Mientras tanto, en Magia Práktica... [III]
Tres días después
No había salido de su casa desde que la habían echado. Sobrevivió a base de galletas saladas medio húmedas, queso cremoso y el constante estrés que perforaba sus órganos. Se despertaba temprano para mandar su curriculum a casi cualquiera que tuviera un puesto disponible. Portales de empleo, LinkedIn, páginas de empresas de sectores similares a aquel en el que había estado trabajando... Agarró todas las oportunidades y creo tantas cartas de presentación y versiones de su CV como hicieron falta.
Para sorpresa de nadie, seguía sin respuesta.
Lo único que le llegaba a su cuenta de correo electrónico era spam de lo más corriente. Y de los mensajes que recibía, mejor ni hablar. Las compañeras con las que mejor se llevaba seguían en el mismo lugar en el que las había dejado, y solo le dedicaron una escueta despedida y unas pocas palabras de ánimo. Tuvo que preguntarles qué había pasado después de su salida y, según ellas, no habían despedido a nadie más... Lo cual, en parte, la ponía de peor humor.
¿Por qué justo ella? ¿Por qué justo ahora?
Revisó de nuevo su casilla para confirmar que no hubiera llegado ninguna oferta, favorable o penosa. La vara estaba bajísima ya y casi que aceptaría cualquier cosa con tal de ver una cifra mayor que cero en su cuenta bancaria. Es más, aceptaría promocionar lo que fuera en su blog, pero ni siquiera la nueva entrada que había publicado —con el mentado hechizo del experimento, vaya ironía— había generado la tracción que esperaba y necesitaba.
Como decía allá en la primera década de los 2000, cuando iba a la secundaria: estaba al horno. No tenía contactos que pudieran hacerle un favor, ni amigos que tuvieran esa clase de conexiones tampoco. Para empezar, no tenía muchos amigos que digamos y, de los que tenía, o se relacionaban con gente que no la querrían ni de asistente de sus asistentes o se dedicaban a profesiones de las que no sabía ni medio. Su hermana sí era el centro de un círculo más amplio, pero antes de pedirle un favor a ella prefería ir a vivir a un cuchitril de cartón. No es que le diera vergüenza —que sí, sí, eso también jugaba un papel en su decisión final—, es que su madre no la dejaría en paz por el resto que le quedaba de existencia. Se lo recordaría constantemente y le haría pagar ese favorcito con años de terapia... Terapia que, por supuesto, no podía costear.
—¿Y si me abro un OnlyFans? En una de esas, un par de fotos de pies me sacan de mi miseria, si la AFIP* me lo permite. —Soltó una risotada mientras se dirigía a la cocina.
A medio camino, el toque insistente en su puerta de entrada la detuvo. Ya que tocaran directamente, sin usar el timbre, la prevenía de que iba a ser uno de sus vecinos. ¿Qué hacía un vecino visitándola a las dos de la tarde de un día de semana? A saber uno. Estaba tentada de no atender y fingirse ausente, como para seguir revolcándose en su tristeza por el resto del día. Al final, decidió que prefería dejar de escuchar el golpeteo que se repetía cada vez más fuerte. Las aspirinas estaban caras y la farmacia le quedaba a quince cuadras.
—¡Ya va, ya va! —exclamó rodando los ojos. Arregló como pudo su pelo... Bueno, lo intentó, al menos. Se olisqueó las axilas por las dudas y abrió la puerta sin gastarse en fingir una pizca de buen humor. Las cosas estaban mal y no iba a ponerse la mascarita que usaba en el trabajo que ya ni tenía.
—Catalina, por fin... Solo vengo con un aviso corto. —Silvia, la mujer que le estaba alquilando esta maravilla de la arquitectura de los sesenta en la que vivía, tampoco tenía tiempo que gastar en trivialidades. Ni hola, ni cómo estás, ni nada. Directo al punto, como siempre—. Desde el mes que viene tengo que aumentarte el alquiler. Y las expensas también van a estar aumentando, aunque eso lo van a discutir en la siguiente reunión de consorcio.
Cata ya ni estaba escuchando para cuando explicó la última parte. Esto no podía ser real. No le podía estar pasando una desgracia atrás de otra. Nunca había tenido una suerte admirable, pero ¿este nivel de salada? Le habían echado encima una fábrica de sal y se quedaban cortos. A estas alturas, debía ser la envidia de los siete mares.
—¡Me aumentaste el alquiler hace cuatro meses! ¿Cómo que me lo aumentás de nuevo? Ni siquiera debe ser legal, Silvia, ¿de qué me estás hablando? —Tuvo que esforzarse para no ponerse a gritar tal cual lo haría una desquiciada. Se contuvo tanto como fue capaz, quizás con la esperanza de que su arrendadora le tuviera lástima y se arrepintiera de la barbaridad que le había dicho.
