VII La Inmaculada de Macedón

Forasteros, ahora os referiré el origen de la espada que a mi casa habéis traído, tal como se la oí recitar a mi maestro tiempo ha:

»En una edad antigua, anterior a la vuestra, los gigantes vagaban por la tierra. Los había de diversas condiciones y tamaños, pero todos salvajes y brutales, despiadados enemigos tanto de dioses como de mortales. Mientras Zeus y su prole hacían la guerra a los más poderosos, los hombres combatían aquellos que se ocultaban en las cavernosas montañas. Estos gigantes menores poseían una piel muy dura, y el bronce de las saetas y lanzas se quebraba al intentar herirlos.

»Macedón, caudillo de las huestes de los hombres, suplicó ayuda a su padre, el soberano del cielo. Este dios impetuoso lo tuvo de una mujer mortal, a la que se unió una noche en el palacio paterno.

»Zeus lo enviaría a los telquines a fin de que le forjaran un arma con adamantio azul, un metal irrompible que solo ellos eran capaces de fraguar. Seres primigenios, semejantes a los tritones, grandes metalúrgicos que antaño habían servido a los soberbios titanes, y después gozaron del favor de los nuevos olímpicos.

» Sin embargo, los telquines simpatizaban en secreto con la causa de los gigantes y no querían hacer nada que los perjudicara. Mas temían el rayo del implacable Zeus, y acabaron accediendo a la petición de su ínclito hijo.

»Ellos le fabricaron una hoja inquebrantable. No obstante, añadieron a la fórmula de su adamantio unas gotas de sangre de la horrible gorgona, para que infundiera temor en los corazones de los adversarios. Asimismo, con sus artes la privaron de la facultad de matar.

»Cuando el héroe desafió a los gigantes con la prodigiosa espada, nadie osaba enfrentarse a él, huían a ponerse a salvo. Y si alguno conseguía apresar, no alcanzaba a ensartarlo, ni trincharlo, ni siquiera degollarlo, dado que su hoja estaba roma.

»Loco de ira por el engaño, asaltó la gruta de los telquines y los exterminó. Toda aquella raza de industriosos forjadores desapareció de la tierra, y con ella el dominio de su ciencia.

»Si bien Macedón no se separó de la espada y ganó muchas batallas gracias a su hechizo de persuasión, nunca logró derramar sangre, conservándose la hoja virgen, inmaculada.

»Y este, muchacho, es el origen de su nombre. Ahora dime el tuyo, cuál es tu linaje y cómo llegó a tus manos. Habla con verdad y nada me ocultes. Pues tengo el poder de reconocer la mentira y me repugna y solivianta. Responde, ¿eres tú progenie de Ma...?

—No, no..., honorable maestro —le contesté antes de que terminara—, o acaso yo lo ignore. La espada la custodiaron los líderes que sucedieron a Macedón. Mis antepasados, tras edificar el palacio de Licnido, allí la depositaron para que sirviera de juramento a los jefes y gobernantes venideros.

»Yo nací en este mismo palacio y me gloriaba de haber sido engendrado por Clito, el último rey custodio. En cambio, acontecimientos recientes han desvelado que desciendo del numen que habita en las oscuras aguas del Drilón y de la reina Brisa, de la estirpe de Cadmo. Ella se desposó con Clito estando encinta de mí, ambos me llamaron Hijo del Río, y no puede haber un nombre más acertado.

»A Clito lo ha reclamado Hades a su sombría morada, y los dasaretas gobiernan ahora la ciudad del lago. Mi veneranda madre, temiendo por mi vida, me designó guardián de la espada Macedonia y me hizo marchar al exilio. Todo cuanto digo es cierto y ningún suceso he alterado.

—Presumo que es veraz lo que afirmas, mas nada de lo que dices explica vuestra presencia aquí.

—Porque no me corresponde a mí exponer el motivo de esta expedición.

Así diciendo, me volví hacia Partos, que ya se había adelantado. Él miró al anfitrión, y este, arqueando las pobladas cejas, le concedió la venia de pronunciarse.

—Bienes sinnúmero derramen los dioses sobre ti, rey de la montaña. Mi nombre es Partos, primogénito de Escampa; y al igual que el Hijo del Río, llevo la sangre de Ilirio y de Cadmo, y de otros ancestros ilustres que no citaré por temor a extenderme. Con todo, esto no ha impedido que el funesto destino se mofase de mí, haciéndome el más infeliz de los hombres.

El discurso de Partos despertó el interés del barbudo y melenudo señor del martillo, lo delataba el mudar de su semblante. Fue en ese momento que nos hizo partícipes del extraordinario don que las divinidades le habían otorgado.

—Vuestros ojos me son transparentes, a través de ellos puedo contemplaros las almas. En ti he sentido la amargura a la que aludes, veo la sabiduría en Mopso, la prudencia en Falero, y la sensible naturaleza del que está junto a él. Tampoco me es ajena la conexión que tiene el muchacho con el líquido elemento. Pero háblanos de ti y de lo que te contrista, si al hacerlo no te ocasiona excesivo dolor. Dínoslo, pues mi corazón me inclina a consolarte y siempre es de gran valor el consejo de un amigo.

