IX La columna de fuego
En las escarpas del roquedal, una ancha grieta se abría, todos la habían penetrado ya, salvo Museo y yo. Hallándonos en el umbral que la precedía, le cogí del brazo para que no avanzara y le rogué apelando a su leal afecto.
—Valeroso Museo, ¿harías algo por mí si te lo pidiera?
—Lo ejecutaría solícito, hermano —me respondió sin sombra de vacilación.
—¿Llevas contigo las piedras con las que prendes las hogueras con tanta eficacia?
—Aquí mismo —afirmó mostrándome su zurrón.
—Quiero que reúnas esos matojos y enciendas unas teas.
—¿Y luego?
—Luego dependerá de la necesidad, tú hazme una señal cuando lo tengas dispuesto.
Mientras conversábamos, un clamor de batalla hirió nuestros oídos. Museo asintió y yo accedí al interior de la oquedad.
En la entrada se encontraba Mopso, me quedé junto a él, pasmado de asombro. A mis ojos, el grifo tenía la apariencia de un águila majestuosa, admirable, magnífica, de musculosa constitución y tamaño superior al de la cabaña de un pescador. Su oscuro plumaje contrastaba con el ocre de la caverna. Doradas eran las garras, al igual que su poderoso pico, el cual emitía agudos chillidos hacia el meditabundo adivino, que con el rostro perturbado le prestaba suma atención.
Los dáctilos se esforzaban en apartar al soberbio animal de la negra roca que protegía bajo sus alas, gritándole, hostigándole con la punta de las lanzas. Pero él no cedía terreno, inconmovible, parecía un peñasco recibiendo el bate de las embravecidas olas.
Al fin, Mopso salió de su estatismo y elevó el báculo determinado a conferenciar.
—Escuchadme, amigos, si es que en algo valoráis a los que predicamos los pensamientos de la divinidad. Este pájaro me ha hablado y me ha dicho que robó, mas no fue por codicia, sino con la voluntad de evitar un gran desastre. Acusa a los arimaspos de arruinar y consumir los territorios donde instalan sus minas, mediante el polvo devorador de esa roca infernal. Si consiguen hacerse de nuevo con ella, un desierto de muerte y desolación se extenderá por doquier.
Así se expresó el augur Mopso, y sus palabras llenaron de cólera y excitación el corazón del enano. Con el rostro rojo de ira, se revolvió ultrajándole con vehemencia.
—¡Adivino agorero de males! Conozco bien a los de tu orden, nunca anunciáis nada bueno si no es ventajoso para vosotros mismos. ¡Vete en hora mala! Que nosotros nos llevaremos la gloria que tú con tanta insolencia desprecias.
Partos, que se hallaba en posición de combate próximo a él, nos miraba sin saber qué bando tomar en aquella disputa.
Como quiera que el monarca seguía dubitativo, Mopso le advirtió de esta suerte:
—Heredero de Escampa, si matas a este ser celestial, una maldición caerá sobre tu gente diez veces superior a la que ahora padecen.
Partos bajó la lanza, dio un paso atrás y se vino a nuestro lado.
—¡Cobarde! —le baldonó Cedalión, cargado de odio—. Abomino del día que te acogí en mi morada con los mayores honores. Que los dioses te castiguen por romper la promesa que me hiciste frente a la sagrada copa de la alianza.
—Prefiero que me motejen de cobarde que de impío —le replicó el rey.
Esto motivó que la rabia del enano se acrecentara. Los dáctilos redirigieron sus dallas amenazándonos, y él comenzaba a levantar las fauces de su enorme hacha guerrera.
—¿Cómo? ¿Os atrevéis a medir vuestras fuerzas con las mías? Sea pues, callen las bocas y hablen las armas.
Mopso, Partos y Falero se pusieron en guardia, y una aterradora calma se apoderó de la caverna, igual a la que precede a la destructora tempestad.
Lo que realicé a continuación desconcertó tanto el ánimo de unos como de otros, y nadie se opuso ni pudo impedirlo:
Museo gritó desde el exterior, yo me abalancé sobre él y le arrebaté de las manos los dos hachones que llevaba encendidos. Y allí, a la vista de todos, los arrojé con vigor alcanzando el tallo de la monstruosa planta. Su frondoso ramaje prendió al instante, propagándose las llamaradas por toda la columna.
Cedalión, el primero en reaccionar, corrió hacia afuera rugiendo semejante a un oso enloquecido.