—Es lo que toca. Ya sabés que todo se fue al carajo y a mí no me estaría alcanzando para cubrir mis gastos.
—¡¿Qué gastos?! ¡Si lo estoy manteniendo yo al depto! Hay una mancha de humedad de la que me quejé hace semanas y ni me diste respuesta ni me dejaste hacer nada. Y encima me acabo de quedar sin laburo. Decime vos cómo carajos te pago.
—Ese no es mi problema, piba. Vos fijate.
Con eso simplemente se fue, sin darle derecho a réplica. Sin aflojar. Sin decirle a último momento que era todo una joda para Videomatch, aunque ese programa hubiera dejado de transmitirse hace años.
Catalina cerró la puerta y se dejó caer contra ella. Con su espalda apoyada sobre la madera, permitió que su cuerpo se desarmara hasta quedar en el suelo. Fue entonces que lloró de nuevo.
Lloró porque no le quedaba otra. Lloró porque estaba más sola que nunca. Lloró porque todo le estaba saliendo mal, porque parecía que las puertas y las ventanas se cerraban y el camino se hacía más estrecho. Estrecho, estrecho, estrecho hasta que la aprisionaba y la contenía con la fuerza suficiente para que pudiese respirar, pero no avanzar. ¿Acaso era este su fondo? ¿Sería que lo estaba tocando o todavía le quedaban kilómetros por descender?
Golpeó el suelo con bronca. Sintió el ardor en la palma de su mano, ese latigazo de dolor que permanece por unos segundos y se niega a partir. Golpeó otra vez, y otra, enfocándose en esa mordida de dentada y horrorosa realidad. Que el padecer físico la distrajera por un minuto del resto que la aquejaba. No bastaría ni solucionaría ni uno de sus problemas, pero en esos instantes era la herramienta —malsana y dañina, demás estaba decir— de la que disponía para liberar frustraciones.
—La puta madre... ¡La puta madre, loco! ¿Todo tiene que salirme para la mierda? —Se preguntó entre sollozos e hipidos de lo más patéticos. Sí, este tenía que ser su fondo porque no iba a soportar estar un escalón por debajo de lo que ya estaba.
Se quedó un rato sentada en el piso frío y de limpieza cuestionable. Qué importaba ya, si total su ropa estaba sucia y ella misma no estaba en el mejor de los estados. Respiró pausadamente. Contó hasta diez. Se paró con la mecanicidad de un autómata.
Paso.
Paso.
Paso.
Pausa.
Paso.
Paso.
Paso.
Pausa.
Silencio.
La casa estaba en una calma irritante. Era el vacío y la desesperanza la que se acumulaba en cada rincón. Eso y el miedo. Porque una vez que la maquinaria se había puesto a trabajar, no se detenía porque sí. Y había algo que siempre decía su abuela: las desgracias vienen de tres en tres.
Y habían empezado a llegarle de golpe después de...
Después de jugar a ser bruja.
Claro, su vida no era un lecho de rosas antes de haberse puesto a realizar el hechizo, pero mal que bien zafaba. Qué casualidad que justo, justo, todo se fuera al garete cuando probó una de sus invenciones. Sería que... No. No, era imposible. Realmente tenía que ser una casualidad. No podía ser que una estupidez así afectara su presente y porvenir. No podía ser, ¿verdad? Pero estaba esa chica a la que la coincidencia también la había encontrado...
Cata fue a buscar su celular y se puso a revisar sus últimas llamadas. Desbloqueó el número —¿cómo era que se llamaba? Era algo con "i", pero no era capaz de recordarlo— y se dispuso a llamarla. Si iba a venir un tercer drama, prefería tener un poquito más de conocimiento sobre lo que podría llegar a suceder. Por las dudas. No es como si creyera que tenía magia corriendo por sus venas ni nada. Y lo que le dijera esta chica seguramente sería una locura. Obvio. No había chances de que se anclara a la realidad. No, no. Pero por si acaso.
Llamó una vez sin éxito.
Otra con el mismo resultado.
A la tercera, se rindió y le dejó un mensaje en su casilla de correo. Era la única opción que tenía, aunque no pensaba que fuera a llamarla de regreso. No cuando ella no había sido ni servicial ni muy amable que digamos. Poco más y le había dicho que estaba loca, y ahora trataba de conseguir su ayuda... Se sentía una caradura, pero los tiempos desesperados requerían tomar medidas desesperadas.
Hola... Perdón por la molestia. Soy yo, sí. La del blog, me refiero... Cuando puedas, llamame. O te llamo yo de nuevo. Tengo algo que necesito hablar con vos. Creo... Creo que tenés razón. Creo que esas... cosas... funcionan.
*AFIP: Administración General de Ingresos Públicos.
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