4. Los otros

Tenía tantos nervios acumulados que se puso a caminar a paso vivo, a sabiendas de que Eze la seguiría sin chistar. Ahora que Matías no estaba a un escaso metro de él, había recuperado parte de su compostura, si es que se le podía llamar así. Actuaba tan raro como antes, sino más.

—De verdad, no hace falta que vengas. No es como que te vayan a invitar a cenar con nosotros o algo por el estilo. Digamos que mi mamá no te tiene en alta estima desde... Bueno, desde que pasó lo que pasó —dijo al dar la vuelta a la esquina, adentrándose en una de las avenidas con mayor concurrencia de la Capital Federal. Incluso después de que la hora pico hubiera pasado, el tránsito seguía siendo una pesadilla. Adecuado para el momento que estaba viviendo, claro que sí.

Pedir que la recogiera un auto ahí sería una condena —y subirse a un taxi haría que su billetera pasara a una mejor existencia... Si es que la hubiera agarrado. En el apuro se la había olvidado en su departamento—, por lo que no le quedaba otra que usar sus piernas y, ya que se presentaba la chance, hacer un poco de esa mística actividad llamada ejercicio. Sus jornadas transcurrían sentada en la silla de la cocina, sentada en la silla de su oficina y, posteriormente, sentada en el sofá para merendar y para cenar. Este, viéndole el lado positivo, era un cambio bienvenido. Además, contaba con la posibilidad de camuflarse entre el resto de los transeúntes.

Serpenteó entre ellos, a dos segundos de intentar trotar para alejarse de allí. Se movía con una velocidad que atraía miradas torvas, en algunos casos, y que casi le llevó a tropezarse en más de una ocasión. Pero no se detuvo. Caminó hasta llegar a una intersección que había recorrido cientos de veces y dobló de nuevo, yendo por Nazca. No era la mejor zona para visitar cuando la tarde caía y los últimos rayos del sol se ocultaban tras los edificios, pero ¿qué iban a robarle? Su celular ni siquiera era un modelo reciente y si querían sacarle alguna de sus prendas... Ni en Marketplace se las iban a poder sacar de encima. Sus gastos iban destinados a pagar su alquiler, sus cuentas y cubrir el resto de sus necesidades básicas. La ropa de marca no era una de ellas.

—Escuchame, Eze... Por favor, ¿podemos dejar esto para mañana? —habló sin dejar de prestarle atención a quienes los circundaban, analizando cada rostro en busca de alguno conocido. En busca de uno que la hiciera correr, para ser precisos. De Matías no había ni vistas, afortunadamente.

Capaz se había cansado de tantos golpazos que se había dado. Capaz se había lastimado lo suficiente como para tener que irse por donde había venido. Capaz aún la perseguía, desesperado y enojado y con ansias de vengarse.

Capaz debería dejar de considerar ese tipo de pensamientos.

—Hoy. Me quedo con vos. Y mañana.

—¡Podés dejar de hablar así! Dios mío, Ezequiel... ¿Qué carajos te pasa? —Y, por fin, lo había soltado. Se le había ido la chaveta de una y, guiada por sus sentimientos negativos, pausó la farsa que estaba montando. No podía fingir que su actitud era normal.

No podía fingir que esto estaba bien. Que esto era lo que quería.

No podía fingir nada más.

Es lo que había estado haciendo durante gran parte de su vida. Desde que era pequeña, había desarrollado su habilidad para pretender que todo marchaba bien. ¿Su padre se había marchado y abandonado a su familia cuando ella solo tenía cinco años? No había problema, ella no podría sentirse mejor. ¿Su madre había entrado en un estado depresivo y apenas podía responsabilizarse de su niña? No había de qué preocuparse, ella lo tenía bajo control. «Ya no estoy chiquita», solía decirse a sí misma por las noches, o cuando llamaba su abuela por teléfono y preguntaba cómo iban las cosas en casa.

Hasta que su abuela murió y quedó a su suerte. Construyó, entonces, la imagen que quería proyectar a los demás, para convencer a su madre de que ella podía cuidarse y cuidarla también. Para que no se sintiera culpable por no estar dándole su cien por cien. Y para que el resto no la viera como una criaturilla débil y necesitada de afecto.

Y lo necesitaba. La desolación que la había embargado en su niñez ante ese primer acercamiento a la traición la marcó en su adolescencia y en su adultez. La llenó de una desconfianza que ocultaba y de una dependencia emocional de la que renegaba y hacía como que no veía.

Le había pasado con anteriores parejas, incluso con Matías. Establecía lazos que la consumían y, viendo sus ilusiones desparramadas y pisoteadas, perdía una parte de ella con cada una. Y no había manera de que siguiera perdiendo.

Lo que la traía a hoy, una tarde de un noviembre que había comenzado como cualquier otro, hasta que la magia —o la desgracia— la había puesto frente a frente con sus mayores deseos y con miedos con los que nunca había entrado en contacto.

