Capítulo 2:

Con la excusa de ir al baile de los Grendich por el decimonoveno cumpleaños de Charles y aprovechando que el quinto día de esa semana era el Día del Mercado, Silvia me arrastró puesto por puesto a comprar. El Día del Mercado era el día en el que mercaderes de todo el reino venían a la capital a montar sus puestos. Incluso llegaba gente de otros reinos. La plaza estaba abarrotada y los precios bajaban considerablemente. Estuvimos mirando telas y vestidos durante horas. Ella desde luego se compró unos cuantos, a pesar de que le insistí que en unas semanas empezaría a dejar de entrar. Ella le restó importancia con un gesto de la mano mientras me guiaba a un puesto de dulces. Siempre había sido muy glotona, a pesar de lo delgadita que estaba, pero desde que me había dicho que estaba embarazada no se cortaba un pelo en hincharse a todo aquello que se le antojara. Regresamos horas después a casa, sin que me hubiera comprado ningún vestido. No es que no me hubiera gustado ninguno pero realmente ya tenía un montón y nada había llamado mi atención.
‒         ¿Te quedas a comer? – le pregunté a Silvia cuando llegamos.
‒         Le toca cocinar a tu hermano así que solo por fastidiar mejor como en casa.
Me reí mientras la daba un abrazo de despedida. Cuando entré, me topé con una escena de lo más escalofriante. Tras el incidente en casa de Casandra, no había vuelto a tener problemas hasta ahora. Había conseguido convencerme de que solo había sido mi imaginación pero si se trataba de eso, me la estaba volviendo a jugar. Patricia estaba congelada mientras colocaba los platos sobre la mesa, Jeremy salía de la cocina con una bandeja llena de comida y Sebastian bajaba las escaleras con madre en brazos.
‒         No puede ser, no puede ser... – murmuré mientras me frotaba los ojos.
‒         Vanessa, ¿estás bien? – oí que me preguntaba Sebastian.
Levanté la vista y le vi al pie de la escalera mientras me miraba preocupado.
‒         Sí, solo ha sido un mareo.
Volvió la vista a madre que ahora estaba sentada en su silla de ruedas y esta miró a Patricia. ¿Acaso había algo de lo que yo no fuera partícipe?
‒         Bueno, llegáis justo a tiempo. La comida está lista – añadió Jeremy dejando la bandeja sobre la mesa del comedor.
‒         ¿No has comprado nada? – me preguntó mi madre.
‒         No.
‒         Tengo un vestido que tal vez te podría gustar – me ofreció con una débil sonrisa.
Cuando terminamos la comida, Sebastian volvió a subir a madre en brazos y yo les acompañé hasta la habitación. Había un vestido negro sobre la cama.
‒         Supuse que no te comprarías nada y Patricia me ha ayudado a buscarlo – me explicó.
Lo cogí y lo estiré para verlo mejor. Era completamente de terciopelo negro con unos adornos dorados en la parte de la cintura y en el bajo. Aprovechando que Sebastian había salido de la habitación, cerré la puerta y me lo probé. Parecía hecho justo a mi medida y la tela se acomodaba perfectamente a mi figura. Puesto parecía incluso más suave y con cada movimiento los adornos dorados soltaban pequeños destellos. Me miré al espejo que había junto al armario y después miré a mi madre.
‒         Me encanta – dije dando una vuelta sobre mí misma.
‒         Pues es tuyo.
‒         Muchísimas gracias.
Me acerqué a ella y le di un abrazo que fue interrumpido cuando Patricia entró con la medicación de mi madre. Cuando era pequeña solo la tomaba por las noches pero en los últimos años había pasado a tomarla tres veces al día.
‒         Lamento interrumpir pero es hora de la medicación y después tienes que descansar – le dijo a mi madre mientras le entregaba el cuenco con hierbas.
‒         Muchas gracias de nuevo – dije mientras salía de la habitación.
No me di cuenta de que me había dejado mi vestido hasta que llegué a mi cuarto. Cuando volví a por él oí que Patricia y mi madre cuchicheaban.
‒         ¿Aumentar la dosis? ¿Estás segura? – preguntó Patricia.
¿Acaso mi madre había empeorado? ¿Aumentar la dosis de medicamentos no sería demasiado? Me pegué aún más a la puerta para intentar escuchar con mayor claridad.
‒         Sí. Aún no está lista.