—Señor, yo era un joven de desmesurada soberbia y lo que más ansiaba en este mundo era el poder. Despreciando las enseñanzas de varones mejores que yo, me impacientaba por obtenerlo. Por fin, Zeus puso en mis manos un cetro y unas leyes, y con el propósito de castigarme, hizo a mi reino desventurado. Pronto comencé a padecer por sus desdichas, a afligirme cuando los animales enfermaban, a angustiarme si las cosechas se perdían. Mi gente sufre y nada he podido hacer para evitarlo.

»Buscando el origen de los infortunios, descubrimos un río de aguas nocivas que se esparce sobre los campos. Junto a estos valientes compañeros, y con el patrocinio de mis penates, decidimos remontar su curso.

En ese instante, Partos enmudeció; en modo alguno deseaba acusarlo de envenenar sus tierras, y aguardó a que él mismo llegara a esa conclusión. Al contrario de lo que pudiera parecer por su aspecto salvaje, estábamos ante un ser benigno y elocuente, empero también de bruscos cambios de humor, que se dejaban ver en la amplia expresividad de su rostro. Ahora mostraba una profunda tristeza, sus ojos se humedecieron y su voz se entrecortó al hablar.

—Soberano del valle, se me encoge el corazón en el pecho al pensar que son las aguas de esta mina la causa del azote de tu pueblo. Somos gente pacífica y no deseamos perjudicar a nadie con nuestra labor.

No es justo ni piadoso, entre hombres civilizados, interrogar al anfitrión en su morada. Se debe esperar a que él se manifieste cuando lo considere oportuno. Pero aquel era un momento propicio y Falero se sirvió de ello.

—Sentimos importunaros, magnánimo señor, con tan lamentable noticia. Mas no os aflijáis, amigo, por lo pasado, no se os culpa de ello. Ea, decidnos quiénes sois, qué hacéis aquí, y uniendo nuestros juicios busquemos una solución beneficiosa para todos.

—Augustos huéspedes, como advertís por mi estatura y condición, yo no pertenezco a ninguna de las tribus de los hombres. Soy lo que los mortales llaman un enano, y los dioses un dvergar. Mi gente, de dilatada longevidad, habita en los confines de la tierra, a la que algunos conocen con el término de Hiperbórea, donde la nieve es perpetua, horadando las montañas en busca de materiales con los que fabricar armas, joyas y otros objetos de gran valor. El nombre que adquirimos tenemos por costumbre no revelarlo a extraños, por temor a que estos obtengan poder sobre nosotros. Sin embargo, no me irritaré con aquel que consiga descifrarlo.

Así diciendo, se alzó de su trono y, dando vueltas alrededor de la hoguera, recitó el acertijo:

Yo soy el que cuida de los que moran en el carro aquel, que sin ruedas se desliza a través del inmenso campo estéril.

Fascinados, quedamos todos en silencio, meditando cómo darle sentido. Yo pensaba en los residentes del carro, y recordé que, entre los escitas, los hay que edifican chozas de mimbre en lo alto de sus carretas, pero estas sí que están provistas de ruedas. El campo estéril podía referirse a un desierto similar a los que existen en la lejana Libia, tierras marchitas, emponzoñadas por la viperina prole de Medusa.

Mientras esto cavilaba, observaba a Museo, sin duda, a él, más que a ninguno, el enigma lo mantenía preso. Tenía el rostro enrojecido de excitación y sus ojos vivos arrojaban destellos. Cuando nuestro anfitrión se detuvo junto a él, lo interrogó con la mirada, y el aedo le respondió con una pregunta.

—¿Y qué impulsa, por ventura, a tan insólito vehículo?


Museo se sonrió, era claro que ya conocía la respuesta. Se puso en pie, cogió el cayado del adivino, y lo levantó en señal para que todos le atendieran.

—Escuchadme, pero sin interrumpirme, pues ello es un inconveniente aun para el más experimentado orador. Habiendo creo yo resuelto lo que nos ocupa, se me ha revelado que hoy soy huésped y amigo de aquel que, por sus obras, ha beneficiado en gran medida tanto a hombres como a dioses. He aquí la solución:

No hay campo más inmenso ni más estéril que el anchuroso mar.

Por el cual se deslizan los navíos, carros sin ruedas.

Estos son impulsados por el viento que infla su terso velamen, el impetuoso corcel.

Asimismo, sus remos golpean y cortan las salobres aguas, largos como lanzas.

¿Y quién mora en los navíos sino los esforzados marineros?

