1. Hay un lado de ti que nunca conocí.

Adele - Set fire to the rain (0:17 - 1:17)

Un Black no llora.

Un Black no súplica.

Un Black no se arrepiente.

Un Black no muestra debilidad.

Un Black no ama... A nadie. Jamás.

Esas son las reglas que rigen a mi familia. Según ellos, son simples de cumplir y tal vez si yo las hubiera seguido como todos los demás, no estaría aquí, en esta posición con mi corazón destrozado y sin saber que hacer.

Sin nadie a quien llamar. Sin ningún hombro en el cual llorar. Estoy sola.

Pero yo jamás pude seguir esas "simples" reglas y aquí estoy, mirando los papeles de divorcio que él acaba de dejar sobre la mesa y pasando mis dedos por la simple banda de matrimonio que adorna mi dedo anular.

Veo que los labios de Joseph, mi esposo, se mueven, pero no escucho nada salir de ellos, en todo lo que puedo pensar es en lo que acaba de decir.

—¿Crees que diste más en este matrimonio que yo? ¿Qué solo tú luchaste por esto? —las preguntas salen en un tono rasposo.

Lo veo pasarse la mano por la cara y deja caer esa misma mano con fuerza sobre la mesa, haciéndome sobresaltar.

—Fue así, sé que lo quieres ver de otra manera porque naciste en esa familia, pero las cosas no son como tú quieres. Son como son, Minerva y la realidad es que no hiciste lo suficiente.

¿Qué más quería él que haga? Lo di todo y más. Ya no me quedaba nada por dar y, aun así, escarbé en busca de algo, con tal de que nuestro matrimonio no sea un fracaso.

—¡Hice todo por ti! Dejé a mi familia, mi vida, todo y, ¿así me pagas? ¡¿Cómo te atreves? ¿Cómo? Te lo di todo. Todo.

Se levanta de forma brusca de la silla y está cae hacia atrás, su cara se ha vuelto roja y puedo ver cómo se tensan las venas en su cuello mientras el intenta mantener la compostura.

—Yo no te pedí que hagas nada de eso. Lo hiciste porque querías.

—¡Lo hice porque te amaba! Y pensaba que tú también me amabas a mí.

Ya hemos mantenido está conversación antes. Muchas veces. Él me amenaza con irse y yo le suplico que no se vaya, no importa lo que haga o el daño que me cause, le pedía que no me deje. ¿Por qué? Era todo lo que tenía y sigue siendo todo lo que tengo Cómo le dije, lo dejé todo por él y mi familia se encargó de quitarme todo si lo elegía.

—Lo perdí todo por ti y lo que más me duele, es que también me perdí a mí.

Yo era una persona adulta y una profesional, pero hizo falta poca presión por parte de mi familia para romper el frágil control que yo tenía sobre mi vida, porque mi trabajo, mis finanzas y cualquier otra sensación de estabilidad: todo estaba unido al apellido Black.

Y casarme con alguien que ellos no aprobaban puso en la mira mis errores, errores que arruinaron mi vida.

—¿Por mí? Si yo no te pedí que me elijas a mi antes que a tu familia. Quienes, si lo piensas, son los culpables de todo, ellos y tú, porque sabías las consecuencias si me elegias. Nada de esto es mi culpa.

Nunca nada es culpa suya, ni siquiera cuando se equivoca.

—Si tu familia no fuera tan vengativa estaríamos bien.

No conforme con quitarme todo, mi abuelo se encargó de que yo no consiga trabajo, que no pueda tener nada para que tenga que regresar hacia ellos.

Vendrás corriendo hacia mí y te arrodillaras por mi perdón —me dijo antes de echarme de la mansión familiar.

Antes de ir a contarles a mi familia, había pensado en retirar dinero de mi cuenta antes que mis padres o abuelos pudieran sospechar cuáles eran mis intenciones. Pero sabía que en el momento en que le pidiera a mi asistente que cierre la cuenta, el gerente financiero llamaría a mi abuelo, quien es el supervisor principal.

Sabía que no podía luchar contra ellos. Era dinero familiar, ya sea que lo haya heredado o lo haya ganado en Black and Company. Aun así, eso no evitaba que sea menos de lo que era: una atroz violación a mi privacidad.

