V. El tercer auxiliador


«No, los penates no nos asistirán. Ellos no se ocupan de las batallas ni de enfrentamientos con fieras. Son deidades de campesinos, pastores y cultivadores de habas». Este lamento mío una idea me inspiró, que presto la compartí.

—De las tres divinidades, tan solo Príapo y Pan se han manifestado. Acaso si Ciamites se revelara también, podría proporcionarnos una salida no violenta a nuestra desesperada situación.

Mis palabras levantaron sentimientos dispares, entre el escepticismo y la esperanza. En esta suerte, mientras discutíamos, los lobos se habían ido acercando al claro de luna, haciéndose visibles. Ahora ladraban amenazando, animándose unos a otros.

—Ve —me ordenó Mopso—, no te demores más.

Bajé veloz desde el risco y penetré en el agua. La espuma blanca, anunciadora de prodigios, apareció al instante sobre la superficie, agitada, impetuosa, brotando con fuerza en torno a mi cuerpo como nunca antes. Busqué a mi alrededor con angustia, esperando hallar a la bestia más grande y furibunda de cuantas pueblan la tierra y los infiernos, dispuesta a maltratarme y llenar de congoja mi pecho. Pero no fue eso lo que percibieron mis ojos:

Se le veía agachado junto a la orilla de la balsa, pegado a la pared, frente a ella. Me llegué a él chapoteando. Era un varón de pelo cano, recién entraba en la senectud. Vestía una túnica mugrienta, con remiendos, andrajosa, y en torno a sus piernas se había anudado unas polainas forradas de piel, de las que usan los campesinos para evitar los raspones. La cabeza se cubría con un gorro de pellejo de cabra, y de su boca salía un son, una melodía que no me resultaba ignota.

El anciano, con una pequeña hoz, se aplicaba en surcar el húmedo suelo, sin tomar conciencia de lo que a su espalda acontecía.

—Señor —le dije—, mis amigos y yo nos encontramos en grave peligro, una jauría de salvajes canes amenaza con devorarnos, y no tenemos medio de impedirlo.

Pero él no respondía, permanecía inclinado, canturreando sin elevar la vista. Llevaba el regazo cargado de habas; y en el ajetreo de su labor, había provocado que algunas cayeran rodando bajo sus pies, y se afanaba por recuperarlas.

—Venerable, te lo imploro —volví a suplicarle—. Ya seas hombre o inmortal, o tu naturaleza participe de ambos, apiádate de nosotros, no permitas que perezcamos de tan miserable manera en esta tortuosa montaña, apartados de los nuestros.

Salí del agua al ver que seguía sin advertir mi presencia; y al hacerlo, su cuerpo se descompuso en vapor ante mi pasmo, que la suave brisa de la cascada disipó, alejándolo de mí.

Frustrado y abatido me dejé caer en la orilla, nada parecía tener sentido, por el contrario, no podía ser casual. Los penates se habían manifestado y dejado sus arcanos mensajes con el designio de que yo los descifrara. Detrás la lucha se reanudaba, el aire se llenaba de los gritos de mis compañeros y el gruñir de las fieras. Debía pensar con celeridad.

La visión me asaltó repentina como tantas veces, pujante, cuasi violenta desde el interior, mostrándome en un mismo impulso todas las respuestas, y me apresté a ponerlas en orden:

Recogí las habas desparramadas y enterré algunas en la zanja cavada por Ciamites. A continuación, corrí a la posición de Partos y le pedí la regadera, la llené de agua y la derramé sobre la siembra.

Al instante, de la tierra, emergieron tres floreadas matas de fuerte tallo y verdes hojas, creciendo lozanas hasta alcanzar la altura de un hombre erguido. Mientras me maravillaba, me vino a la mente la canción del anciano y me dirigí de nuevo al saliente.

A Falero ya no le quedaban flechas y ahora se hallaba en primera línea junto a los demás, en compacta formación. Los lobos, envalentonados, estaban más cerca, tanto que sentíamos el hálito de sus hocicos.

