VIII El gigante de Candavia
¡¡¡Pum!!!
Una vez más desperté de súbito, como el día anterior.
¡¡¡Pum!!!
Abrí los párpados, me asombraron los techos y las sinuosas paredes de la monumental caverna.
¡¡¡Pum!!!
Miré a mis compañeros, aún dormidos, tumbados alrededor del hogar.
¡¡¡Pum!!!
De improviso, me vino a la memoria los acontecimientos recientes y mi espíritu se apaciguó. Me incorporé y, siguiendo el latido, dirigí mis pisadas a la forja de Cedalión.
Este se hallaba martillo en mano, golpeando con firmeza y delicada pericia la hoja de Macedonia, que sobre un negruzco yunque descansaba. A continuación, empujó un canal de piedra hacia la hondura de un pilón, le retiró la esclusa y al momento un líquido abrasador comenzó a verterse, espeso, humeante y despidiendo un agudo hedor. Cuando el crisol se llenó, apartó el canal y le hundió la espada; entonces la hoja gimió con horrible llanto, formándose a su alrededor negra nube de humo.
Mi corazón, al verlo, sentirlo y olerlo, retumbó potente en el pecho, y un ingente temor por la suerte de Macedonia me invadió. Cedalión se percató de ello y dijo:
—Calma, muchacho, es la maldición que se consume.
—¿Que contiene el crisol?
—fuego, azufre y raspado de roca arimaspea.
Al depositarla de nuevo en el yunque, semejando un tizón encendido, volvió a trabajar con el martillo por un tiempo. Luego arrimó una pileta de agua y allí la sumergió, provocando una columna de quejumbroso vapor.
—Casi he terminado decía, aunque ignoraba si me hablaba a mí o dejaba escapar sus pensamientos bajo la barba.
—¿La has templado? —le pregunté.
Al oír mi voz, levantó la vista y señaló una de las correas que usaba para su labor. Yo, creyendo que me la pedía, la cogí y estiré el brazo hacia él con la intención de acercársela.
En ese instante, el enano empuñó la espada y, con inusitada presteza, ejecutó varios sablazos cortos por debajo de mi diestra. Ante mi pasmo, tiras de cuero caían en el piso, de tamaños parejos y bordes bien sesgados.
Acto seguido la envainó, hizo una solemne reverencia, y alzándola con ambas manos me la entregó. Él tomó el cuchillo ceremonial de Mopso y el lanzón de Partos, ambos pulidos y restaurados; y juntos regresamos a la antesala, donde los dáctilos ya habían aparejado el desayuno y lo distribuían amables a los compañeros.
Una vez saciados y echas las debidas libaciones, fuimos escoltados a la entrada de la gruta. Allí nos recibió la llama eterna del sol, elevándose desde oriente. Nos equipamos e iniciamos el ascenso al pico de la montaña.
Los mineros iban con lanzas de curvadas puntas, semejantes a dallas de las que emplean los campesinos en la siega de las mieses. Cedalión se echó al hombro un hacha doble, inmensa, el mango era tan largo que le superaba en altura. Los demás caminábamos felices y satisfechos, complacidos por el renovado brillo que despedían nuestras armas. Máxime Falero, que exhibía orgulloso su ornamentado carcaj, colmado de flechas barbadas tintineando a su espalda.
—Te doy las gracias por estos magníficos dardos, maestro armero. Dignos del divino Orión.
—Has de saber, hermano —replicó Museo—, que Orión ostentaba un arco enorme, el cual proyectaba arpones forjados con magia y fuego de Helios en el otro extremo del mundo, según afirman las antiguas canciones.
—No andan erradas —asintió Cedalión—. Yo mismo los alojé en la aljaba del gran cazador el día de su partida en la ciudad del sol.
—Y esa fue la última hazaña que los hombres supimos de ti. ¿Qué te impulsó a no retornar a la Hélade? Cuéntanoslo, si es lícito que lo sepamos.
—No hay nada digno de ser cantado, amigo trovador. Me retuve instruyéndome en diversas técnicas del trabajo del metal, las que aplican los menestrales que residen en aquellos apartados lugares. Luego conviví con los mineros arimaspos, pueblo versado en extraer los tesoros que Pluto esconde bajo la tierra. Los dáctilos, aquí presentes, son miembros de esa comunidad, con ellos entablé fraternal amistad, y cuando regresé a poniente quisieron acompañarme.
