10. El conjuro
El edificio donde Isa había pactado la reunión con Diana estaba a corta distancia del hotel en donde se estaba hospedando. Donde seguiría hospedándose, por ahora, hasta que encontrara una solución al descalabro en el que estaba convertida su vida. O hasta que se quedara sin un peso partido al medio, lo que ocurriera primero... Y lo segundo era, por lejos, lo más factible.
Al menos contaban con el apoyo incondicional de Liliana, amiga de su madre y ocupante del trono de tía postiza. Soltera, sin hijos y con la cantidad de dinero disponible que Isabella desearía poseer en su cuenta bancaria, Lili era la clase de mujer que daría un brazo y el otro para ayudar a aquellos que quería. En este caso, les cedió un apartamento bellísimo para el que todavía no había conseguido un inquilino decente. Sin preguntas incómodas, sin peros, sin querer estar ella presente para controlar lo que sucediera, sin entrometerse y sin pedir nada a cambio. Era feliz así, dando y consintiendo a quienes la rodeaban.
El jefe de Isabella podría aprender de ella. Hacía veinte minutos que estaba al teléfono con él y continuaba gritando y buscando la forma de que Isa fuera a la oficina. No importaba qué tanto le repitiera que se sentía fatal —lo cual no era una mentira, técnicamente—, Diego no daba marcha atrás ni cambiaba de opinión. Estaba encerrado en su postura de déspota, despotricando contra ella y el mundo. Como siempre.
—Isabella, ¿vos no entendés que te necesito acá? Tenemos un meeting con los clientes de la cuenta de Marconi a las once. Tenemos papeleo atrasado, un proyecto por terminar, una presentación que planear de cero para la semana que viene y la visita de Tenenbaum el viernes. No hay chance de que faltes.
—Ya le avisé a Ana que no voy a ir. Presentaré el certificado médico cuando me reincorpore. Aparte, Manu y Estefi deberían poder cubrirme. Dejé los archivos guardados en la carpeta compartida para que cualquiera de ellos tuviera acceso ante una emergencia. Y esto califica como tal.
—No, no, no. A esos dos no los quiero metidos en esto, ¡te necesito a vos! —chilló con los labios pegados al auricular, aturdiendo a Isa. Era definitivo: tenía que mandar su curriculum a otras empresas ni bien recuperara las riendas. Ya había aguantado suficiente de sus comportamientos abusivos y de sus exabruptos por los que ni un alma hacía algo. Si nadie le ponía freno a sus actitudes, iría en busca de nuevos horizontes.
—Ellos son tan capaces como yo, Diego. Necesito cortar estos días porque estoy enferma. —La mentira rodó de su lengua con una facilidad que no hubiera tenido cuando empezó a trabajar en la empresa. La vergüenza la hubiera sepultado—. Y, hablando de cortar, tengo que recibir al médico. Cualquier novedad que tenga, te aviso.
Terminó la llamada sin dar mayores explicaciones ni tiempo para que Diego iniciara otra de sus retahílas. Estaba totalmente hastiada de lidiar con él y, sumado a su falta de descanso y a los sucesos del día anterior, Isabella estaba a tres segundos del colapso.
Había pedido que la pasara a buscar un automóvil —debería hacerse con algún descuento o su cuenta bancaria quedaría en rojo la próxima semana— y ya estaba aguardando por ella en la puerta del hotel. Si bien podría haber llegado caminando al departamento de Liliana, no iba a tentar al destino y a su retorcido sentido del humor. Además, la charlita maravillosa que tuvo con Diego le había arruinado los horarios que planificó a eso de las tres de la mañana, cuando todavía estaba intentando dormir, y tenía que apurarse para no dejar a su madre esperando.
Afortunadamente, su chofer tenía un amor indescriptible por el acelerador y las quince cuadras que tenían que recorrer pasaron volando. Con el corazón a mil y la presión arriba un par de puntos, Isa se bajó del auto a los trompicones y entró al complejo de apartamentos a toda velocidad. El guardia de seguridad apostado en la puerta principal la miró de arriba abajo y la recepcionista la recibió como a una criminal. No podía culparla: entre la ropa desarreglada, las ojeras violáceas que marcaban su piel y cómo se desenvolvía, la verdadera sorpresa es que el hombre de la entrada no la hubiera retenido.