—¡No! ¡No! ¡No! ¡Necio!, ¡¿Qué has hecho?! ¡Nos has condenado!
—Al contrario —le replicó Mopso viniéndole por detrás—. El muchacho nos ha salvado. A ti más que a ninguno, que te obstinabas en cometer un acto execrable a esta criatura que solo buscaba evitarnos la ruina. Pero tú no le creíste, y yo te lo advertí, y tampoco me escuchaste.
Cedalión desvió la vista de la columna de fuego y lo miró desafiante.
—Yo solo creo lo que mis ojos ven y escucho aquello que necesito saber.
—Entonces, ¡contempla, sabe, cree y quédate bien enterado!
Así diciendo el hechicero, dio un salto veloz a un lado, un poderoso chillido salió del interior, y Partos apareció montado en el lomo del formidable grifo. Este se acercó firme al borde del escalón, extendió las alas y comenzó a batirlas, provocando fuertes estallidos y vientos impetuosos. Nosotros nos guarecimos, temerosos bajo las rocas; y él, con un último impulso, se dejó caer al vacío emprendiendo el vuelo entre la tierra y el cielo, haciendo silbar el noto a su paso.
Lo que sucedió después lo sé por boca de otros, de multitudes que lo vivieron y se llenaron de alegría y asombro. Numerosas versiones se refirieron a lo que aconteció en aquel día glorioso. Mas esta que te diré es la que más se expandió y que, creo yo, relatarán los padres a los hijos por muchas generaciones:
«El monarca del valle, bravo y gallardo, tras haber partido en pos de salvaguardar a sus súbditos, regresó cabalgando sobre una majestuosa águila, asistente de Zeus, cuyas zarpas eran de oro puro y su plumaje negro bruno. Algunos aseguraron que poseía dos cabezas con dos picos, que articulaban palabras y anunciaban el retorno del rey».
En cuanto a mí, nada me dio más placer que el sonido del aire y el olor de la selva pasando veloz bajo mis pies. Recuerdo experimentar miedo, agobio, emoción, vértigo, júbilo y euforia. Recuerdo que el pájaro celeste gritó y yo con él. Pensé en mi padre, mi veneranda madre, y en lo gozosos que se sentirían al saber que ya había iniciado el camino aquel que una vez desearon para mí.
A las puertas, mis hermanos atenienses Ítaco, el joven Nérito y Políctor esperaban ansiosos por verme y acompañarme a la mansión del rey. Me abrazaron y colmaron de salutaciones, dando gracias a los dioses por haberme devuelto a ellos salvo.
Luego de asearme y acicalarme, me dirigí a la plaza del mercado, donde se había dispuesto un banquete de carne sin tasa y cráteras colmadas de un vino muy dulce. Allí la ciudadanía entera se regocijaba con bailes y festejos, envuelta en el grasiento humo de las hogueras, riendo, conversando, entonando alegres cánticos en honor a su soberano. Este, sentado en su trono de madera labrada, compartía la felicidad de los suyos.
Vi allí a los dáctilos haciendo espectaculares acrobacias ante el asombro de los más pequeños. Asimismo, distinguí a Falero, coloreando de rubor los carrillos de una voluptuosa muchacha. Ella engalanaba orgullosa su generoso escote con un collar igual al de la reina de Peonia.
A la hora en que la luz del día iniciaba su declive, compareció Mopso, el último en bajar de la montaña. Penetrando en la plaza, enderezó sus pasos hacia mí y, a la vista de todos, me brindó el presente más valioso que jamás me hayan concedido.
—Él me la entregó para ti. Simboliza la deuda que ha contraído contigo.
Yo la levanté a fin de que nadie se privara de admirarla. Era enorme, sublime, suave al tacto y de indescriptible belleza. Al principio, la pluma se mostraba negra, mas, al girarla, su brillo se amplificó apareciendo en la superficie tonalidades carmesí. La gente a mi alrededor comenzó a aplaudir y a vitorear mi nombre, y yo me sentí tímido y satisfecho. En ese instante, el enano Cedalión se acercó portando en la mano un rebosante cáliz y una guirnalda de mirto coronándole la testa.
—¿Es esta la prudencia de la que se envanece la raza de los hombres? ¿llevando la llama destructora a la casa del huésped que benévolo lo acoge?
Me quedé mirándolo, meditando si se mofaba de mí. Mi rostro debió de resultarle muy cómico, pues me dio un fuerte empujón y se sonrió. Luego, su semblante tornose serio, hizo una reverencia y así dijo:
—En mi dilatada existencia nunca vi una acción tan temeraria. Que la fama de tu audacia se extienda a todos los lugares donde llegue la luz del sol.
