseph intentaba evitar hacerlo, aunque ahora que lo pienso, a veces él le gritaba. Perdía la paciencia porque su hijo no hacía caso y le gritaba, para después dejarlo solo. Algo que también solía hacer conmigo.
—¿Cuándo me viste llorar?
—En la noche.
Ya veo.
Asumo que se debió despertar en algún momento de la madrugada alguna noche desde que vino a vivir aquí y me debió ver en la sala, con el álbum de fotos abierto y llorando mientras miraba las fotografías que recopilaban los seis años que pasé junto a Joseph.
Solía detenerme mucho a mirar especialmente la foto de nuestra boda. Aquella triste ceremonia en el ayuntamiento donde ni siquiera me dejó utilizar un vestido nuevo y blanco porque dijo que no era necesario. Que todo lo que importaba es que nos amábamos.
—No quiero que estés triste. Quiero que seas feliz.
—Yo también quisiera, pero eso es difícil.
—¿Por qué?
Me limpio la lágrima que se ha resbalado por mi mejilla y me aclaro la garganta antes de hablar.
—La vida no es tan fácil como piensas.
—No entiendo.
Ni siquiera sé porque estoy pensando en una forma de explicarle la situación, tal vez estoy tan cansada como para luchar contra los sentimientos que me gritan que me aleje o puede que la soledad y la desilusión me hayan nublado el juicio.
Cualquier opción sería correcta.
—Había una vez una princesa que estaba siendo educada para ser la Reina de uno de los imperios más poderosos que existen, pero ella no quería reinar, solo quería ser feliz y como jamás había sentido felicidad o amor dentro de ese castillo, pensó que su felicidad estaba lejos de ahí. Así que tomó la decisión de irse, pero como todo lo que sabía sobre la vida era lo que había aprendido en el castillo, afuera de esos muros, estaba desprotegida y era una presa fácil para los villanos que rondaban el reino.
» En su búsqueda de la felicidad conoció a un caballero o al menos ella creía que lo era. Aquel caballero la deslumbró con promesas de un mundo maravilloso y de una vida llena de amor y felicidad, tanto amor que podría llenar las carencias de su pasado. Pero para ser feliz con ese caballero, tuvo que dejar definitivamente a su familia y al reino, algo que su familia no tomó bien y le quitó todo. Le dieron la espalda, pero a ella no le importaba mucho porque pensó que todo lo que estaba sacrificando valdría la pena.
Me detengo un momento para tratar de tragar el nudo que se ha formado en mi garganta, paso una mano por mi cara para alejar algunos pensamientos y continuo con la historia.
—Pero el tiempo fue pasando y la armadura del caballero se fue oxidando, tanto así, que no le quedó más que quitársela y mostrar quien realmente era frente a la princesa, ¿y quién había ido él todo el tiempo? Solo un villano disfrazado de caballero, y la princesa, quien atrás había dejado todo recuerdo de ser parte de la realeza, de esa vida, ya no le quedaba nada. Ella no tenía nada más que dolor y fue así como poco a poco todo lo que una vez amó, se congeló dentro de su ahora frio corazón. Volviéndose alguien llena de amargura y rencor. Convirtiéndose, sin que ella quiera, en la nueva villana.
Y los villanos no consiguen su felices por siempre.
—Pero no es justo, ella solo quería ser feliz.
—La vida no es justa, niño.
Sí lo fuera, el niño que está sentado frente a mí, sería mío y no el recuerdo andante de la traición de mi esposo. El recordatorio de que él jamás me amó, ni siquiera un poco.
Él pasa sus dedos por mi espalda desnuda, recorriendo las vértebras con suaves caricias.
—Quiero tener hijos contigo —me dice.
Aquello me toma por sorpresa porque solo llevamos unos meses juntos.
—¿En serio? ¿Lo dices en serio?
—Sí. Quiero tener muchos hijos contigo. ¿Tú no quieres?
—Por supuesto que sí, siempre he querido mi propia familia.
Puedo imaginarme creando nuestras propias tradiciones, vacaciones y festividades. Puedo imaginar la casa llena de risas y alborotos por niños pequeños que escapan corriendo descalzos. Un perro, tal vez incluso un gato.
Sonrío.
—Si tenemos un niño quiero que se llame Theodoro, pero le diremos Theo. Me gusta el nombre, lo leí en un libro y me dije que así quiero que se llame mi primer hijo.
—Muy bien, querida mía, está decidido, nuestro primer hijo se llamará Theodoro.
¿Cómo pudo ponerle justamente ese nombre? ¿Y cómo aun así yo pensé que él me amaba?
