VI El ejecutor de la sombra

Una abovedada sala con un estanque en el centro custodiaba la entrada, sin duda, restos que el torrente dejara en su nocturno fluir. Al fondo una angostura se bifurcaba en dos direcciones, nosotros continuamos por aquella donde el agua seguía encharcándose; a ciegas, en fila de a uno, apoyadas las manos en el hombro del compañero. A medida que avanzábamos, los golpes se potenciaban, con un eco metálico retumbando sobre las pulidas paredes.

—¿Qué siniestra caverna es esta, que ruge bajo la lumbre del sol y en la tenebrosa noche vomita? —sentí murmurar a Museo.

De pronto, en la más profunda oscuridad, un fulgor centelleó.

—Nada tengo que ver con eso —replicó Mopso.

—¡Hay alguien aquí! —se alertó Partos.

—No —intervine yo—. Esa luz debe de emanar del final del túnel, del que ya estamos cerca.

El resplandor aumentaba conforme nos movíamos hacia él, hasta que el túnel se acabó y pudimos contemplar lo que se emplazaba más allá.

Ahora nos encontrábamos en el foso de una laguna, excavado en el piso de una enorme caverna, amplia, insondable, de extraordinarias columnas atravesando sus dilatadas alturas. A la negra laguna la alimentaban tres ríos, uno era de aguas cristalinas, otro de fuego abrasador; y el tercero, de menor caudal, transportaba azufres y ácidos humeantes.

Caminamos junto al canal donde el primer río fluía. Taponada se hallaba su desembocadura por una empalizada hecha de troncos de abeto unidos con fuertes correas. Mientras la observábamos, comenzó a crujir amenazante, parecía que fuera a romperse.

Empero eso no es lo que sucedió:

La empalizada se elevó hacia el cielo y las aguas penetraron con gran violencia. En un instante, la orilla desaparecía bajo nuestros pies y el desagüe, el túnel por el que habíamos entrado, se inundó levantando un hambriento remolino que tiraba de nosotros.

—¡Sujetaos! —nos advirtió Mopso alzando la hueca voz.

Sin embargo, ya era tarde para Museo: estando lejos, perdió el equilibrio y fue arrastrado por la espiral de la corriente, girando alrededor del foso. Él nos llamaba angustiado alargando sus manos, intentando cogerse a las nuestras. Quisimos ayudarle, pero no podíamos, la vorágine nos hubiera engullido con él.

Falero me miró desesperado. Él, más que nadie, conocía la celeridad de pensamiento que me invadía en situaciones de extremada urgencia, y ahora depositaba su fe en ello.

—¡La empalizada, hay que cerrarla! —grité.

—Demasiado alta —dijo él—, imposible de alcanzar.

—Puedo lograrlo si montas a los hombros de Partos y yo a los tuyos.

El monarca, que también confiaba en mi ingenio, se apoyó contra el muro ofreciendo sus anchas espaldas. Era el más alto y no necesitaba andar a flote, pues aún pisaba firme el sólido fondo sin que el agua le cubriera su pecho poderoso.

Falero subió veloz y, con sus pies en los galones del vigoroso rey, extendió las manos sobre la pared para ayudarse a mantener el equilibrio. Por último, Mopso me entregó su cuchillo ceremonial y me impulsó favoreciéndome el ascenso por las espaldas de los compañeros. Una vez arriba, advertí que aún no conquistaba el lomo de la estructura, había calculado mal.

—¡Continúa! —me instó Falero— No tengas cuidado.

Acto seguido, se estiró y, accediendo yo a su cabeza cual peldaño, conseguí encaramarme al portón. Este se unía a un juego de poleas a través de tres retorcidas cuerdas, que giraban al accionar unas palancas instaladas en el piso de la meseta. De seguro que desde allí se movía la empalizada a voluntad. Lo sensato hubiera sido cerrarla por este medio, pero a Museo se le acababa el tiempo.

Desenvainé la muy afilada hoja de Mopso y no tuve dificultad en cortar la cuerda del flanco más cercano a mí. Gateé por encima, pasé de largo el eje central, debía dejarlo para el final o la compuerta se saldría de sus guías sin taponar el chorro. Cercené la cuerda del otro flanco, y toda la estructura se inclinó meciéndose a causa de mi peso. Me incorporé presuroso, corrí hasta el centro y esperé a que se estabilizara. Me dispuse a cortar la última cuerda, al hacerlo, la compuerta caería conmigo en lo alto, algo que no había contemplado. Si con el golpe los troncos se resquebrajaban y se abrían, mi cuerpo se expondría a quedar empalado. Pese a ello, no permití que el miedo me atenazara.