—Piso catorce, Reinhardt —dijo Isabella, ganándole de mano a la muchacha—. Soy Isabella Martínez.
—Ah... —Le echó un vistazo cargado de desdén que hubiera desatado a su bestia interior. Pero no iba a discutir con ella. Tenía cero interés en la opinión que pudiera tener de ella una total desconocida. Si acaso, se reiría de la situación con Lili—. Sí. Avisaron de tu visita. Podés subir, usando el ascensor que está a la derecha.
Isa no le respondió ni con un gesto. Se fue directo a llamar al ascensor y, mientras tanto, le mandó un mensaje a Diana para avisarle que ya estaba allí. Despeinada, sin dormir e impulsada por la fuerza de la cafeína y el azúcar, pero había llegado en una pieza.
Ahora solo tenía que mantenerse en ese estado por el resto de ese jueves.
—Estuve hasta tarde revisando en unos libros que tenía apartados y no encontré nada similar. No tiene sentido que esto haya funcionado. Es... Es un intento aberrante, si te soy sincera. —Diana había hecho copias impresas del hechizo para ambas. La suya tenía un millar de anotaciones en una letra minúscula, con resaltados que atravesaban la fina hoja. Señaló uno de los ingredientes subrayados en amarillo neón, golpeteando con su dedo sobre la mesa—. ¿Un trozo perteneciente a una prenda vieja? ¿Quién es esta mina* y qué cuernos se piensa que hace?
—Uno, no es bruja, por si quedaban dudas al respecto. Dos, me dijo que se le ocurrió cuando estaba con resaca y sin material que publicar. Creo que con eso cubro todas las preguntas que tuvieses en el tintero —respondió Isa con desgano, su voz monocorde a una octava de convertirse en susurro—. No hace falta que discutamos sobre lo ridículo del asunto. ¿Hay alguna forma de contrarrestarlo?
—Si vamos a lo técnico, no hay cómo contrarrestar lo que en un principio no debería haber actuado. Pero, teniendo en cuenta que sí lo hizo, solo tengo conjeturas. Los ritos anclados a las fases lunares suelen ser muy poderosos, así que podría utilizarse eso a nuestro favor.
—No voy a sentarme encerrada hasta que la luna llena vuelva a brillar, mamá. No tenemos tiempo para malgastar. Y todavía nos falta entregar a Ezequiel a la policía. Porque no me olvidé. Y vamos a tener que hacerlo. Aunque no fuera consciente...
—Olvidate de eso por el momento. Primero acabamos con su comportamiento violento, después nos ocupamos del resto. Con este tipo de magia de por medio, la policía no va a poder hacer mucho para retenerlo... Y lo último que necesitamos en nuestras consciencias son más bajas —Diana la rodeó con uno de sus brazos y la atrajo hacia sí para darle un beso en su sien—. Entonces, volviendo al tema... La Luna es de gran ayuda y hay una pequeñísima chance de que haya influido en el funcionamiento del hechizo. ¿Los ingredientes? No hubo ninguno que llamara mi atención. De todos modos, las pócimas de amor no son algo que manejemos normalmente.
—¿Manejás algo? —No fue capaz de contenerse. Estando su confesión fresca, siendo tan reciente, era inevitable que tuviera curiosidad sobre el mundo al que se le había negado su ingreso. Quién hubiera dicho que, luego de cerca de tres décadas existiendo en completa ignorancia, sería empujada a abrazar su verdadera naturaleza.
Decirlo en voz alta se le hacía impropio. Calificarse como bruja era risible. Solo era ella, la misma Isa que se consideraba suertuda si no se tropezaba un par de veces en una semana. Medio torpe, medio graciosa, con la actitud necesaria para abrirse paso por una vida complicada pero sin la fuerza suficiente para romper sus cadenas. ¿Esto la llevaría al cambio? ¿Modificaría su punto de vista? ¿La transformaría?
Preguntas bobas. Lo reconociera o no, esto alteraría hasta sus cimientos.