Casi me río de la crueldad que hubo detrás de su elección de ponerle Theodoro al hijo que fue producto de su engaño hacia mí.
—¿Tú eres la princesa?
—Sí.
—¿Y mi papá es el caballero?
—Sí.
Ambos nos quedamos en silencio, pero puedo sentir los ojos del niño fijos en mí.
Y es demasiado, todo esto es demasiado.
Sin decirle nada salgo por la puerta para dirigirme hacia la terraza, corriendo hacia la baranda y colocando mis manos sobre ella, notando que vine con el vaso de agua casi vacío.
Dejo que mis ojos vayan hacia abajo, a la calle y la acera.
—¿Aun pensando en saltar?
Me sobresalto ante la voz de Tobías y el vaso se resbala de mis manos, cayendo al suelo.
Lo miro por encima de mi hombro, está recostado en el marco de la puerta, con sus brazos cruzados sobre su Jersey negro y su cabeza algo ladeada.
—¿Por qué estás aquí? —me atrevo a preguntar en voz alta, aunque no estoy segura de que estoy exactamente preguntando.
¿Por qué siempre estás cerca cuando estoy pensando en hacer una locura? ¿Por qué impides que salte? ¿Por qué estás aquí tan cerca que puedo sentir tu calidez?
A él no debería importarle si salto o no, ni siquiera me conoce, pero ya conoció a mi familia, lo único que pensé que me quedaba y ya debería saber que, si algo me pasa, ninguno de ellos va a llorar por mi y mucho menos extrañarme.
—Quería ver si estás bien —responde.
—No quiero tu lastima.
¿Para qué? No cambiará nada.
—No es lastima, Minerva —aclara, pero se da cuenta que no le creo—. Es solo que al conocer a tu familia pude notar que no eres como ellos. Eres diferente y no puedo imaginar lo solitario que debió ser para ti crecer rodeada de tantas personas y sentirte sola.
Se acerca a la baranda, pero no sé acerca a mí, igual a la otra noche.
—¿Qué me delató? —pregunto— ¿Mis traumas o mis miedos constantes? Ya sé, fue la forma en que me trataron como menos que nada y me quedé ahí para aceptarlo. Pero, ¿por qué no lo haría? Si dejé que mi esposo me trate como basura por años, ¿qué importa si mi familia me trata igual? A estas alturas de mi vida realmente ya no me importa.
Levanto una ceja, cruzando mis brazos sobre mi pecho en una pose defensiva.
—Hablas de ello con tanta naturalidad —murmura más para él que para mí.
No lo miro, observo la ciudad detrás de él.
—Tuve toda una vida para acostumbrarme. No me trates o actúes como si yo fuera la única persona en el mundo que tiene problemas familiares.
—Minerva, el que no seas la única que haya pasado por eso, no minimiza tu dolor o significa que aquello que viviste sea correcto.
—La vida no es perfecta y las personas podemos acostumbrarnos casi a cualquier cosa.
¿Cuántas veces me he dicho lo mismo en los últimos años?
—No deberías tener que acostumbrarte a eso.
—Pero lo hice.
Tampoco había más opciones.
—¿Los odias? ¿A tu familia? —pregunta y puedo ver por la forma en que reacciona que no pretendía hacer la pregunta en voz alta.
Podría decir que sí y él lo aceptaría, sería normal, las acciones de mi familia a lo largo de los años harían que cualquiera los odiara.
—No, no los odio. ¿Qué tan patética crees que soy por no odiarlos?
Mis dedos van hacia mi mejilla dónde mi padre me golpeó, pensando en que, si después de aquel golpe él hubiera estirado su mano para que yo la tomara, lo hubiera hecho. Aunque no debería, lo correcto para mí sería dejarlo ahí y ver caer su mano por el rechazo. Alejarme de él y de todo lo que hace aquella familia tan jodidamente tóxica.
Pero aquello chocaría con todo lo demás que anhelo, de buscar el afecto y aceptación. La desesperación de esperar una mirada de orgullo de su parte.
—Lamento aquello.
—No lo hagas. Simplemente no lo hagas —le digo.
Cierro los ojos y suspiro de forma entre cortada.
—Solo vete. ¿No es lo que todos hacen?
Espero los sonidos de sus pisadas al alejarse y el familiar chirrido de la puerta cuando se cierra, pero no llega.
Ese ruido no llega.
—Solo vete porque no hay nada aquí que valga la pena que alguien se quede. ¡¿No ves que no hay nada?! Soy un cascarón vacío. ¿Qué podría dar? ¿Qué podría ofrecer? Ya me lo han quitado todo. Yo misma dejé que eso suceda. ¿Por qué fui tan débil? Tan patética y desesperada en busca de amor. ¿Por qué? ¡¿Por qué?!
