8. Psicosis

La mandíbula desencajada de Diana hablaba por sí sola. Era entonces que se daba cuenta del error que había cometido. Era entonces que Isabella sucumbía ante el nerviosismo que se apoderaba de ella.

—Isabella, ¿qué hiciste? —Le preguntó, sin apartar su vista de la pantalla de cinco por cinco del portero eléctrico. La calidad de imagen era paupérrima, pero podía distinguirse que era Ezequiel quien aguardaba a ser bienvenido.

—Tengo que irme de acá. Tengo que irme ahora. Hay otra salida por el lado del estacionamiento, ¿no? Por favor, decime que hay otra salida que no sea la principal, porque si no... —En otra ocasión, una que no la colmara de espanto y en donde el peligro fuera inexistente, hubiera dicho que valdría tres hectáreas de verga. Camila le había pegado esa expresión después de uno de sus viajes y no se la había podido sacar de encima.

—Sí, hay una que da a la calle de atrás. —Diana se giró para quedar de frente a Isa y volvió a hablar, usando un tono muy poco propio de ella. Uno que no recordaba haberle oído en años—. Hay una parte de la historia que no me contaste, ¿cierto? Hay algo que no me dijiste. —Sus dichos no admitían dudas ni daban pie a que pudiera mentirle. Isa lo sabía.

—No hay tiempo para que te cuente eso. En otro momento, capaz, pero ahora realmente tengo que salir rajando. No sabemos cuándo Ezequiel vaya a encontrar una forma de entrar, pero la va a encontrar. No me va a dejar en paz hasta conseguirlo —habló mientras iba a buscar su celular, yendo de un lado para el otro en un borrón marcado por el ritmo de la intranquilidad y la aflicción. Abrazó a Diana con rapidez, sin que ella tuviera la oportunidad de envolverla en sus brazos. Se alejó tal y como había aparecido, en un torbellino de pelos revueltos y el ligero aroma del desencanto. Y el sudor.

—Te acompaño. Y, por el amor de todo lo que es bueno, decime lo que pasó. Completo. Sin obviar detalles. —Diana no llegó a cruzar el umbral. Isa la detuvo y negó con su cabeza, la arruga en su entrecejo pronunciándose con cada segundo que pasaba.

—No, quedate en casa por las dudas. No quiero que termines en el medio de otro desmadre.

—Desmadre venís a decir... Yo no te puedo dejar con ese. Tengo un mal presentimiento.

—¡Ja! Mal presentimiento. —Isabella se apresuró a salir al pasillo y chequeó, por si acaso, que Ezequiel no hubiera aparecido por arte de magia. Vaya frase justa. Vio para qué lado tenía que ir y trazó un plano mental para no confundirse, algo bastante típico en ella cuando se trataba de seguir direcciones—. Te llamo más tarde, te lo prometo.

—¡Y un cuerno! Te llevo hasta el estacionamiento. Si hace falta, yo misma distraigo al pelotudo de Ezequiel.

Entrar en una discusión tonta de "que sí, que no" era una pérdida de valioso tiempo del que Isabella no disponía. Muy a su pesar, terminó por acceder a la oferta de su madre con tal de que ella pudiera irse de una vez por todas.

Ambas se escabulleron por pasillos iluminados con una luz mortecina y fría. Cada sonido que repiqueteaba al avanzar sacaba a Isa de quicio. Jugaba con sus imaginaciones de monstruos, muerte y hombres traídos de vuelta de sus tumbas. Despertaba en ella sus instintos de supervivencia, aquellos engranados en su condición humana, los que residían en su inconsciente, listos para sacarla de apuros. Lo impensado era que se viera como protagonista de un drama de esta escala.

Los segundos que transcurrieron desde que se fueron del apartamento hasta que llegaron al estacionamiento se hicieron interminables. El corazón de Isa latía a mil por hora y su cuerpo se mantenía en funcionamiento gracias a reacciones automáticas y reflejos de los que ni estaba enterada que poseía. Hizo uso de la clase de sigilo que cuestionaba en las películas que miraba en fines de semana de flojera y, gracias a Diana, no terminó ni perdida ni interceptada por uno de los vecinos metiches que residían en el edificio. A diferencia de los suyos, estos harían lo indecible para enterarse de los chismes recientes.

Podría haberle sacado provecho si no fuera por que el encuentro que tanto temía se produjo en un lugar oscuro y vacío. Salvo por los seis autos que estaban aparcados a intervalos de espacio demasiado grandes como para usarlos de escudo o cubierta, el parking estaba desolado. La entrada estaba a un puñado de metros, casi que podía tocarla.

Pero Ezequiel había sido más rápido. Más astuto, sin dudas. Un tremendo incordio. Una amenaza latente.

