XXII: Por favor, mátame
Mientras las armas aún no se habían desenfundado en la sala de reuniones, Mesh en el patio de la mansión de los Héroes sí que desenfundó las suyas y disparó cinco veces directo contra el cuerpo de aquel muchacho delgado que se había acercado a él pidiéndole que lo matara.
No lo hizo porque su objetivo fuera cumplir los deseos del desconocido, sino sencillamente porque los sucesos acontecían a una velocidad tan vertiginosa que no quería perder más tiempo. Aquel se había presentado como una amenaza ante Mesh y tal cosa era más que suficiente a sus ojos.
El rugido atronador de los disparos seguía retumbando en medio del amplio patio cuando se percató de que algo raro sucedía. Las balas sencillamente no le habían dado.
Parado de pie tan campante como al principio, su enemigo permanecía allí inmóvil.
Hasta donde Mesh era capaz de entender, una vez disparadas era como si se hubieran esfumado en esos cinco o seis metros que lo separaban del joven delgado.
—Eso no va a funcionar... fue una de las primeras cosas que intenté cuando recibí esta maldición —le informó D, como lamentándose. Mesh por su parte miró sus pistolas acercándoselas al rostro y les dió un rápido golpecito ladeando la cabeza como en busca de alguna imperfección. El olor a pólvora le hizo arrugar la nariz pero las alejó al constatar que no les pasaba nada y levantó los hombros restándole importancia.
Volvió a apuntar y disparó tres veces más con cada una de ellas.
Las explosiones en la boca del cañón se sucedieron una tras otra pero el efecto sonoro fue la única prueba de que hubieran sido disparadas, pues ni el cuerpo del muchacho ni su ropa parecieron haber sido tocadas por los disparos, a pesar de que Mesh apuntaba a la cabeza y el pecho.
—Tus armas no están dañadas —insitió el joven. —No pueden tocarme. Nada que vaya a lastimarme puede tocarme. Pero tu tienes poder. Me dijeron que tenías poder y que serías capaz de matarme. Te lo pido por favor —rogó mirándolo con sus ojos oscuros al tiempo que una mueca de tristeza se le formaba en los labios.
Mesh se guardó las pistolas con presteza y se agachó en el piso hasta tocar con sus manos firmes la hierba todavía húmeda por el rocío de la mañana.
En el interior de su mente resonaban voces, las voces del mundo Subterráneo, que hablaban de caos y en un torrente enloquecido.
Algo había sucedido allí, pero ya tendría tiempo de ocuparse de eso después.
De momento, lo principal era obtener su fuerza.
La fuerza de diez, veinte, cien, hombres y mujeres, niños y ancianos.
Mesh sintió como ese poder lo inundaba desde la cabeza a los pies. Era como sentirse repentinamente recuperado de todo cansancio y con energías suficiente como para arrastrar un tren con solo una de sus manos.
Agachado como estaba clavó sus pies en el piso como un corredor a punto de largar y apretó su puño capaz de partir acero hasta que las uñas se le clavaron en la palma, y entonces, cuando el suelo bajo sus pies comenzó a ceder por efecto de su propia fuerza, se lanzó directo contra su enemigo en una brutal embestida, veloz como una flecha pero mucho mas potente.
Su puño derecho en un golpe recto iba de lleno al corazón. Avanzó un metro y preparó el golpe para impactar llevándolo un poco hacia atrás y lanzándolo con precisión.
Pero entonces, frente a sus ojos, su brazo desapareció.
La sensación fue difícil de describir, como si de repente hubiera metido el brazo en una picadora de carne funcionando a tal potencia que no llegaba a sentir dolor cuando todo su brazo se había ya esfumado. Incluso pudo escuchar el sonido inconfundible pero efímero de su ropa, piel, huesos y músculos siendo partidas en pedacitos pequeños que no eran ni siquiera visibles.
Mesh clavó los pies en el piso antes de perder el resto de su cuerpo y como pudo dio un salto hacia atrás que lo alejó varios metros.