Tiré del brazo a Museo para llamar su atención.

—Museo, amigo. Es necesario que toques la melodía de Pan.

—Pero...

—Escucha y confía, hermano —le interrumpí cogiéndole la flauta que le colgaba del costado y depositándola en sus manos—. Este es tu momento, haz sonar la voz del bosque.

El aedo asintió con la cabeza, aceptó el instrumento, se lo acercó a la boca y comenzó a soplar. Miré hacia atrás, a las recientes brotadas plantas, y allí a la vista de todos, las manchadas flores blancas se tornaron vainas que se hinchaban y se abrían, dejando caer el fruto de Ciamites a tierra, y estas volvían a germinar a su vez.

La música dominaba el ambiente hasta tal punto que los montaraces lobos se abstuvieron de pelear, y nos observaban sorprendidos y desconcertados.

En el ínterin, las legumbres seguían extendiéndose. Sus ramas se entrelazaban con aquellas que acababan de nacer, formando una colosal enredadera que se elevaba y crecía a cada nota del armonioso instrumento.

Mopso fue el primero en subir, se había vuelto a separar de nosotros sin que nadie se apercibiera de ello. Cuando ganó una altura prudente, se detuvo e hizo señas para que le siguiéramos. En silencio, nos dirigimos al pie de la gran planta y nos encaramamos a ella. Todos salvo el flautista, que continuaba soplando los canutos.

Mas Falero y el soberano Partos no abandonarían al compañero: apostándose a ambos lados del tronco, alargaron uno el arco y el otro la lanza a Museo. Él los atenazó uno con cada mano, y de este modo lo levantaron en volandas, alejándolo del alcance de los lobos.

Entonces nos congratulamos aliviados, y en tanto dábamos gracias al cielo por tan extraordinaria fuga, Mopso, desde más arriba, nos apremió con estas aladas palabras:

—Vosotros, enfundad las armas, asegurad las alforjas y disponeos a trepar.

—Amigos, nuestro augur no se aparta del plan inicial —manifestó Partos—: remontar las aguas del torrente y dar con el gigante que lo emponzoña.

—¿Cómo supiste que es un gigante lo que allí mora? —le pregunté.

A lo que el rey nos refirió cuanto sabía conforme escalábamos por los nudosos tallos de la formidable planta.

—En tiempos remotos, esta montaña era el dominio de un inmenso demonio, cuya cabeza rozaba las luces del cielo. Poseía una indestructible coraza de veneno y fuego, con la que arrasaba las aldeas de los primeros hombres y devastaba sus campos. Así lo creía mi padre, por habérselo transmitido los descendientes de aquellas tribus que una vez habitaron estos lugares.

»Después llegamos los partos, fundamos la ciudad y vivimos en paz durante unos años.

»Pero entonces los pastores comenzaron a contar hechos extraños que aquí sucedían. Hablaban de golpes terribles retumbando como truenos entre las escarpadas laderas, de grandes hogueras que se dejaban ver en las noches estrelladas alumbrando las altas cumbres.

»Luego, los animales enfermaron y los cultivos se tornaron exiguos y yermos. Se corrió la voz por las naciones ilirias, las caravanas cesaron de pasar, y nosotros nos vimos sin tregua azotados por la miseria y la hambruna.

—Si existe ese ser o no, estamos pronto por descubrirlo —nos alertó Mopso señalando una lóbrega grieta hendida en la roca.

El agua se abría paso a través de ella, vertiéndose sobre la terraza que se formaba en el último tramo de la pared, y desde allí se derramaba ladera abajo iniciando la cascada.

Falero se acercó todo lo que pudo sin soltarse del ramaje de la planta, probando a explorar la superficie.

—No puedo calcular el salto, la penumbra distorsiona la distancia.

Al oírlo el hechicero, descolgó su vara del hombro, y la alzó invocando a la luna.

—¡Argentina Selene, ilumina mi senda!