Encomendándome a las divinidades, levanté el brazo y descargué el cuchillo con fuerza. La plancha cayó hundiéndose en el furioso río que, al no poder vomitar sus aguas en el foso, retrocedió perdiéndose en los abismos de la monumental caverna. En la laguna, el remolino aminoró el flujo y el vórtice se cerró. Cerca estuvo el extenuado aedo de ser tragado por él. Pero Falero ya estaba allí, se lanzó a lo profundo al desplomarse la compuerta, y ahora cargaba con su hermano hacia la orilla.

Lo tumbamos sobre el lodo, se hallaba inconsciente, parecía que hubiera abandonado el mundo de los vivos. Nos arremolinamos a su alrededor implorando cada cual a su dios por la salvación de nuestro amigo.

—¡Apartaos! —nos ordenó Mopso.

Dimos un paso atrás y el adivino se dispuso a inspeccionar el cuerpo. Le inclinó la cabeza, lo puso de costado y le presionó el pecho con sus manos. De improviso, Museo desplegó los labios, tosió enérgico y vomitó abundante agua. En su agonía habló, y lo que dijo nos abatió el espíritu.

—Lo he visto, he visto al gigante.

Así se expresó Museo, una vez recobrado el aliento, y a todos se nos escapaba el valor por la boca al oírlo.

—Avancemos hacia él antes de que sepa de nuestra presencia —nos exhortó Mopso.

Se había alejado de nosotros y comenzaba a iniciar el ascenso. Escalamos la compuerta para seguirlo, esta temblaba y se balanceaba a consecuencia del agua presionando en el otro lado. A continuación, trepamos por el empinado muro de piedra y conquistamos la llanura que rodeaba el exterior del foso. Una intensa luz rojiza se dejó ver frente a nosotros, era el fuego en movimiento, cuyo resplandor iluminaba las paredes y el piso.

Caminamos por la ribera del río incandescente, ocultándonos entre las columnas y las eminencias de la superficie; y siguiendo el incesante retumbar, dimos con el ejecutor de la sombra:

Un ser en extremo corpulento, de ancho tronco, del que salía una melenuda y desproporcionada cabeza sin apenas cuello que la soportara. Sus brazos, velludos también, terminaban en unas manos amplias y gruesas. En una de ellas sostenía un pesado martillo, con el que golpeaba un ardiente trozo de metal, el origen de los latidos que nos habían guiado hasta allí.

Sí, en apariencia, era todo lo que uno puede esperar de un gigante nacido de la tierra, salvo por... su altura: muy inferior a los varones que pueblan este lado del mundo, diríase la de un infante que no ha vivido más de nueve invernadas.

Allí, pasmados de asombro y horror, contemplando a la singular criatura que teníamos en frente, no advertimos que estábamos siendo sitiados por detrás. El contacto del frío y afilado bronce aguijoneándonos las espaldas nos hizo salir del encantamiento y girarnos.

Lo que vimos, ¡oh, prodigio! Si el mediano nos resultaba extraño, no menos insólitos se revelaban los cinco guerreros que con sus lanzas nos hostigaban. Aunque delgados, baja era su talla también; y en contraste con el otro, carecían de pelo en sus pálidos rostros y en el resto de sus menudos cuerpos. En último término, lo más perturbador fueron sus ojos, pues parecían poseer solo uno, grande y redondo, emplazado sobre el puente de la nariz. Eran diminutos cíclopes que habitaban en compañía de un más diminuto gigante.

Harto maravillados para sucumbir al espanto, soltamos las armas y nos dejamos escoltar adonde se encontraba el ser de la forja que, descansando el martillo en el yunque, se acercó a nosotros y dijo alzando su bronca voz:

—¿Es esta la prudencia de la que se envanece la raza de los hombres, irrumpiendo en casa ajena sin tener la deferencia de venir a presentaros?

—Mi señor, yo soy Mopso —se apresuró a decir el adivino—, fiel sacerdote de Apolo, augur que interpreta el vuelo de las aves, hechicero, sanador...

—Muchas son las maestrías que dices dominar, hijo de Ampico —le interrumpió—. Una la sigues ejerciendo desde nuestro anterior encuentro, y esta es la vanidad.

—¿Somos conocidos? No os retengo en mi memoria...