—Eso explica que pasó con las balas —murmuró a la distancia. Había perdido el brazo izquierdo desde el hombro prácticamente y un fino hilillo de sangre comenzaba a manar ahora. La sangre trazó su arco descendente pero se detuvo un poco debajo de la cadera. Comenzó a tomar forma, a endurecerse, primero las venas se formaron en torno a la sangre y en ese preciso instante aparecieron los huesos, músculos y tendones unos tras otros. En seguida la piel y finalmente, regresó la manga del abrigo que había sido borrada del mapa junto con su brazo.
Mesh abrió y cerró la mano unas tres veces.
—¿Que pasa? —preguntó D a la distancia —Creí que tu serias capaz de matarme. Se supone que tu eres poderoso. ¿Por qué no me asesinas? Detenme, por favor —dijo entre lamentos.
Ahora que lo tenía frente a él las promesas que él profesor le había hecho resonaban sin parar en su mente, mezclándose con sus propios anhelos y deseos. Los de una vida dedicada pura y exclusivamente a buscar su propia destrucción, su muerte.
D estaba cansado de vivir pero incapaz de herirse a si mismo había tenido que soportar el sufrimiento desde el trágico día en que sus habilidades se manifestaron por vez primera.
Ahora frente a sus ojos tenía la oportunidad de evitarse ese dolor, se que su cuerpo biológicamente se encontrara en equilibrio con su espíritu, uno marchito, muerto y enterrado años atrás.
Mesh, el guardián de la historia y los sueños, era el único con poder suficiente para hacer realidad eso que hasta el momento guiado su vida como un sombrío objetivo.
—Hoy tiene que ser el día de mi muerte —murmuró observando al suelo otra vez.
—Eso puede arreglarse —masculló Mesh y entonces estiró las manos con las palmas bien abiertas en dirección a D. —Estoy algo cansado de ustedes. Hagamos esto rápido. —sus manos comenzaron a brillar al tiempo que hablaba —Ven a mí. La historia te llama. Vuelve a pedir otra vez de tus servicios, oh, rey de la muerte y de la vida impura. Tu que fuiste inmortal. Te libero de tus cadenas eternas y te traigo a otro campo de batalla, a otra eterna cruzada. Enemigo de la vida, tirano y cruel como la época que te vio nacer, gobernar y morir. —. A medida que Mesh pronunciaba aquellas palabras, el brillo azulado de sus manos se iba difuminando por sus brazos, como una luz que todo lo devoraba. Llegaba a la altura del codo, los hombros, y entonces su cuerpo comenzó a cubrirse de aquella luminosa y repentina presencia.
Su voz, que sonaba gruesa y reverberaba con un cierto eco, como si dos voces juntas estuvieran hablando, no disminuyó en potencia o tono. —Ven a mi, terror de los Otomanos. Ven a mi empalador. Ven a mi, Vlad Tepes tercero. ¡El rey de todo te llama a ti, rey de los vampiros, y tú obedecerás! —gritó en el último momento y la luz se apartó de su cuerpo como si se hubiera sacudido de un manto de agua que le cayera desde la cabeza a los pies.
Allí quedó parado Mesh, sin embargo ya no lucía como él. Ahora que su cuerpo no brillaba en destellos azulados se dejó ver como el de un hombre un poco más bajo de altura, pero más ancho de hombros. Tenía una incipiente barba y remarcables bigotes negros como una sombra que le recorrían las mejillas extendiéndose hasta los extremos del rostro de nariz aguileña.
Su tapado y sus botas habían desaparecido y ahora llevaba un pesado peto con el pecho de rojo metálico, dividido en rectángulos unidos hasta la altura de la cintura y repartidos sobre sus hombros cubiertos ahora por metálicas hombreras igual de rojizas.
Llevaba una corta falda negruzca que dejaba un espacio de varios centímetros antes de tocar la rodilla. Allí las grebas de apariencia oscura también le cubrían donde antes había estado su pantalón.
Sobre los hombros ya no le caía una larga bufanda azulada, sino una capa negra que en ese momento arrastraba por el suelo.
A la altura de la cintura llevaba una serie de cinturones unidos con presteza y de uno de ellos colgaba una larga espada envainada.