»Sí, este es en verdad el significado de vuestro nombre:

'El que cuida de los marineros',

En la primera y más antigua de las lenguas, que ahora he de pronunciar. Mas no con el deseo de obtener poder sobre vos, antes bien por alabar vuestra gloria y que estos también os reconozcan:

Compañeros, este que veis aquí es Cedalión, hábil en doblegar los metales. Venido del norte, se llegó a la isla de Lemnos, donde ejerció de maestro armero en la fragua del divino Hefesto, y desde allí se uniría a Orión en su travesía hacia la salida del sol.

¿Quién eres tú, que con tu dulce predicar haces que se me ablande el corazón? —le interrogó el admirado enano—. Dime cuál es tu nombre y qué te ha impulsado a adentrarte en esta mina.

En efecto, Museo poseía un agradable timbre de voz y armoniosa era la cadencia de sus oraciones. Las palabras salían de su boca con exquisita fluidez, cobrando intensidad y belleza al instante. Todo un deleite oírlo hablar, en especial por un espíritu sensible, como el que se ocultaba tras la bruta apariencia del enano Cedalión.

—Ilustre soberano, yo no desciendo de alto abolengo, al contrario de los varones a los que acompaño. Respecto a mi nombre, los hijos de Eumolpo me llamaron Museo cuando me acogieron, al carecer yo de padres y familiares que me pudieran atender. Estos sacerdotes, consagrados al culto de la venerada Deméter, me instruyeron en el canto, la música y la divina oratoria. Los coros de los Eumólpidas son lúgubres y quejumbrosos, elinos y trenos que se recitan en las exequias de aquellos que cruzan el umbral hacia la última morada. A mí, sin embargo, me cautivaba la épica y las historias legendarias.

»De esta manera, abandoné Eleusis, la ciudad de la que procedo, y me inicié de poeta celebrando las obras de los héroes y las gestas de los antepasados por las anchas calles de Atenas. Si bien en el fondo de mi alma mis versos se me antojaban vacíos, sin fuerza ni sentimiento. Debía aventurarme a un audaz periplo y experimentar las hazañas y sergas que anhelaba transmitir.

»Pero la labor del viajero es de lo más sufrida y no exenta de peligros. Nadie quería contratar a un muchacho cantor, imberbe y blando. Un día supe que Falero precisaba de conductores para transportar la miel de Butes a lejas tierras; de inmediato, me presenté en su casa y no cesé de suplicarle que me llevara con él, hasta que su corazón generoso se dejó persuadir.

»En lo referente a esta empresa, mi función ha sido la de amansar a las fieras del camino y desarrollar la planta por la que hemos trepado hasta tu cavernosa mansión.

¿Y cómo has podido realizar tales portentos? —preguntó Cedalión.

El aedo miró a Mopso buscando su asentimiento, y este se lo dio ladeando la cabeza. Luego refirió lo acontecido, desde que halláramos las sagradas reliquias, hasta la fuga de la balsa de los lobos. Habida cuenta de que el rostro del enano denotaba incredulidad, enterré unos granos en su presencia y los hice germinar con la regadera. Museo tocó la canción del bosque y la verde legumbre se extendió recia hacia el techo de la caverna.

Cedalión se quedó en silencio y sus mineros despedían suspiros de asombro; abandonó su trono de madera de pino, se acercó a nosotros y tomó el reseco cayado, signo de que en su mente había formado una idea y deseaba llamar la atención con la voluntad de exponerla.

—En los inaccesibles riscos de la montaña, un terrible grifo habita, grande como un buey, violento y despiadado como un león. Este pernicioso pájaro se ha apoderado de un objeto muy valioso para los dáctilos, pues es un consumado saqueador, gusta de hacerse de tesoros ajenos y depositarlos en su nido, edificado en la más alta cumbre de Candavia.

»Asistidnos en alcanzar ese lugar y, con el poder de estos divinos dones, a recuperar lo que es nuestro por derecho. A cambio, desviaremos las pestíferas aguas que expulsa el lavatorio de la mina lejos del valle de los partos. Además, añado que, jurándolo por los inviolables remolinos de la laguna Estigia, nadie de entre vosotros abandonará mis dominios sin que sus armas hayan probado el fuego reparador de mi fragua.

El rey Partos se adelantó, asió el cayado y le contestó en amistosos términos.

—Próvido Cedalión, vinimos en busca de un perverso gigante, y lo que hallamos ha sido un renombrado varón, piadoso y hospitalario. Por ello, el corazón me dicta poner mi persona a tu servicio, mas no hablaré por boca de estos porque hombres libres son. Ea, procedamos como voy a decir: llenemos una magnífica copa de rojo vino y consagrémosla a la ceremonia del voto. A continuación, aquel que desee unirse a tu empresa selle su juramento haciendo la debida libación.

Todos aplaudimos su discurso, y no hubo ninguno que se resistiera a libar del cáliz de la alianza. Por lo cual, acordamos partir al encuentro del pájaro ladrón con la primera luz de la mañana. Luego conversamos, cantamos y reímos; y volvimos a comer y a beber hasta que un placentero sopor nos invadió, entonces nos acostamos y gozamos de los beneficios del sueño.


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