Por segunda vez, su empuñadura resplandeció. En cambio, ahora la luz que desprendía era blanca y tenue, de escasa distancia, pero constante y prolongada sin reducir su fulgor.

Alumbrados por el arcano cayado, nos arrojamos a tierra, agradecidos de abandonar las empinadas alturas. A lo lejos, los lobos celebraban su victoria, aullando a la esfera lunar desde su reconquistada plaza. Más abajo, se adivinaba el lomo del somonte cubierto de selva; y a sus pies, el valle de los partos con sus malogrados campos y apantanados parajes.

Aquella noche la pasamos al raso, alrededor de un confortable fuego que había aparejado el solícito Museo. Sus compañeros, los atenienses y yo, le confiábamos a él esta tarea por ser muy rápido en hacer saltar la chispa, golpeando unas oscuras piedras que siempre llevaba consigo.

Partos dispuso la cena, sacó de su morral fiambre y tortas de cebada, y sirvió complaciente a cada uno su porción. Yo fui el último al que se acercó, me tomó dulce de la mano y, mirándome a los ojos, me dio un fraternal discurso.

—Hijo del Río, en verdad que eres amado de los dioses penates. Ellos te han mostrado el camino y tú lo has comprendido bien. Quiera la divinidad seguir asistiéndonos, y juntos alcancemos la salvación de un pueblo que ha de marchar a tu lado, el día que retornes del exilio a restaurar el trono de los comedores de anguilas. Quede esta alianza sellada por la unión de nuestras manos, que es el juramento más sagrado entre los descendientes de Ilirio. Hasta entonces yo te he de llamar hijo, y te colmaré del afecto que te arrebató la negra Ker cuando reclamó el alma de tu padre querido.

—Tus palabras alivian la tristeza de mi corazón, ¡oh, gran rey! Que todo se cumpla como dices, y en ese futuro nos regocijemos juntos por la felicidad de nuestros pueblos.

Empero era la euforia, la emoción de caminar entre héroes, como un igual, hacia la gloria o la muerte, lo que hacía mitigar el dolor de lo perdido. Me arropé bajo mi manto, henchido de orgullo y gozo, y por vez primera, desde la pérdida de mi padre, Morfeo me envió un sueño agradable.

¡¡¡Pum!!!

Desperté de súbito, la tierra temblaba.

¡¡¡Pum!!!

Abrí los párpados, la aurora lo bañaba todo con sonrosada luz.

¡¡¡Pum!!!

Vi a mis compañeros incorporarse, suspensa la angustia sobre ellos.

¡¡¡Pum!!!

Las aves de los árboles cercanos se espantaron y el adivino, observando sus vuelos, profetizó.

—Amigos, expulsad el temor de vuestros pechos. Estos son solo golpes que del interior proceden y el eco de las laderas magnifica.

Con la punta de su cayado señalaba una alta estructura que se elevaba amenazante cubriéndonos de sombra: una peña lisa, sin aristas, de redondeados contornos. Horadada por cinco agujeros perfectos, dos parejas de igual forma y tamaño, y una quinta apertura, la más grande, por la que emanaba la fuente nocturna del torrente, pues ahora su caudal había menguado.

Partos, el soberano, al oírlo, extrajo la enhiesta pica que le colgaba de la espalda y se plantó frente a nosotros.

—Héroes de Atenas y de la brillante Licnido, hermanos míos, y tú, augur, hijo de la raza indomable de los lápitas, mi amigo fiel. Es hora de que cada cual se encomiende al dios que más aprecie. Yo, por mi parte, a los penates me seguiré acogiendo, que ellos exciten en mí la misma fuerza y ardor que en el pasado inspiraron a mis antepasados.

Diciendo esto, corrió hacia la roca lanza en mano y desapareció entre las tinieblas de la quinta gruta. Mopso lo acompañó de cerca, luego yo, seguido de Falero y Museo en último lugar.


espera... Dale a la estrella, solo te pido eso...

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