—Aludes a maravillas que están fuera de nuestro entendimiento —intervino Mopso—, hechos que no se encuentran en las enseñanzas del soberano Apolo, ni los selos de Dodona que sirven al padre Zeus han revelado jamás.
El barbudo enano detuvo su caminar y nos aleccionó, como lo haría un sabio maestro a sus jóvenes discípulos.
—Los dioses olímpicos que adoráis no son más que niños rigiendo vuestra pequeña parte del mundo. Otras criaturas, antiguas y ancestrales, subsisten en espacios remotos, en los más profundos infiernos, los abismos de los océanos y en el dilatado urano. Mas también las hay junto a las costas, las montañas, e incluso en los valles que habitáis; seres anteriores a la llegada del hombre ocultos a vuestros ojos. Pero esto ya lo imaginabais, vosotros mismos conocíais la existencia del gigante de Candavia.
—Cierto —confesó sonriéndose el rey Partos—. Los supersticiosos ancianos me hicieron creer que daríamos con un gigante, aquí en tu reino. Nada de eso ha sucedido.
—Os puedo asegurar que sí que lo hallasteis...
Aquella insólita aseveración nos dejó a todos admirados, y esperamos con interés a que continuara su discurso. El sendero por el que habíamos ascendido finalizó en una angosta terraza: a un lado, una empinada pared; al otro, el vacío, Cedalión se asomó a él, completó la sentencia, y nosotros la comprendimos cuando reparamos en el lugar que nos indicaba.
—... y por su boca os adentrasteis.
Exclamaciones de pasmo, estupor y asombro salieron de nuestros pechos. Los latidos de mi corazón se aceleraron, di un paso atrás y me respaldé en la pared con el objeto de digerir lo que se presentaba ante mis ojos, sin temor a que me fallaran las piernas y cayera por el precipicio:
El cuerpo estaba tendido de costado, uno de sus brazos se extendía por la cresta del roquedal, el otro no podía distinguirlo desde aquel punto. Su cabeza, con la testa coronada por un casco de combate, descansaba apoyando la barba sobre la anegada terraza. Por la boca monstruosa vomitaba agua abundante, derramándose en cascada hacia la balsa de los lobos.
—¿Quién es? ¿O qué es? —pregunté entrecortando la voz.
—Es un gigante de bronce —respondió en seguida Museo—. Toda la gruta es el interior de un gigante. Dicen que Minos, el hijo de Europa, posee uno igual, que está vivo y le sirve custodiando la isla.
—No, no son de bronce —le replicó Cedalión—, pero tampoco de carne y huesos. Pertenecen a una raza extinta cuyo nombre ha quedado en el olvido. Este cayó aquí, sin duda abatido por mano enemiga. Helios me habló de él, allá en su palacio de oriente.
—Por esta razón os instalasteis en Candavia.
—En efecto—afirmó—. Todo él es de sólido metal, inalterable al martillo y la picota. Solo se rinde a una mezcla de agua, fuego y azufre que los dáctilos elaboran. Ellos le añaden el raspado de una oscura roca dando a la composición su prodigiosa cualidad. La roca, que trajeron consigo desde la nación arimaspea, el grifo nos la ha arrebatado y la mantiene oculta en su nido, en las alturas de esta abrupta pendiente.
De este modo se expresó Cedalión, al tiempo que hendía profunda la tierra con el filo de su hacha.
Llegado el momento de depositar los granos, procedí con recelo. No alcanzaba a comprender qué impulsó a una bestia alada a trasladarse desde el otro lado del mundo, con el único propósito de despojar a unos mineros de su roca.
Tras la siembra y la crecida, los dáctilos saltaron al tallo y comenzaron la escalada, los demás les seguimos de cerca. Esta vez, el ascenso se hizo más prolongado y la pared se fue estrechando, formando una aguja solo accesible por las aves de alto vuelo.
Conforme trepaba, imaginaba todas las dificultades que pudieran producirse en aquella incursión, incluso las más improbables; después, concebía en mi mente posibles medios de superarlas. Voces sobre mi cabeza rompieron el hilo de mis cavilaciones, alcé la mirada y vi a los mineros de Cedalión abandonar la planta. Habíamos arribado a la cumbre del nido.
espera... antes de seguir, vota por favor..
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