—Te amo —respondió Eze. Así, como si nada. Sin que sus palabras estuvieran cargadas de emotividad. Sin que su expresión se viera transfigurada por la realidad de sus dichos. Era como si una pared hubiera adquirido la capacidad de hablar.

Isabella se paró en seco, boquiabierta. Esto era ridículo. No había otra calificación disponible para el embrollo en el que se había metido voluntariamente.

—No. No, no me vengas con eso ahora. Dejate de joder, Ezequiel. Estás actuando como un desquiciado... ¡Y acabamos de escaparnos de otro! —exclamó, moviendo sus manos con brusquedad para darle énfasis a lo que decía. Rodó los ojos y se pasó las manos por su pelo, despeinándose en el proceso—. Necesito que te vayas. Voy a ir sola a la casa de mamá, vos andate a la tuya. Hablaremos cuando las cosas se hayan calmado un poco y ambos estemos de ánimo para hacerlo —sentenció mientras se cruzó de brazos. Tamborileó sus dedos sobre uno de ellos, esperando una respuesta de su parte. Una que tuviera sentido, si acaso había chance de que sucediese.

—¡No! Me quedo con vos. Con vos. ¡Me quedo con vos! —se oía exaltado e Isa no pudo evitar apartarse de él. Matías le había causado miedo y Ezequiel estaba yendo por el mismo camino.

¿En qué lío se había metido? ¿Qué rayos estaba pasando? Y, por sobre todo lo demás, ¿qué había invocado con ese hechizo?

No era algo en lo que pudiera reflexionar estando a media cuadra de la calle Avellaneda. Pasadas las seis, las persianas de los negocios caían y, después de eso de las siete de la tarde, no se veía un alma caminando por sus veredas. Se transformaba en un pueblo fantasma, salvo por el tráfico de autos particulares, taxis y alguna línea de colectivo. Era el instante oportuno para subirse a uno y no dejar huella.

Pero Ezequiel no quería saber nada de eso. La agarró y acercó su cuerpo al suyo, su mirada intensa clavada en la suya. El ardor que no había sentido en sus palabras estaba anidado en sus ojos, que refulgían como carbones encendidos. Lejos estaba el tono ámbar del que Isa había hablado tantas veces. Con sus pupilas dilatadas hasta tapar casi todo su iris, el negro que los invadía parecía haberla atrapado a ella. Y no planeaba soltarla. Ella, sin embargo, se libraría costara lo que costara.

Vaya paradoja. Desear algo con tanta fuerza solo para caer en la cuenta de que, quizás, ese deseo estaba mal guiado. Esa pasión pertenecía a otro lado. Ese fuego ardía por otros motivos que no flotaban en la superficie y habían sido enterrados.

—¡Dejame en paz! Lo que sea que tuvieses planeado para esta noche, sacátelo de la cabeza, Ezequiel. Yo me voy. —Tironeó y no se detuvo hasta desembarazarse de las garras que la sostenían. Eze amagó con tomarla de nuevo, pero se zafó con lo justo.

Y salió corriendo.

No había vergüenza que le fuera a ganar al pánico creciente ni a la necesidad de poner entre ellos el abismo que los había separado. De vuelta, como si el hechizo jamás hubiera sido realizado. Como si nunca hubiera querido tenerlo con ella. Podría reprenderse a sí misma cuando estuviera en un lugar tranquilo, a salvo de entrometidos indeseados.

Aunque tendría que explicarle a su madre qué había pasado y por qué la iba a visitar a esas horas, en día de semana. Eso... Eso sería otro reto que superar. Sin contar que había ido sin sus pertenencias y quién sabía cuándo podría volver a su departamento. ¿Debería haber llamado a la policía? Probablemente. Es más, ¿cómo no se le había ocurrido en su momento? Estaba tan ocupada en salir de allí que no se dio cuenta de que debería haber alertado a las autoridades. Un sujeto así no debería estar suelto por las calles.

—Maldita sea... —murmuró entre dientes. Se giró para ver si Ezequiel había corrido tras ella y confirmó sus terrores. Se mantenía a cierta distancia, pero no la suficiente. Necesitaba que se fuera y punto—. Encima no tengo mi tarjeta SUBE. Ni siquiera me puedo tomar un colectivo... Quién carajos me manda a mí, ¡¿quién?!

Casi se largó a llorar de pura frustración. Lo hubiera hecho si no fuera porque ni el tiempo, ni las ganas, ni el oxígeno le sobraban para largarse a hacer algo tan inútil. Llorar no la sacaría de donde estaba ni solucionaría nada. Ni convencería a un colectivero de que la llevara sin pagar, aunque a estas alturas no descartaba intentarlo... Solo que Ezequiel también podría subirse y no habría cómo detenerlo. Por las dudas, evitaría el transporte público y se gastaría sus buenos pesos en un viaje por Uber.