—No. Me aparté de aquello relacionado a la magia y no miré atrás una vez lo dejé de lado. Te tenía a vos, Isa. Y tenía... Tenía que mejorar. Después de lo que pasó con tu papá...
—No nos metamos con eso. El tiempo corre y Eze sigue suelto. Y Matías también. Andá a saber dónde está ese y qué cosas habrá hecho.
—Cierto. La cuestión es que la brujería trata de no entrometerse con ciertos tópicos. Al menos, no aquella pura. Las hechiceras que eligen ir en contra de la voluntad humana y del libre albedrío nunca fueron bien vistas.
—O sea que esto vendría a ser una especie de magia negra. ¿Es eso lo que me querés decir o estoy entendiendo todo mal?
—Algo así, ponele. Jugar con el amor y las relaciones es peligroso por demás. Manejar esos hilos resulta en fracasos en el corto o mediano plazo y en sacrificios que pocos pueden pagar. No uno, no dos. Son sacrificios constantes, cuotas de dolor que entregar de ambas partes participantes. La víctima y la victimaria deben dar de ellos lo que la magia esté dispuesta a tomar. Y la magia no perdona, Isa. Es estricta y codiciosa. Ansía la esencia de quienes la manejan y de quienes se someten a ella.
—Suena genial. ¿No hay solución, entonces? ¿Me tengo que joder y ya?
—No puedo asegurarte que vaya a revertir lo hecho, pero podemos probar con replicar el encantamiento a la inversa. La Luna está en fase nueva, así que aprovecharemos eso también.
—¿Alguna vez te tocó hacer una cosa semejante?
—Una, mucho antes de que vos nacieras. Incluso antes de conocer a tu papá. Era un hechizo complejo y mal ejecutado, para colmo de males.
—¿Y revertirlo funcionó?
—Bueno... No. No realmente. —Tuvo que admitir y se notaba que le pesaba. No quería que Isabella perdiera la poca esperanza que había de que esto pudiera resolverse pronto. Pero tampoco debía mentirle.
—Supongamos que intentamos esto y no funciona o tarda demasiado... ¿Qué hacemos entonces?
—Es difícil de responder. La magia negra, las ramas que se distancian de aquellas principales y el ocultismo en general están llenos de recovecos y laberintos. Es medio como una lotería y los efectos varían ante la mínima diferencia en el hacer y disponer.
—¿Resumido?
—No sé, Isa. La única solución irrevocable y segura es una. —Isabella aguardó a que se la dijera, pero Diana no continuó. No quería decirlo en voz alta y era obvio.
—¿Cuál? —Hizo ademán para que prosiguiera, una de sus cejas alzándose. La época de guardar secretos había acabado.
—La muerte.
Diana tuvo que conseguir los ingredientes necesarios para el contrahechizo. Salvo por el cabello de Isabella —sí, qué mejor que tener que zamparse otra bebida asquerosa que incluyera partes de ella misma. No se aguantaba de la emoción que sentía—, el resto no estaba disponible en el departamento vacío.
En esos instantes, especias y hierbas varias, un mechón voluminoso arrancado casi de raíz, fósforos, un frasquito de tinta, una cuchara de madera y cinco velas trenzadas de color naranja y rojo estaban amontonados en la mesada de la cocina. Junto a eso, un vaso de vidrio estaba listo para convertirse en el instrumento de tortura de Isa.
Esta vez, no esperaría por días a que reposara el líquido producido. Lo bebería de una esa misma noche, amparada por la oscuridad que trajera consigo la luna nueva. Trazaría el pentáculo sobre papel afiche (un poco de improvisación aprobada por su madre, a falta de una mejor opción), colocaría las velas en el centro de este y comenzaría un nuevo rito, con una oración distinta dictada por Diana. Y a esa probablemente le siguiera una propia, ya terminado el ritual, para encomendarse a los santos, demonios y criaturas de cada nivel, religión e invención de medianoche que estuvieran disponibles en ese horario. Alguien debería oírla, ¿no? Y más le valía a ese alguien hacerle el favor de interceder por ella y alterar el hado del destino para llenarla de gracia.
De gracia, ¿entendido? Sin trucos, sin sorpresas.