—Te siento, Isabella... ¿No vas a quedarte conmigo? —Su pregunta le heló la sangre y cada miembro. Inmóvil, congelada junto a una columna de cemento sin alisar adecuadamente, Isabella estuvo a punto de rendirse. De dejarse caer al suelo y que se la llevara el mismísimo Diablo si era aquello lo que el destino deseaba.

Estaba agotada. Rota. Vencida. Y era su culpa. Era su culpa, era su culpa, era su culpa. No dejaba de repetírselo en un mantra impregnado de angustia y rabia. Si hubiera sabido lidiar con sus sentimientos desde un principio, si hubiera trabajado en ella misma, si hubiera... Había demasiados hubiera en su lista y sabía a la perfección que los condicionales de nada servían. No podía borrar lo que había hecho, solo corregirlo. Y no hallaba corrección factible.

—Isa... Isa... Salí de donde estés. Puedo olerte. Puedo escuchar tu respiración. Sé que estás ahí, mi amor. —Ezequiel continuó hablando. Por fin, su voz demostraba matices, aunque eran estos los que perturbaban a Isa con mayor intensidad.

—Vas a tener que contarme qué le hiciste ni bien estés en un lugar seguro, Isabella. Si mis sospechas son acertadas... —El susurro de Diana hizo que ladeara su rostro. ¿Sospechas? ¿De qué sospechas hablaba?—. Yo me encargo. Vos andá para la derecha. Hay una portezuela secundaria que da a un pasillo chiquito. Vos dale para adelante hasta que llegues a la conexión con el hall de la entrada principal. Yo te entretengo a este perno mientras tanto. —Diana explicó las instrucciones con una velocidad que aturdió a Isa, especialmente porque su tono era apenas audible.

Sus piernas, sin embargo, captaron lo dicho y se movieron con prontitud y ligereza. Avanzó medio a tientas, amparada por la negrura reinante. Un paso. Dos. Cinco pasos y se paró en seco, forzada por el terror que le provocaba el dejarla allí junto con Eze. Sabiendo de lo que era capaz, la sangre vibraba en sus venas, previniéndola de un desastre certero. Su madre hizo un ademán para que se pusiese en marcha de nuevo y, yendo en contra de su propio raciocinio, siguió las directrices que le había dado. ¿Qué más podía hacer? Era huir, como ya lo había hecho, y conseguir la ayuda necesaria o arriesgarse a quedarse allí y rezar por que el Infierno no se abriera a sus pies.

—Ezequiel, ¡querido! Justo me agarrás yendo de emergencia al chino* de la esquina. Se me acabó el pan, ¿podés creerlo? Y no me puedo comer un bifecito sin algo de pan para acompañar. Imaginate... Una cosa terrible. —El nivel de absurdo era increíble. Isa, agachada al punto de parecer un bollito con patas huyendo del horno, estuvo a una palabra demás de largarse a reír.

—Correte, Diana. Vine por Isabella.

Eso es lo último que escuchó antes de abandonar el estacionamiento. Otra vez escapaba. Otra vez dejaba a una persona que nada tenía que ver a cargo. Otra vez recurría a la solución temporal que le convenía a ella, aquella que le resultaba sencilla.

Bueno, de hecho, no tenía ni un gramo de sencillez. Su pulso se había acelerado lo suficiente como para sentir que iba a desmayarse de un instante al siguiente. Un pitido en sus oídos la estaba volviendo loca y no había manera de hacerlo desaparecer. Sus músculos —que evidentemente no estaban acostumbrados ni al ejercicio periódico ni a niveles de estrés de esta magnitud— se habían agarrotado y hacían que el desplazarse fuera un universo de dolor.

De todos modos, y aun teniendo las probabilidades en su contra, lo logró. Sin resbalarse al correr por el pasillo estrecho, sin darse de lleno contra alguna de las puertas, sin cruzarse con un curioso que la entretuviera con preguntas que no vinieran al caso. Por encima de esa lista, sin que Ezequiel la alcanzara.

Pero no estaba a salvo. La primera parte del plan había sido puesta en marcha y ejecutada con presteza. La segunda parte... ¿Qué segunda parte? Ahora iba por su cuenta, librada a su (mala) suerte.

—Vos sos la hija de Diana, ¿no? Sí, sí. Isabella. ¿Necesitás algo? —El portero salió de una oficina minúscula oculta a un costado. Ajeno a la película que se había armado en las pasadas horas, el hombre aguardaba a hacer sociales para evitar el aburrimiento somero del turno noche. Justo cuando pensaba que había zafado de compañías innecesarias.

—¿Me podés abrir, porfa? Mi vieja se tuvo que quedar arriba porque la llamó una amiga. Viste cómo son. —Se inventó lo primero que le vino a la cabeza con tal de que la dejara irse. Rápido.

—Dale, no hay drama. Que tengas buenas noches.