¿Qué? ¿Si no hablaban de su medicamento de que dosis hablaban?
‒         No creo que él esté dispuesto. Ya sabes que los dos pensamos que deberías hablar con Vanessa.
Quedaba claro que hablaban de mí pero encima ahora había un 'él'. ¿Y si hablaban de mí a que dosis se referían?
‒         Convéncele. Sé que puedes.
‒         Jocelyn, habla con ella.
‒         Aún no.
‒         Jocelyn.
‒         Está bien. Se acabaron las dosis. Pero aún no puede saberlo.
‒         Martin y Sebastian lo saben.
‒         Es diferente... Ella...
‒         Lo sé. Cuanto antes se lo digas, antes podrá prepararse.
¿De qué hablaban? ¿Qué es lo que yo no sabía? ¿Y eso de que había estado tomando una dosis de algo? La idea de estar enferma sin saberlo no tenía ningún sentido pero ¿qué era entonces? Una respuesta invadió mi mente y cayó sobre mi como una enorme roca. Las alucinaciones. ¿Entonces realmente estaba enferma? ¿Veía cosas que no ocurrían? Miles de preguntas sin respuesta asaltaron mi mente. Me disponía a volver a mi cuarto, sin haber recuperado el vestido que había ido a buscar, cuando choqué con Sebastian.
‒         Tienes mala cara – me dijo.
‒         No me encuentro muy bien.
Iba a continuar mi camino cuando sus palabras me detuvieron.
‒         Tal vez si vienes esta noche te animes.
No pude evitar sonreír.
‒         ¿Esta noche?
Sebastian asintió con su media sonrisa.
‒         Cuenta conmigo.
Algo más animada volví a mi cuarto. Pasé la tarde leyendo, impaciente por que llegara la noche. En numerosas ocasiones Sebastian me invitaba a salir con sus amigos. No estaba bien visto que las mujeres salieran por la noche a la zona de bares pero desde que era pequeña me encantaba escaparme con mi hermano por las noches. Tras la cena, subí a mi cuarto y me cambié de ropa. Me puse unos pantalones marrones que en su momento habían sido de Martin pero que se le quedaron pequeños, una de las camisas blancas que me había dado Sebastian y una capa que me llegaba hasta las rodillas. Me puse también mis botas altas y saqué la llave que escondía dentro de uno de mis zapatos. Con ella abrí el baúl a los pies de mi cama y saqué una pequeña caja donde guardaba mi daga y una bolsa con monedas de cobre. Guardé la daga en mi bota y me colgué la bolsa de dinero en el lateral del pantalón.
Las monedas de cobre apenas tenían valor pero para comprar comida y bebida eran más que suficiente. Tenía otra bolsa en la que guardaba las monedas de plata. Unos pequeños ahorros que había ido acumulando desde pequeña. Tenía suficiente para si un día quería largarme irme a otro reino e instalarme. Cosa que jamás sucedería porque ningún vendedor querría negociar con una mujer y nadie me aceptaría en ningún trabajo. Aun así conservaba esos ahorros entre los que había dos monedas de oro y un kashiar, una moneda azulada que circulaba en el reino de Kashia y que tenía un valor realmente alto. Cien monedas de cobre eran una de plata pero cincuenta de plata eran una de oro. En el caso de los kashiar volvía a ser una diferencia de cien monedas, en este caso de oro.
Salí a hurtadillas de mi habitación y fui hasta la de Sebastian. Como cuando éramos pequeños, toqué la puerta dos veces y tras una breve pausa volví a llamar otras dos veces. Sebastian me abrió y me dejó pasar. Junto a la ventana de su cuarto había un gran árbol que utilizábamos para escaparnos por el jardín. Una vez en la calle no tardamos en llegar a la plaza donde esperaban los amigos de Sebastian. Marcus, Fredick y Logan.
‒         Vaya, vaya, pero si viene la señorita – me saludó Logan.
‒         Me ha dicho un pajarito que ya me echabas de menos – le contesté con un guiño.
‒         Venga, que no tenemos toda la noche – se quejó Fredick.
Fuimos hasta una de las calles donde se encontraban la mayoría de tabernas. Como siempre me había recogido el pelo en una trenza y ante las miradas de desaprobación caminaba con la cabeza bien alta. Llegamos a 'Las Tres Copas', nuestra taberna favorita. Una vez dentro nos sentamos en una de las mesas mientras Sebastian y Marcus iban a por las jarras de cerveza.