—Eso es porque entonces eras un chiquillo consentido. Tu padre te trajo a mi fragua el día que se llegó en busca de equipamiento con el que armar a los pastores de Caonia.

—¡Qué feliz coincidencia! —se alegró Mopso—. Zeus, protector de los huéspedes, nos ha querido reunir de nuevo, otorgándonos a ambos próspera dicha. Estos que me acompañan...

—A ellos no los reconozco, pero sí las armas de las que han hecho alarde desde que pusieron pie en mis dominios.

Diciendo así, ordenó a los guerreros que se las acercaran; y al ser bañados sus semblantes por la rojiza luz de la forja, se apaciguó nuestro espíritu al apreciar que el ojo que les figurábamos tan solo era un dibujo bajo la piel y que, en realidad, tenían dos como el resto de los mortales. Si bien los suyos eran más pequeños en proporción con sus calvas cabezas.

Su caudillo, el velludo herrero, asió el arco de Falero, lo apoyó sobre el faldón empellejado que cubría sus gruesos muslos, y lo examinó describiéndolo de esta suerte:

—Soberbios cuernos de buco montés, dieciséis palmos de largada, pulidos, ajustados y decorados con plata y marfil por la mano de un artífice habilidoso, cuyo rico relieve presenta la proeza del certero Alcón, héroe de la estirpe de Erecteo. Su carcaj, no menos exquisito, fabricado con el cuero del mismo astado y rematado en oro. ¿Acaso eres tú su retoño, aquel que salvó de la sierpe?

—Os lo confirmo. Falero, para serviros. Presumo que también conocisteis a mi padre...

—No, pero supe de sus hazañas y de los estragos que causaron sus dardos a la ciudad de Eleusis, el día que la conquistó para gloria de Atenas y de su rey.

Retornó el arco a Falero. Acto seguido, se fijó en Macedonia, la desenvainó despacio, acariciándola, admirándola, saboreando cada detalle.

—¿Os es familiar esta espada, maestro forjador? —le interrogué.

A él pareció ofenderle la pregunta, levantó las pobladas cejas arrojó terrible la mirada. El rostro afable se había extinguido. Se quedó en silencio, irritado, meditando si descargar su cólera y castigarme por mi osadía. Yo agaché la cabeza y su voz ronca taladró mis oídos, con tono muy grave, casi ofensivo.

—Es una hoja legendaria, muchacho. Sería un necio si no la reconociera, es la Inmaculada de Macedón.

—¿La Inmaculada? Ignoraba su nombre. De seguro que vos sabéis de su origen.

Él volvió a censurarme con la vista, mas no tardó en relajar el ceño, saliéndole del pecho una tremenda carcajada que resonó por toda la cóncava estancia.

—Posees una curiosidad impertinente y audaz. ¡Ah!, no obstante, me placen tus preguntas. Nada en este mundo ni en el otro hay para mí tan gozoso como el arte de la fragua. Te contaré lo que ansías saber, pero antes formalizaremos las leyes de la hospitalidad establecidas por el padre Zeus.

Tras hablar así, nos presentó a sus guerreros y le encomendó a cada uno un cometido. Ellos, diligentes, soltaron las lanzas y se afanaron en preparar el almuerzo:

Acmón, el más alto, tendió en el suelo una rama de higuera, la cual había resquebrajado y abierto, dejando expuesto su interior; apoyó sobre ella la punta de una fina vara y comenzó a darle vueltas con sus manos, provocando una fricción entre ambas. En un momento, presenciamos, atónitos, ondas blanquecinas que salían de allí donde las maderas se frotaban, y estas se propagaron a unas ramitas amontonadas junto a la rama de higuera.

Celmis recogió la humeante yesca, se la acercó a la boca, la venteó y la hizo arder. Luego, la volvió a depositar en el suelo y la nutrió de leña, formándose un fuego grande y poderoso.

Cuando las llamas descendieron, Peoneo extendió las brasas, y en un tajón que arrimó a la lumbre, colocó las espaldas de una oveja. Mientras esto se ejecutaba, Epimedes y Yasión aparejaron mullidos asientos de piel alrededor de la hoguera, canastillas de tortas de pan, vino y agua purificadora.

Habiéndose todo dispuesto, sentados ya los comensales, alargamos las manos para tomar los alimentos que nos habían servido. Comimos, bebimos y sosegamos nuestros corazones al ver que aquellos hombrecillos deformes eran en verdad civilizados y amistosos.

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