—Todos los demás están de acuerdo conmigo, lo mejor para nosotros es separarnos. Ya no puedo seguir luchando por este matrimonio, por esta relación porque todo esto no nos lleva a ningún lado. Nada de lo que yo haga, será suficiente para ti.

—¿De qué mierda estás hablando?

Ya hemos hecho esto antes —pienso y mi boca se siente amarga por las emociones pesadas que me invaden—. Damos vueltas en los mismos patrones tóxicos y ya se cómo vamos a terminar.

Cierro los ojos con fuerza, pensando en la primera vez que discutimos de esta manera. La primera vez que él me amenazó con irse.

—Por favor, no te vayas. Por favor, no me dejes. Por favor. Mira lo siento. De verdad.

Ni siquiera sé porque me estoy disculpando, pero las palabras salen a borbotones de mis labios por la desesperación de que él se vaya.

No quiero que me deje sola.

No quiero estar sola.

—Joseph, por favor. No me dejes. Eres todo lo que tengo. No me queda nada más.

Estaba tan necesitada de amor, que aceptaba las migajas que él me daba. Esperando y esperando a que haga por mí, al menos una parte de lo que yo hacía por él.

Quería que me amara al menos la mitad de lo que yo lo amaba a él.

—No actúes como si no lo supieras. Siempre ahí, con tu aire de superioridad. Te crees mejor que todos los demás y actúas como si lo fueras.

—No me creo mejor que los demás. No es mi culpa que tú y todos los que te rodean tengan complejo de inferioridad.

Esa es otra discusión habitual entre nosotros, el tema del dinero y la diferencia de clases sociales. No desperdicia una oportunidad para recordarme como él tuvo que trabajar duro por conseguir todo, por la forma en que se pagó sus estudios y en lo injusto que es el que no consiga un mejor trabajo, mientras que yo lo tuve siempre todo fácil.

De todas formas, nada de eso es tuyo —me solía decir con burla—. Es de tu familia.

Me hacía sentir mal por los privilegios que tuve gracias al dinero de mi familia, como si yo no hubiera merecido nada de lo que me dieron. Haciéndome sentir inferior a él en cada ocasión que se presentaba.

—Y si este matrimonio acabó, es por tu culpa, Minerva. No debiste arrastrar hasta aquí, todos tus traumas familiares e infantiles. No estás bien emocionalmente y yo intenté ayudarte, pero tú no te dejas.

—Eso no es cierto.

—¿Ves? Te cuesta reconocer tus errores y ya no sé qué más hacer para ayudarte. Es cansado para mí tener que lidiar contigo si no haces nada por cambiar. Eres una persona muy difícil de amar.

Retrocedo un paso y luego otro.

—No se puede hablar contigo, de todo haces un gran problema, pero si me dices que vas a intentar cambiar, creo que podríamos intentarlo. Solo si prometes realmente poner de tu parte.

Sí, ya hemos hecho esto antes.

La misma vieja y jodida historia.

Después me va amenazar con que se va a ir y que yo nunca más lo voy a volver a ver y que una vez que él se vaya, me voy a dar cuenta del error que cometí al dejarlo ir porque no hay nadie más que él, que me vaya a querer o a soportar.

Eres una persona difícil de amar —me dice casi todo el tiempo—. Hay veces donde no me siento amado por ti porque eres tan fría.

—¿No vas a decir nada? Bien, contigo no se puede. Porque si no puedes ver todo lo que he hecho por ti, cuánto te amo y lo mucho que te soporto, no puedo seguir aquí, Minerva. Luchando por este matrimonio cuando tú no haces nada, es que si yo hubiera sabido que así es como serían las cosas, jamás me hubiera acercado a ti.

Hubo tres etapas en nuestra relación: la primera fue su conquista. La segunda fue la forma en que yo lo idealicé y la tercera, pero no menos importante, la caída en la realidad y toxicidad.

Lo conocí cuando tenía diecinueve años en mi clase de economía. Él era mi profesor y desde ahí, debí saber que las cosas no saldrían bien. Pero no vi las señales de alerta o preste atención a las banderas rojas, porque estaba tan sola y necesitada de afecto, que, ante la mínima muestra de atención de su parte, caí a sus pies.

Eres tan diferente a todas las demás mujeres que he conocido —me dijo la primera vez que estuvimos solos en su oficina en el campus—. Realmente es agradable estar y hablar contigo.