Solo con ver la empuñadura podía notarse que era una obra fina, y que tenía además un uso considerable pues el agarre parecía incluso desgastado al tacto.
Más allá del arma, D no pudo evitar fijarse en aquellos ojos. Ojos grises como cenizas antiguas, como niebla espesa que no dejaba ver nada más allá. Tan cerrados eran esos dos puntos a los que ahora miraba que el joven no pudo evitar pensar en que tras ellos efectivamente no había nada. Ni un alma, espíritu o cualquier clase de rasgo humano.
Eran los ojos de alguien que estaba más allá. De alguien a quien el dolor o los sacrificios de algún terrible evento desconocido le convertían en algo ajeno a los sentires más propios de los hombres de estas épocas.
Para D fue como mirarse en un espejo y solo en ese instante las palabras que el profesor le había compartido resonaron en los mas profundo de su interior. "Este hombre será capaz de matarte... claro, el dirá que no es un hombre, pero eso ya tú lo descubrirás..."
D tragó saliva sin desviar la vista.
El cabello largo de Mesh era lo único que seguía luciendo parecido, aunque ahora estaba mucho más revuelto y era más espeso y abundante.
Todos estos elementos le daban una apariencia aún más salvaje que la del propio Mesh.
Si este ultimo aparentaba por momentos ser un tiburón blanco nadando indiferente, la apariencia del hombre en que ahora se había convertido era sencillamente un chacal negro y enorme a punto de saltar sobre su presa y desgarrarla para beber su sangre.
—Oh dulces placeres. La tortura comienza otra vez. —observando a su alrededor extendió unas manos delgadas como si pretendiera abarcarlo todo —Felicidades humano, tu seras mi cena. —dijo entonces Mesh con una voz que sonó doble, como si a la suya se sumara otra, afilada cual cuchillo.
La voz de aquel hombre al que había traído desde las profundidades del mundo Subterráneo, desde lo más hondo del mundo en que las historias y las pesadillas humanas se confundían en una.
Aquel que había sido el azote del imperio Otomano por el año 1400. Un hombre considerado un monstruo por muchos, un héroe por otro, y en aquellos rasgos estaba la distinción que lo hacía tan humano y ocultaba al mismo tiempo las causas de su brutalidad.
El sol que brillaba en lo alto y bañaba con su luz los jardines de la enorme mansión de los Héroes pareció palidecer tras dos nubarrones repentinos que lo ocultaron y así fue que un nuevo campo de batalla se abrió a los pies de aquel antiguo príncipe, pues aquel hombre en que ahora se había convertido, no era otro más que el infame Vlad Tepes III, el empalador.
—Ahora entiendo, puedo verlo con claridad —Vlad/Mesh se llevó el índice y el pulgar a la larga barba para acariciarla al tiempo que sus nuevos ojos de rasgos asiáticos se inundaban de un repentino color escarlata. Era como si la sangre manara sin control por sus pupilas hasta desaparecerlas. Sin embargo, su visión no disminuyó sino que aumentó.
Allí, frente a sus ojos estaba aquel hombre, D, y sobre sus hombros había algo más.
Algo que no era visible a los ojos humanos de Mesh, pero que los ojos del demonio si podían ver.
Se trataba de un Vestigio aunque muy particular, su cuerpo alargado se difuminaba por todas partes haciendo que verlo fuera como intentar captar la forma del viento embravecido o del aire frío por la mañana. Como tal era poco menos que una mera silueta de un metro de alto con brazos y piernas alargadas y lo que parecían ser dos pequeñas alas retorcidas sobre los hombros. Su rostro presentaba unos rasgos tan cambiantes como los del cuerpo, por lo que por momentos parecía ser un reptil y por momentos un mamífero.
Dos oscuros ojillos sin pupila se enmarcaban en esa retorcida máscara multiforme y las manos con las que se apoyaba sobre los hombros del joven estaban repletas de garras. Vlad/Mesh contó por lo menos doce de esas afiladas y grisáceas armas potenciales.
En cualquier forma al mirarlas también pareció que se difuminaran hasta perder consistencia.