—Repasemos. Vas a tener que revolver trescientas y una veces en el sentido de las agujas del reloj. Yo te ayudo a contarlas, si hace falta, porque no hay margen para errores. Vamos a dejarlo que repose el doble de la cantidad de minutos original y lo vamos a filtrar el doble de veces.
—Sesenta y seis minutos, seis filtrados... La verdad es que no suena muy prometedor. ¿Estás segura de que no se va a aparecer el Diablo a dejar un saludo para toda la familia? —bromeó Isabella, aunque sin la chispa de siempre. Se había apagado ayer, tras semanas de haber titilado y amenazado con extinguirse.
—Boberías de gente que cree en cualquier cosa y adora atribuirle significados esotéricos a lo que encuentren en su camino. Por ejemplo, el seis es un simple número, el pentáculo es una estrella que simboliza la tierra, la cruz invertida no es demoníaca ni nada que se le parezca. El temita de que son satánicos y todo eso viene de mitos reproducidos en la ficción y de boca en boca por personas ignorantes. El que sabe, sabe.
—Y ya pusimos en evidencia que yo no sé nada y, por lo que a mí respecta, estoy bien con no volver a meterme con rito alguno.
Lo cual no implicaba que fuese a renegar de su identidad como lo había hecho su madre. Leería. Preguntaría. Se sacaría la mayor cantidad de dudas. Leería de nuevo. Investigaría lo que se le antojara, hasta saciar su sed de conocimiento. Buscaría historias de sus predecesoras, registros fiables, fidedignos... O algo cercano a ello. Regresar a la vieja Isa, la que vivía sumida en una mentira, no sería posible. Abriría los ojos y le haría un lugarcito a esa parte suya que desconocía.
Pero, eso sí, los hechizos quedarían para los libros y los recuerdos. Con esta experiencia le bastaba para no atreverse a probar otros, así le prometieran el oro, el moro y el italiano también.
—Todavía no, es cierto. Supongo que tendrá que cambiar. Merecés conocer nuestra historia. La completa, sin partes tachadas, sin borrones —dijo Diana, controlando la olla que habían puesto al fuego—. El agua ya está a punto de ebullición, así que tendríamos que empezar. Primero con las aromáticas, para que se active nuestro sentido del olfato y conectemos con la pureza de la madre naturaleza.
—Uh, sí, claro. —Isabella la miró extrañada. Ese discurso se le escuchaba tan antinatural, vaya ironía. Le hizo caso, sin embargo. A fin de cuentas, era la que tenía los conocimientos de los que ella carecía. Era una bruja de verdad.
Se le hacía difícil digerirlo, pese a que no había armado un gran barullo al respecto. Hasta ayer, solo era una chica normal que tomaba malas decisiones. Una chica con un trabajo que le sacaba canas verdes, con una vida amorosa que se había caído a pedazos y con un pasar económico mediocre comparable con el promedio del asalariado argentino. Aun así, no estaba mal. No realmente. Con el paso del tiempo, sanaría sus heridas. Y el puesto de trabajo podía cambiarlo si lo deseaba. Costaría, como todo en un país que sobrevivía en un estado de peligro constante, pero lograrlo no era una misión imposible.
¿Esto? Esto sí lo era. Ni Diana tenía la capacidad de discernir si este encantamiento cortaría de raíz el problema. Era un manotazo de ahogado, un intento mellado por la desesperación. Si fallaba, no disponía de otra opción. Si fallaba, estaría perdida. Ella. Su madre. Ezequiel. Matías.
—Las especias, Isa. Incorporalas una por una. —Le alcanzó la cuchara de madera y le dio un leve golpecito para que volviera a la realidad que no quería aceptar como suya. Isa realizó los movimientos indicados, con la mecanicidad de un robot—. Bien. Los sentidos del olfato, del gusto y del tacto ya están cubiertos. ¿Lista para empezar la cuenta?
—No. —Admitió mientras tomaba el mechón de su pelo y lo sostenía sobre el agua burbujeante. El aroma que despedía no era desagradable entonces. Incluso llegaba a ser relajante. Era una pena tener que arruinar la mezcla y apestar el departamento con lo que sería el resultado final—. Igual que no estaba lista para soltar. Pero es hora de dejar ir.
* Mina: mujer.
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