Me decía todo aquello que sabía que yo quería y necesitaba escuchar.

Es casi como si hubiera analizado y buscado la persona más rota de ese campus para lanzarse hacia ella y, ¿quién era esa persona? Yo. Porque con el tiempo, Joseph descubrió cuáles eran las partes de mí, que no estaba acostumbrada a que validen y él empezó hacerlo. Fue de esa manera como me enredó para que yo caiga en su red.

Nunca he sentido algo así con nadie —me decía cuando recién empezamos a salir—. Eres especial. Tan, pero tan especial.

Fue ahí cuando lo empecé a idealizar y a crear una fuerte conexión hacia él. No con él. Ahí recae la diferencia.

—¿A dónde crees que vas?

Lo tomo del brazo y él me suelta con fuerza la mano, haciéndome tambalear hacia atrás.

—Minerva, ya no tiene sentido seguir haciéndonos daño. Me voy. Es lo mejor, está relación ya no funciona. Firma los malditos papeles y terminemos con esto.

Él ya ha firmado los papeles y ambos sabemos, que, en el fondo, está esperando a que yo le ruegue como lo he hecho antes. Pidiéndole que no me deje, pero, no esta vez.

También estoy cansada de este juego retorcido que hemos estado jugando. De la forma en la que me trata y como invalida mis emociones y sentimientos. Minimizando todo lo que él no considera correcto y diciéndome que exagero cuando expreso algo que considero mal.

—Sí, firmaré los papeles, también quiero que esto termine, pero no hasta que me pidas perdón.

—¿Qué?

—Lo que escuchaste. Pídeme perdón.

Se ríe de forma burlona y se acerca a mí.

—¿Y por qué cosas debería disculparme? ¿Por no querer soportarte más? No me puedes culpar por eso. Tampoco me puedes culpar por cansarme de esta jodida mierda tóxica a la que llamamos matrimonio.

No retrocedo y le sostengo la mirada.

—Pídeme perdón por cada noche que me quedé esperando por ti. Por cada regalo que te di y no valoraste. Por todas las lágrimas y dolor que me causaste. Pero, sobre todo, pídeme perdón por engañarme y hacerme sentir culpable de dicho engaño. ¡Me merezco al menos eso de tu jodida parte! Merezco que me pidas perdón por todo el daño que me hiciste.

—¿De qué estás hablando? Las cosas no fueron de esa manera. Estás cambiando todo para quedar como la víctima. Ese es el problema contigo, siempre actúas como la jodida víctima y quieres culparme a mí por todo. No te debo ningún perdón.

—¡Por supuesto que sí!

No, no voy a dejar que esta vez él cambie la narrativa de lo que sucedió. Yo estaba ahí, se lo que pasó y sentí. No voy a dejar que me manipule haciéndome creer que las cosas no sucedieron como pienso.

¿De qué estás hablando? Yo no dije eso. Te lo estás inventando —es una frase muy común de su parte después de una discusión.

—Bien, si eso hace que terminemos con eso. Perdóname, Minerva. ¿Feliz? Ya conseguiste lo que querías, como siempre.

—Ni siquiera te arrepientes. ¿Verdad? Todo el daño que me hiciste y no te importa.

—¿Cómo podría arrepentirme de algo que no hice? ¿Disculparme por cosas que solo pasaron en tu mente?

No. Eso realmente pasó. Todo. No me lo estoy inventado.

Me lastimó tantas veces de tantas maneras diferentes y siempre utiliza el mismo argumento de que yo me lo invento.

—Pero lo hiciste. Lo hiciste. Me lastimaste. Todo lo que viví fue real. Deja de actuar como si nada de eso sucedió. La prueba de tu infidelidad está ahí durmiendo en la habitación de invitados.

—No, no lo hice. Todo eso está en tu cabeza. Piénsalo bien, Minerva. ¿De verdad fui yo él que provocó todo o fuiste tú misma al idealizar las cosas? Porque yo no tengo la culpa de la forma idealizada que tenías de verme o la obligación de cumplir con tus expectativas. No puedes culparme por no ser como esperabas que fuera.

—Deja de hacer eso, deja de hacerme sentir que nada de lo que pasó es real. ¡Yo estaba ahí! Se lo que pasó, se lo que sentí. E Incluso si no fuera así, el fruto de tu infidelidad está ahí. ¿Cómo podría inventarme eso?