‒         Hacía tiempo que no te veíamos – me dijo Fredick.
‒         Estaba muy ocupa bebiendo té – respondí con sarcasmo.
Ambos se rieron.
‒         No sé cómo no te aburres – dijo Logan.
‒         Porque gracias a la diosa tengo una amiga estupenda. Imaginaros estar sentados bebiendo agua con olor a hierbas mientras un montón de señoras cotillean sobre a saber qué. No os lo recomiendo.
‒         A mi hermana le encanta ir – dijo Logan.
‒         Pues suerte que tiene porque si no te gustan, aguantarlas es un suplicio.
Marcus y Sebastian repartieron las cervezas y se unieron a la conversación.
‒         Pues no vayas – propuso Marcus.
‒         Ya he hundido suficiente mi vida social por hacer estas cosas como para no ir a las malditas horas del té.
‒         Por tu hundida vida social – gritó Sebastian subiendo la jarra.
Todos le seguimos y chocamos las jarras de las que cayeron gotas de cerveza. Odiaba haber nacido mujer. Todo el día con vestidos y peinados, protocolos y modales, té y lectura... Prefería mil veces ponerme a trabajar en cualquier cosa y tener las tardes libres para cazar y dar paseos. Incluso podría ser caballero como Martin. Podría luchar y entrenarme, salir con mis amigos a divertirme por la noches y beber cerveza hasta reventar. Por desgracia no había tenido esa suerte. Para la siguiente ronda nos levantamos Logan y yo.
‒         Cinco cervezas – pidió Logan.
‒         Eh, tú – me llamó un borracho de la barra.
Le fulminé con la mirada y decidí ignorarle.
‒         Tú, preciosa – volvió a llamarme –. Tengo unas moneditas de cobre que podría darte.
No era la primera vez que un hombre borracho se creía que era una prostituta, sin embargo, era el primero que me ofrecía monedas de cobre en vez de plata. Resultaba bastante más ofensivo.
‒         Si eso es lo que buscas vete a un burdel – le contesté mordaz.
‒         Pero si ya estás tú aquí – dijo mientras descaradamente me agarraba el culo.
Con un rápido movimiento, saqué mi daga de la bota y se la coloqué al cuello.
‒         Vete a la mierda, viejo.
Le escupí antes de que Logan me quitara de encima de aquel hombre.
‒         Tienes que controlar tu ira – se rio.
‒         A ti no te han ofrecido monedas por favores.
‒         No, pero tampoco puedes cortarle la garganta a un borracho por eso.
Noté como una mano tiraba de mi brazo y me topé de frente con el mismo hombre. No me lo pensé dos veces y le estampé mi puño en la nariz. Esta crujió y empezó a brotar la sangre.
‒         Esa si se la merecía – me dijo Logan.
‒         Que alguien le eche a la calle – gritó Fredick señalando al hombre que ahora estaba en el suelo.
El tabernero pasó junto a mí con una sonrisa y junto con otro hombre llevaron al borracho hasta la calle.
‒         Si no estáis vos para montar jaleo este sitio es de lo más aburrido – me dijo cuando volvía.
Volvimos a la mesa ante la atenta mirada del resto del grupo.
‒         Jamás me metería contigo – dijo Marcus.
‒         Haces bien amigo – le contestó Sebastian dándole un par de palmadas en el hombro.
‒         Propongo jugar a la diana – dijo Fredick.
‒         Entonces iré a pedir las perlas – dije poniéndome en pie.
El juego de la diana era un simple juego de lanzar cuchillos, quien no diera a la diana pagaba la última ronda. Las perlas eran unas bolitas blancas que al echarlas en la cerveza hacían que el alcohol hiciera mayor efecto. Volví a la barra y compré cinco perlas. Al volver a la mesa contamos hasta tres antes de dejar caer las bolitas y una vez la cerveza dejó de burbujear por el efecto, nos la bebimos de un trago. Nos pusimos en pie y fuimos a la casa de Frederick. En la parte de atrás de la casa había colocadas dos dianas. Se acercó a coger los cuchillos que había clavados y nos dio uno a cada uno.
‒         Las damas primero – me dijo Logan.