Noches tendría. Ahora, lo bueno tendría que dejárselo a los demás para que disfruten de la tranquilidad y seguridad de un día de semana cualquiera. Ella vería cómo liberarse de ese enredo que había atraído con sus deseos mal guiados.

—Gracias, vos también. Y, ya que estamos... Si ves a un pibe alto, con cara de medio perdido, medio drogado, mantenete alerta. Estuvo rondando por acá y es alguien que nos estuvo molestando a mi mamá y a mí. Llamá a la policía de ser necesario, se pone violento si las cosas no van a su gusto y no quiero que lastime a nadie —dijo antes de irse, sorprendiendo al portero.

Era mejor que nada. Con lo calmado que era ese turno, no cabía duda de que prestaría atención. Y, si se cruzaba a Eze o siquiera lo veía de lejos, se iba a enterar su madre, ella y el vecindario completo. Por fin, el chismerío podría servirle más allá del entretenimiento temporal. Podrían ser una red de protección.

Y ella podría obviar esas esperanzas. Eran chismosos, no justicieros. No podrían resolver este entuerto ni la protegerían de aquel que amó. Esa era su propia pesadilla y, como tal, era ella quien debería acabar con ella.

Era momento de dejar de soñar y enfrentar la realidad.

Las calles la recibieron con escasa pompa. A esa hora, la mayoría estaba cenando o haciendo algo provechoso de su vida. Quizás viendo alguna serie. Teniendo una buena charla. Durmiendo. Lo que fuera que ocurriera puertas adentro, era una opción preferible a la que se le había presentado.

Trotó sin tener un rumbo definido, perdiéndose en un zigzag sin orden ni concierto. Se mantuvo por las zonas que tenían mejor iluminación y en las que divisaba uno que otro transeúnte. Le rehuía a la soledad de los callejones que invitaban a la tragedia. Porque, si no era Ezequiel, no sería de sorprender que la atacara un ladrón. O, peor, otro ex.

Thiago ya no estaba, no la dañaría, pero Matías podría aparecerse. Y si el hechizo funcionaba también con sus crushes y con quienes había salido en un par de ocasiones, sin establecer una relación seria...

—Ya valí, la puta madre. —No tuvo mejor timing que decir aquello al pasar junto a una pareja de mediana edad, tirando para una vejez prematura. No se tomaron su comentario con el mejor de los humores y tendría que aguantarlos lanzándole miraditas indiscretas hasta que la recogiera el automóvil que había pedido.

Volver a su propio departamento estaba descartado. Ir a la casa de una de sus amigas era un no rotundo. El depto de su mamá no había funcionado. Así que, después de rumiarlo un buen rato mientras corría por Caballito*, decidió que hospedarse en un hotel de esos que había en el microcentro era lo más apropiado. Le costaría un ojo de la cara, pero no la molestaría nadie allí. Ni Ezequiel, ni Matías, ni ningún otro invitado no requerido. Estaría a salvo, mal que bien, y le daría la posibilidad de resolver qué haría a continuación.

Primero lo primero: llamaría a Diana y chequearía que el enfrentamiento con Eze no hubiera escalado a mayores. ¿Segundo? Le preguntaría a qué se refería con sus mentadas sospechas. La forma en la que se expresó daba a entender que ella sabía algo e Isabella no se explicaba cómo sería capaz de tener siquiera una corazonada, una ínfima noción de lo que había sucedido. Salvo ella y la falsa bruja, nadie tenía conocimiento de ello.

Sí, tendría que averiguar qué era lo que su madre suponía. Y decidir a dónde iría a parar el resto de la semana. Y pensarse una excusa para justificar el faltazo de mañana, porque no iba a pisar su oficina ni que le ofrecieran doble paga. Y tramar una maniobra que pusiera punto final al drama en el que estaba involucrada. Y definir qué haría respecto a Matías.

Y, y, y... La cabeza iba a estallarle. Una migraña asomaba por el horizonte y las náuseas no tardarían en llegar. Se arrepentía de no haber terminado de comer el sándwich que le había preparado su mamá. Se arrepentía, también, de pensar en comida en esos instantes. Ya había atravesado esto en unas cuantas ocasiones, cuando se acumulaban dosis de estrés, nervios y ansiedad que eran muchísimo más grandes de lo que podía soportar. Sabía perfectamente cómo terminaría si no se refugiaba en un espacio silencioso y sereno. Necesitaba el sosiego que le había sido denegado en los días anteriores y hoy mismo.

Necesitaba enderezar el camino y recomponerse.

Necesitaba que el pasado regresara a donde pertenecía.

Necesitaba demasiado, pero con que arribara su conductor designado en los próximos dos minutos se conformaría.

* El chino: uso coloquial, se refiere a un supermercado.

* Caballito:barrio de la Capital Federal, dentro de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

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