Sacó su celular del bolsillo interno de su saco y, reduciendo el paso, abrió la aplicación. Seleccionó la dirección en donde vivía su madre y le rezó a todos los santos para que apareciera pronto un conductor dispuesto a llevarla a su destino, sin renegarle por querer pagarle con tarjeta y no en efectivo. No dejó de ver la pantalla de su celular, caminando a todo lo que daban sus cortas piernas, tomando bocanadas de aire para apaciguar el dolor que aquejaba sus costados.

Debería haber sido cuidadosa. Debería haber prestado atención a su entorno.

Debería haber sabido ya que este no era su día y que el destino le tenía preparadas sorpresas salidas de la caja de Pandora.

Chocó de lleno contra un cuerpo flacucho, cubierto por excesivas capas de ropa. Empezó a disculparse de inmediato, todavía pegada a su celular. Dejó de pedir perdón cuando vio a la persona que tenía en frente.

Tenía la misma sonrisa de antaño, con pequeños hoyuelos decorando sus mejillas. Pero había un toque distintivo, erróneo. Un toque que convertía ese gesto tan precioso, tan único, en uno que inspiró un escalofrío que recorrió su espina dorsal y se extendió por cada terminación nerviosa.

—Isabella... Isabella, por fin —dijo Thiago, su sonrisa ampliándose cuando sus ojos se encontraron.

Thiago... El chico que la había dejado durante la cita que ella había organizado para San Valentín.

El chico que no le había vuelto a hablar y la había bloqueado de todas las redes sociales que existían por esos años.

El chico que le había roto el corazón frente a una decena de desconocidos que la vieron llorar desconsoladamente, y otros cuantos más que la vieron sollozar de camino a casa.

El chico del que no se debería haber enamorado luego de todas las luces rojas de alarma que había presentado y de las advertencias que le habían hecho incluso sus amigos.

El chico del que se había librado allá por el 2010, cuando recién estrenaba sus dieciocho y el mundo se abría a ella como una flor en primavera.

Otro personaje que añadir a su colección de figuritas pasadas en el álbum del recuerdo. Una estampita que había dejado olvidada y por la que había perdido el interés. Alguien con quien no pensaba cruzarse ni compartir un segundo más. Y ahí lo tenía, paradito a medio palmo de ella, con una expresión que la hubiera irritado si no fuera por el hecho de que la emoción que primaba en su interior era el pavor.

Se apartó de él sin dirigirle la palabra y se marchó a las corridas. Escapando otra vez, porque esta era la fecha en la que su existencia se derrumbaría. Sostuvo su teléfono móvil con tanta fuerza que estaba dispuesta a apostar por que se rompería y convertiría en astillas. Aun así, no aflojaba su agarre. Sentía que se moriría si dejaba de sostenerlo, si dejaba de correr e incluso si seguía corriendo. Sentía desfallecer.

No había manera de ganar.

—Vamos, vamos, vamos... Por favor. —Lloriqueó, una lágrima cayendo. Solo una al principio, pero la siguieron sus compañeras. Dos, tres, cuatro. Varias. Demasiadas. Veía borroso y terminó desparramada en el suelo, con su mano izquierda raspada por intentar detener su caída. De alguna forma, su celular sobrevivió en mejores condiciones que ella.... Y mostraba que un conductor se dirigía en su dirección. Estaba a cinco minutos y esos cinco minutos se le antojaban una condena miserable.

Thiago apareció y le ofreció su ayuda. Sonriente. Silencioso. Se había movido como una sombra. Un fantasma. Un espejismo.

Estaba rabiosa. Consigo misma, por haberse metido en esta película de terror. Lo que fuera que ese hechizo hiciera, era innegable que era el culpable de lo que le estaba sucediendo. Era el que había provocado este descalabro monumental.

No. No, había sido ella la responsable. Había sido ella la que buscó en Internet cómo hacer amarres y cómo atraer de vuelta al amor perdido. Fue ella la que le hizo caso a una completa desconocida, dueña de un blog que era ridículo y del que se hubiera reído a mansalva si no hubiera estado atormentada por sus pérdidas y por las sensaciones de fracaso y rechazo que la invadían.

Tenía que admitirlo. Tenía que enfrentarlo. Y tenía que resolverlo, sí o sí.

—¿Qué querés? ¡¿Qué pretenden ustedes de mí, canallas?! —Su voz se rompió al chillar como una desgraciada, poniéndose de pie por sus propios medios. Medio endeble, medio perturbada, su cuerpo oscilaba en su intento por recuperar el norte. No podía seguir huyendo, no cuando el conductor estaba en camino y el punto de encuentro ya había sido establecido. Tendría que hallar la forma de distraerlo a él... Y a Ezequiel.

O eso creía ella. Resultaba ser que la distracción sería el último de sus problemas.

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