Le saqué la lengua antes de colocarme frente a una de las dianas y lanzar. Justo en el centro. Hice varias reverencias mientras todos me aplaudían. Uno tras otro fueron lanzando y dando en distintos puntos de la diana más o menos centrados. A medida que íbamos haciendo más rondas, las dianas parecían moverse y entre risas comenzábamos a tener más problemas para apuntar. Jamás había perdido a este juego y esta no sería la primera vez. Y así fue. Finalmente Marcus lanzó un cuchillo que pasó rozando la diana pero que se clavó en la hierba. Todos nos reímos y gritamos de la alegría por no tener que pagar. Logan me abrazó y cuando nos separamos nos quedamos mirándonos. Hacía cosa de un año, un día como este, Logan me acompañó a casa y me confesó sus sentimientos hacia mí. En parte había dejado de salir tanto con ellos porque esos sentimientos no eran correspondidos y no quería hacerle sentir mal. Especialmente después de que me besara. Aquello había estado fuera de lugar pero yo no me había enfadado por ello. Por lo general una mujer solo besaba al hombre con el que se iba a casar, aunque en el caso de los hombres no era así. Para evitar que sucediera de nuevo me aparté lentamente e intenté ignorar como su mirada me seguía. La última ronda siempre la hacíamos en la taberna más cara 'La Estatua Esmeralda'. Allí las cervezas en vez de cinco monedas de cobre costaban veinte. Sí, es verdad que estaban realmente ricas pero era una diferencia que no muchos pagaban. No tardamos mucho en llegar o tal vez el alcohol y las risas hicieron que el tiempo volara. Cuando entramos, Marcus fue a pedir las cervezas y como perdedor del juego pagó por todas ellas. Realmente echaba de menos estas noches y aunque nunca me había permitido salir tantos días como Sebastian, no eran pocas las veces que había vuelto a casa de madrugada, del brazo de mi hermano y caminando un poco en eses. La parte más divertida era trepar el muro y subir al árbol para volver a entrar aunque debido a las horas debíamos contener la risa y evitar despertar a Patricia. Aún recordaba el día que Sebastian se resbaló al entrar y Patricia apareció con una sartén y varios rulos descolocados. Aquella noche Martin también estaba con nosotros y ninguno de los tres pudo contener la risa. ¡Aún teorizábamos sobre si Patricia dormía con una sartén bajo la almohada! Esta vez no hicimos ningún ruido y en lugar de volver a mi cuarto me quedé hablando con Sebastian.
‒         A Logan aún le gustas – me dijo.
Me abracé las rodillas y apoyé mi cabeza contra la de Sebastian.
‒         Lo suponía.
El silencio invadió su habitación por lo que decidí romperlo con una pregunta.
‒         ¿A ti te gusta alguien?
Sebastian se rio pero no contestó. Me incorporé para mirarle y vi que se había sonrojado. ¡Imposible! ¿Sebastian sonrojándose por una chica?
‒         ¿Quién? – pregunté emocionada.
Me tapó la boca con una mano y con la otra me indicó que bajara el volumen.
‒         ¿Quién? – pregunté esta vez en un susurro.
‒         Se llama Selena, la conocí por el trabajo.
En un principio me chocó que dijera el nombre de la princesa de Helmont pero realmente había muchas chicas a las que habían puesto ese nombre en su honor.
‒         ¿Y cómo es?
‒         Es preciosa y muy callada, pero su risa es increíble.
Al ver a mi hermano hablar de una forma tan seria no pude evitar sonreír. Sebastian que siempre adulaba a las mujeres en la calle, gastaba bromas a sus amigos y hacía perder la paciencia a Patricia con sus comentarios, ese Sebastian hablaba con total serenidad y madurez sobre un interés amoroso. Cuando me miró y vio mi expresión me dio un suave empujón.
‒         No sé para qué te cuento nada.
‒         Pero si no he dicho nada – me quejé con fingida molestia.
‒         Eres una bruja – me contestó mientras se abalanzaba a hacerme cosquillas.
Comencé a suplicar y reír, e intente taparme la boca para evitar despertar a Patricia. Cuando Sebastian paró, tome aire como si fuera la última vez que iba a respirar. Vi como sonreía antes de tumbarse por completo en la cama.
‒         Gracias por invitarme hoy – le dije recostándome junto a él.
‒         Es un placer, hermanita – dijo antes de soplarme suavemente en la frente.
Era un gesto que habíamos adoptado de pequeños cuando nos obligaban a reconciliarnos con un beso y nosotros no queríamos. Era algo muy nuestro.

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