Mis rodillas flaquean y mis piernas parecen incapaces de seguirme sosteniendo, por lo que caigo con fuerza de rodillas hasta el suelo y colocó mis manos frente a mí para amortiguar la caída, soltando un fuerte sollozo y dejando caer mi cabeza.
—Fui ahí esperando regresar a la vida que tenía y, ¿sabes que conseguí? Nuevos enemigos. Así que no acepté el trato que me ofrecieron porque, si lo hacía, mis primos acabarían conmigo en menos de una hora. ¿Ves? Perdí mi última esperanza y me toca quedarme en esta vida que odio junto a un niño al que ni siquiera puedo mirar sin que me duela el alma a esperar y ver si mi esposo se despierta o no.
Esperando la llamada que me diga que ya ha muerto.
—Por favor, vete, de verdad estoy bien y no necesitas quedarte. No hay nada aquí por lo que valga la pena quedarse. Nada.
No se va y una parte de mí, se siente bien con la idea que se quede, porque en realidad no quiero estar sola.
En cambio, me toma completamente por sorpresa cuando unos brazos fuertes y cálidos me rodean y me acercan a su pecho. Dejando que mi cabeza descanse contra la curva de su cuello y pasa una mano de manera reconfortante por mi cabello y espalda.
Intento recordar alguna vez dónde alguien me consoló mientras lloraba y no puedo encontrar ni una sola vez. Ni siquiera algo que se le acerque.
Un sollozo se acumula en mi pecho ante la sensación.
—Estoy aquí, Minerva. Si quieres que me quede, si no quieres estar sola. Estaré aquí —murmura contra mi cabello de forma suave, pero firme, tan seguro de sus palabras como si fuera a cumplirlas hasta el final—. Estoy aquí para ti y no iré a ninguna parte a menos que me lo pidas.
Esas palabras rompen el dique y me terminan por romper a mí.
Un sollozo cargado de desesperación sale de lo más profundo de mi pecho y es solo el primero de muchos porque ahora que el dique se ha roto, no hay nada que detenga el dolor y todo lo que trae.
Empiezo a llorar. Lloro y sigo llorando, buscando algo de consuelo en mis lágrimas porque mi pasado y el peso de todo, amenazan con aplastarme.
—No quiero que te vayas —digo entre lágrimas—. Aunque tampoco puedo pedirte que te quedes. Soy un desastre. ¿Por qué querrías ser amiga de un desastre?
Tobías frota mi espalda de manera relajante y simplemente me abraza mientras me deja llorar.
—No me estás pidiendo que me quede, yo me ofrezco. Quiero quedarme.
—¿Por qué?
—Todos necesitamos un amigo en el cual sostenernos cuando las cosas se ponen difíciles, y aunque no te conozco, estoy seguro que podrás afrontar todo esto sola, incluso sí ahora no lo crees, incluso sí te sientes derrotada. Lo sé, porque cualquier otra persona ya se hubiera rendido hace mucho y tú aún no te rindes. Aún estás aquí. Sigues luchando. Eso es admirable.
No respondo nada porque no sé qué responder.
Tampoco tengo idea de cuánto tiempo nos quedamos así; Tobías dejando desmoronarme en sus brazos mientras murmura palabras de consuelo. Hasta que finalmente las lágrimas disminuyen poco a poco, dejándome agotada.
—No creo ser fuerte. Ya no. Ya ni siquiera sé que significa esa palabra.
La tristeza con la que digo aquello, es casi palpable en el aire.
Tobías coloca con suavidad un dedo debajo de mi barbilla y gira mi cabeza para mirarme.
—Significa que todavía estás viva —me dice con firmeza—. Significa que has tenido días difíciles, pero aún estás aquí. Luchando. Y el solo hecho de seguir intentándolo, habla de lo fuerte que eres.
Limpia con cuidado las lágrimas de mis mejillas y me dedica una sonrisa.
—Y si los días se ponen difíciles como ahora, puedes utilizar mi hombro para llorar.
—¿De verdad?
—Sí, para eso están los amigos.
Le devuelvo la sonrisa.
—No he tenido un amigo antes.
—Bueno, yo tampoco he tenido una amiga como tú antes.
Levanto una ceja.
—¿Cómo yo?
—Sí, millonaria.
Una risa se escapa de mis labios y en ese momento noto que no es la primera vez que Tobías me hace reír en mis momentos difíciles.
Y la vieja Minerva podría estar bien con esto, pero la actual Minerva no.
Porque conozco el juego: Das algo y recibes algo a cambio. Entonces, ¿qué es lo que Tobías espera recibir?
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top