No podía decirle a mi familia que estaba con él, porque Joseph me dijo que harían que lo despidan, pero sabía que mi familia no haría eso, Joseph no era nada y no representaba ningún problema para ellos. ¿Por qué se molestarían en hacer que lo despidan?

Mantuvimos nuestra relación en secreto hasta que, en nuestro segundo aniversario, él dijo que quería que nos casemos y yo le dije que debíamos esperar. No sé lo tomó muy bien y terminamos por un tiempo, un tiempo muy largo, pero yo lo terminé buscando y pidiéndole perdón.

De todas formas, no nos casamos hasta hace dos años, cuando yo tenía veintitrés y él treinta y tres.

—Habíamos discutidos, ¿recuerdas por qué? ¡Tú no podías tener hijos!

—¡¿Entonces lo mejor para ti fue ir y embarazar a la primera mujer que se te puso en frente?!

Me contó sobre su infidelidad, un poco después que se enteró que iba a tener un niño. Me dijo que no podía pedirle que aborte a su hijo, sobre todo porque, por mi infertilidad, ese era el único hijo que tendría.

Me hizo sentir culpable.

Minerva, esto no estaría pasado si no hubiéramos discutido y te recuerdo que fuiste tú quien inició esa discusión y que eres tú la que no puede tener hijos —fue su forma de dar por finalizada esa conversación.

—No me voy a disculpar por mi hijo.

—No quiero que te disculpes por ese niño, quiero que te disculpes por el engaño.

Y hace seis meses, esa mujer apareció aquí, diciendo que ya no se quería hacerse cargo del niño. ¿Que hizo mi amado esposo sin preguntarme? Lo aceptó en este apartamento donde apenas entramos los dos.

Hemos estados discutiendo desde que eso sucedió y, ¿cuál fue nuestra última discusión? Una discusión muy fuerte porque yo no quería firmar aquellos papeles donde decían que, si a él le sucedía algo, el niño se quedaría conmigo.

¡No tengo a nadie más! Necesito que alguien firme eso. ¿Acaso no escuchaste al abogado? —me dijo molesto— Es solo parte de un proceso. No es para tanto.

—¡Me engañaste! Y jamás lo admitiste o hablamos de eso. Aceptaste a ese niño aquí sin preguntarme y te enojaste conmigo por no poderlo amar, por el odio que siento cada vez que lo veo.

Me dolía tanto ver a ese niño o simplemente pensar en él, recordando el porqué de su existencia. Porque yo quería una familia, hijos y todo eso. Y él fue, ignorando mi dolor y durmió con la primera mujer que se le puso en frente.

—Déjame en paz, Minerva. Yo también merezco tranquilidad y estar con alguien estable, que no actúe como loca exagerando las cosas y queriendo hacerme ver cómo el malo en todo.

Se aleja, toma su chaqueta del perchero y se dirige hacia la puerta.

—Cuando regrese, espero que ya hayas firmado esos papeles y tengas tus cosas listas para irte de mí apartamento. Te quiero fuera de aquí antes de que termine el día.

Sale del apartamento, azotando la puerta con fuerza.

Me quedo de pie mirando por dónde se acaba de ir. ¿Cómo se atreve? ¿Cómo?

—¡¿Después de todo lo que sacrifiqué por ti?!

Lanzo con fuerza la silla de madera que golpea contra la mesa de café y provoca que tanto está como la lámpara que estaba sobre ella, se caigan en un fuerte estruendo.

No me detengo. Sigo lanzando cosas en una forma de liberar la frustración que siento. De la impotencia y la desesperación de no saber que voy hacer. A dónde se supone que debo ir.

Sin amigos. Sin familia. Sin nada más que él o su círculo social.

—¡Lo perdí todo por ti! ¡Todo!

Caigo al suelo de rodillas llorando y golpeo el piso con mi mano una y otra vez hasta que duele, pero no es suficiente.

Lloro y grito, sin importarme nada más.

—¿Mamá?

Me congelo.

Mi pecho sube y baja de forma acelerada y cierro los ojos con fuerza.

Por favor, vete —suplico en mi mente—. Por favor, déjame sola.

Pero el niño no se va, se acerca más.

—¿Mamá?