Vlad/Mesh se llevó una mano a la boca de largos colmillos y le dió un sonoro mordisco.
La sangre comenzó a manar rápidamente al tiempo que retiraba los colmillos y entonces él guerrero dejo que escurriera hasta el piso.
El goteo hizo que pesadas gotas de una sangre espesa y ennegrecida cayeran hasta formar unos tres pequeños charcos. Mesh murmuró algo con los labios apenas separados, más como si estuviera silbando que como si estuviera hablando y entonces la sangre dejó de agolparse en el verde suelo como cabría esperar y que como repentinas serpientes se escurrió trazando un rápido camino sibilante en dirección al joven.
La hierba bajo su paso sencillamente se marchitaba y moría y hasta la tierra se horadaba formando surcos como si más bien fuera ácido vertido en vez de sangre.
Su dirección era inequívoca, D se había convertido en el objetivo.
Cuando faltaba un metro para que lo tocara, el Vestigio que pendía sobre sus hombros dio un salto hacia adelante como un enorme felino al ataque y entonces su cuerpo se fundió con el viento y se hizo ahora sí mucho menos visible, era casi como una ráfaga grisácea y veloz, que se adelantó hasta toparse con el camino de sangre y una vez allí a la velocidad de un viento huracanado formó una especie de barrera, como una pared de aire veloz, que al ser atravesada por la sangre reaccionaba y la cortaba en pedazos tan pequeños que era sencillamente imposible distinguirla con la vista incluso para los ojos de Vlad.
—Parece que no soy el único monstruo del lugar —dijo Vlad/Mesh con tono serio. —Veamos que tan buena protección es esa que tienes contigo, muchacho —escupió y saltó hacia adelante movido como impulsado por fuerzas sobrehumanas.
La mitad superior de su cuerpo se ennegreció y en un segundo decenas de murciélagos chillones volaban por todas partes agitando sus pequeñas alas y surcando el cielo en dirección a D. La mitad inferior del cuerpo de Vlad/Mesh se deformó en otra mancha oscura y sin que las piernas dejaran de correr comenzaron a acercarse al piso hasta que de repente ya no había dos piernas sino cuatro patas peludas y una cola ennegrecida que avanzaban como un relámpago.
Un enorme lobo negro, de ojos rojos, era lo que había quedado y correteaba con intención de embestir.
El ataque era total y por todos los flancos. Los murciélagos llovieron desde arriba y desde los costados agitando sus alas tan únicas y emitiendo chillidos que dejaban ver sus pequeños pero fuertes dientes. El lobo impactaría por delante a toda carrera esquivando aquella barrera de viento en que se había convertido el Vestigio.
O ese era el plan al menos.
El Vestigio grisáceo se sacudió y lo que antes era una barrera ahora bien parecía se una especie de cúpula de viento que cubría todo alrededor de un metro del joven, como si de una burbuja protectora se tratase.
Los murciélagos con sus dientes afilados ya listos chocaron contra ella y explotaron en manchones de sangre que rápidamente también desapareció ante la implacable velocidad de las cuchillas de aire que todo lo cortaba.
El lobo tuvo mejor suerte pues logró quedar dentro de la cúpula saltando en el preciso instante en que el Vestigio se contorsionaba para darle forma, e incluso había dado un mordisco hacia el cuello del joven con sus grandes mandíbulas abiertas de par en par pero no llegó a sentir la suave carne y la ardiente sangre en su hocico pues el viento volvió a tomar otra forma y decenas de afilados pinchos grisáceos le atravesaron el negro pelaje en pleno salto y comenzaron a cortar su cuerpo hasta desaparecerlo con rapidez.
La cúpula de aire era impenetrable por fuera y parecía tener también defensas por dentro.
Lo que quedaba del lobo estalló igualmente pero en decenas de ratas negras y chillonas que cayeron sobre D con sus dientecitos agitándose a la par que sus largas colas, dispuestas a morder en cuanto tocaran el cuerpo del muchacho que permanecía inmóvil en el centro de la cúpula de viento como si ser devorado vivo por ratas fuera un destino deseado.