—Y la grandeza de tu espíritu nunca se
En primer término, aspiro a recobrar mis herramientas, el rey se ha ofrecido a enviar una partida a rescatarlas. Después de esto, aún está por decidir.
—Si tornaras a la Hélade serías recibido con honores —intervino Mopso—. Desde que Hefesto se mudara a los palacios celestiales, no hay nadie que enseñe la ciencia del fuego a los mortales.
En tanto el hechicero y el enano conversaban, un heraldo me anunció que Partos reclamaba mi presencia. Me dirigí a la tarima, en el emplazado de su trono, y vi también a Museo aproximándose en compañía de otro mensajero. Alcanzando ambos la altura del monarca, este se situó entre los dos y posó sus brazos sobre nuestras espaldas con amistosas maneras.
—Mis bravos amigos, mientras los demás se dan al deleite del festín, en nosotros recae el cumplimiento de un sagrado deber, y no deseo demorarlo más. Salgamos ahora, en breve estaremos de regreso.
Caminamos juntos a través de las calles embellecidas con luces e imágenes votivas de los penates. La gente nos salía al encuentro, saludando a su rey con alabanzas, y él les correspondía con palabras de renovada ilusión y esperanza.
Llegamos a las puertas de un templo dotado de bruñidos pórticos y barandales decorados con flores blancas. En el interior, un sacerdote oficiaba una homilía frente a las aras llenas de ofrendas. Allí depositó Partos el recipiente de Príapo, el aedo la flauta de Pan, y yo las restantes semillas que había recibido del divino Ciamites. El sacerdote auguró prosperidad para el reino y para nosotros tres; y profetizó que, bajo aquel altar, volveríamos a encontrarnos cuando sanaran los pastos y las encinas acudieran a pintar de verde las lindes de los trigales.
Y acaso pensaréis que este sería un buen momento donde concluir la historia de las cosas extraordinarias que nos acontecieron en Candavia y el valle de los partos. Mas no quedaría completo mi relato, pues una última tarea habrían de depararnos los hados.
Desandando el camino hacia el lugar de la reunión, conforme nos aproximábamos, ruido de agitación y griterío nos hirió los oídos.
Al arrimarnos al origen del tumulto, vimos mujeres airadas rodeando a los atenienses y zahiriéndolos con palabras ofensivas. A todos, a excepción del viejo Eupálamo, que desde la tribuna se sonreía observando la escena.
—Eupálamo, ¿qué sucede? —le interrogó Museo—. ¿Por qué esas jóvenes increpan a nuestros hermanos?
—Son muchachas seducidas por el cuento de la joya, la que solo la reina de Peonia poseía una igual.
—A dos alcanzo a reconocer que por Falero se dejaron embaucar —intervine yo—. ¿Qué hay de las otras, las que acusan a Ítaco, Nérito y Políctor?
—¡Ah, Hijo del Río! La noche pasada, hallándoos vosotros en lo alto de la montaña, esos tres charlatanes salieron a la conquista, y pusieron en práctica el ardid que en numerosas ocasiones habían visto realizar a Falero. Hoy han vuelto a las andadas, pero, al carecer de toda prudencia, no cambiaron la prenda por un peplo o una pulsera. Ahora ya suman ocho las que decoran su escote con el mismo collar.
Museo se metió entre las mujeres uniéndose a los cuatro reprendidos; que, avergonzados, se apiñaban los unos con los otros, semejantes a una bandada de palomas sobrecogidas por la tempestad.
—¡Desdichados! —les censuró—. No es propio de varones curtidos en sergas temblar como cervatillos. ¿Ya no os acordáis de los penosos trabajos que hemos padecido en esta travesía? ¿De cómo nos enfrentamos a terribles guerreros, bestias salvajes y ríos voraginosos? Sin embargo, hoy no será la espada ni el ingenio los que os sacarán del apuro, sino el poder que me otorgaron las musas y que vosotros, en vuestra ignorancia, tanto menospreciáis.
Diciendo esto, posó sobre su hombro la armoniosa cítara y ejecutó un sonoro tañido rasgándola con los dedos. Las mujeres, al oírlo, quedaron confusas acallando su enojo, y el aedo se sirvió de la quietud para iniciar su recitar...
Nota : Museo recitó la historia de amor, traición y fantasía: "Céfalo y Procris" la podréis encontrar entre mis historias.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top