Esa es otra cosa por la cual discutíamos, que, a las semanas de estar aquí, el niño de casi cuatro años, empezó a llamarme mamá.

Joseph dijo que estaba haciendo un drama innecesario, que él es solo un niño. Que lo deje. Y lo único que yo quería es que entienda cuánto me dolía que me llame de esa manera.

—¿Mamá estás bien?

—No me llames así —digo casi en un susurro—. Deja de llamarme mamá. No soy tu mamá. No soy tu nada.

Tal vez, si él niño no se pareciera tanto a él, podría olvidarlo y dejarlo pasar. Pero ese no es el caso, es su mini versión, incluso tiene las mismas pecas en sus mejillas y los rizos en su cabello castaño oscuro.

—¿Estás molesta? ¿Mamá?

—¡No soy tu mamá! ¿Acaso no lo ves? No soy ella.

Empieza a llorar, hace eso demasiado. Llora y pataleta por casi cualquier cosa. Sus llantos suelen desesperarme y me escapo a la azotea cuando duran demasiado que es casi todo el tiempo.

Dejo que llore y me levanto del piso para salir del apartamento y dirigirme a la azotea. Necesito aire. Un segundo más en ese lugar y creo que moriré de asfixia.

Suelto un largo suspiro mientras recuesto mi cuerpo contra la baranda, secando las lágrimas en mis mejillas y cierro los ojos antes de volver abrirlos y ver hacia abajo.

—No lo hagas —dice una voz detrás de mí.

Me sobresalto y giro mi cabeza hacia el hombre que está parado cerca de la puerta.

¿Quién es?

—¿De qué está usted hablando? —le pregunto.

El hombre camina hacia la baranda, pero no se acerca a mí o hace el intento de acercarse y mira hacia abajo, de la misma manera que yo lo hice antes.

—Estabas pensando: si me caigo, todo esto terminará y el dolor finalmente desaparecerá.

—No, no estaba... No pensaba eso.

Incluso para mis oídos, las palabras suenan vacías y carentes de convencimiento.

—Además, no es asunto suyo. ¿Qué me va a decir? ¿Qué si salto usted salta conmigo así que no lo haga?

Ser ríe y mueve la cabeza en señal de negación.

—¿Saltar por usted? Si la acabo de conocer, creo que va usted muy rápido. ¿No deberíamos tener primero una cita antes de pensar en saltar del séptimo piso por el otro? O esperar al menos hasta la tercera cita para sugerir esas ideas.

—Así que me dejaría saltar —comento, decidiendo ignorar su sarcasmo.

Vuelve a mirar hacia abajo.

—Yo no soy Jack y usted no es Rose, así que es usted es libre de hacer lo que quiera, pero, ¿no acaba de decir que no estaba pensando saltar?

—No, no lo iba hacer.

—Sería fácil creerle, pero, cualquiera podría escuchar sus pensamientos a una milla de distancia.

Suelto un bufido.

—Las personas no pueden escuchar los pensamientos de otros, eso no es posible.

—Tiene razón, lo que si podemos es ver el dolor en otros y escuchar las fuertes discusiones que tiene en su apartamento. Y sé que no es asunto mío, pero, usted no se está inventando nada de lo sucedido.

Mis mejillas arden por la vergüenza de que un extraño sepa los problemas que tengo.

—¿Quién es usted?

Él se ríe.

—Su vecino. Vivo al frente de su apartamento, he vivido ahí desde antes que usted llegara e incluso me la topé ayer en el ascensor, la saludé y me devolvió el saludo. Incluso estaba aquí parado cuando subió ahora. No es usted muy observadora. ¿Verdad?

—Tengo cosas más importantes que hacer. Sin ofender.

—Fue un poco ofensivo, pero lo dejare pasar.

Hace un gesto con su mano para restarle importancia a la situación.

—Soy Tobías Hyde.

Miro la mano que él ha levantado en mi dirección antes de estrecharla de forma rápida.

—Minerva Black.

Me sobresalto ante el sonido del teléfono en el bolsillo trasero de mi pantalón y arrugo mi frente cuando no reconozco el número.

—¿Con la señora Minerva Black? —me pregunta de forma casi monótona la voz de una mujer.

—Sí, ella habla. ¿Quién es usted?

—Hablo del hospital general de Boston, para comunicarle que su esposo sufrió un accidente.

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