A pesar de que habían por lo menos un veintena de ratas gordas, el viento, sin deshacer la cúpula, volvió a tomar forma de espinas que descendieron desde la parte superior y con una precisión casi perfecta atravesó el cuerpo de cada una de aquellas ratas y las desapareció con la misma eficacia de antes. La puntería fue tal que D no sufrió si quiera un solo rasguño.
Antes de morir de las pequeñas bocas de los animalitos surgieron como regurgitados un par de arañas negras pequeñas y de insectos alargados cubiertos de muchas patas peludas a los costados. Se lanzaron sobre D como una lluvia repentina de pinzas y ojos rojos pero ninguno llegó a tocar siquiera su cuerpo a pesar de encontrarse tan cerca pues el viento grisáceo del que parecía estar hecho el Vestigio volvió a fluctuar y lo que antes era una cúpula se comenzó a comprimir a toda velocidad hasta formar un pequeño traje alrededor del cuerpo del joven D.
Al pasar las veloces cuchillas de viento destruyeron cada célula y cada átomo de los insectos hasta que no quedó de ellos ni el más pequeño rastro y por un momento solo D, con la mirada tan triste como antes, estuvo en medio de ese suelo donde la barrera de viento había arrancado cada hierba y cada planta dejando solo un manchón de tierra de un metros a la redonda.
Sin señales de Mesh el campo de batalla se vió sumido en un total silencio.
D bajó la mirada al suelo como tantas veces antes. Aquel simple gesto le causó todavía un mayor impacto que el hecho de seguir con vida. Era el gesto de la derrota que tan bien conocía. Una pérdida que iba más allá de cualquier posible pérdida, pues se trataba de la certeza de haber ganado y con ello, sellar su destino a una vida que despreciaba.
Sus ojos se abnegaron en lágrimas y tal vez fuera por el tamaño de su esperanza, ahora rota, pero los recuerdos fluyeron como ese viento maldito que le "protegía" y llegó a su mente el momento en que lo descubrió por vez primera.
Era solo un niño en ese entonces.
Se encontraba luchando con el cinturón de seguridad del que no podía safarse y al mismo tiempo que lo hacía intentaba alcanzar su tortuga de juguete que se había caído bajo el asiento del copiloto en que su madre viajaba inmersa en una silenciosa contemplación del paisaje rural del interior Argentino.
El padre algo tarareaba, alguna melodía o canción quizá inventada, pues le gustaba cantar cosas que surgían sólo de su mente.
En la radio se escuchaba otra suerte de canción. En ese momento amenizaba el ambiente un solo de guitarra que D (quien aun no tenia ese nombre) jamás llegaría a reconocer pero tampoco a olvidar.
En noches tortuosas de recuerdos, es decir, en casi cada noche después de aquel día, la guitarra era interrumpida por el estridente y brutal acoplamiento de la frenada.
Una que llegaba demasiado tarde.
Aquel día D, su madre, y el conductor del vehículo que no era otro que su padre, salieron despedidos del auto en direcciones muy distintas.
La madre hacia arriba, el padre que no solía manejar con el cinturón puesto directo contra la ventana a su lado y el pequeño D que se lo había quitado por solo un momento, pasaría como una exhalación por entre medio de los cuerpos de quienes segundos antes habían sido sus padres y ahora no eran más que los cadáveres ensangrentados y quebrados de estos.
"Muertos en el acto" dirían los médicos que habían asistido en el lugar.
Y D los escucharía. Desde entonces escucharía mucho más de lo que hablaría.
Él, el hijo de los dos "muertos en el acto". Él que había estado en el accidente y que por algún designio que los hombres y mujeres que se presentaron esa tarde en el lugar entendieron como divino, había sobrevivido sin tan si quiera un rasguño a pesar de no llevar el cinturón de seguridad.
¿Cómo podía explicarse sin recurrir a la idea de un milagro? ¿De una fuerza mas poderosa que cuya intervención salvase la vida de aquel niño?
Y en verdad la había existido esta fuerza. Una que volvería a aparecer en la vida de aquel -ahora huérfano- mientras creciera.
Una que llegaría a ser para él mucho menos que un milagro, y mucho mas que una maldición.
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