IV. La expedición de los penates
Al poco, el rey dejose ver por la entrada, alto y de soberbia mirada, diríase el de más gallarda figura de cuantos allí se congregaban. Mopso, así que lo vio, le saludó con la diestra y lisonjeras maneras.
—Salve, soberano, que en prudencia excedes a los demás varones de la casa de Ilirio. ¿Otorgarías a este amigo rogar en favor de los que le acompañan? No serán palabras despreciables las que saldrán de mis labios.
—Habla, si es tu voluntad —accedió el monarca—, mas no olvides que en este país se aborrecen los largos discursos.
—Te lo imploro, jefe supremo de los partos, no permitas que se cometa una villanía. Si entregas estos hombres a Emois, él los inmolará sin piedad y ofrecerá sus cuerpos para juguete de los perros. Es un usurpador insaciable, de altanería ciega, que no cejará en su encono hasta haber exterminado a la estirpe de Enqueleo, o hasta que le llegue el golpe inesperado que le despoje de ese poder que ha tomado por la fuerza. Esto o aquello se cumplirá sin remisión en función de tu dictamen. Así me lo ha manifestado Apolo y despejado te lo transmito, sin envolverlo en oscuros enigmas, con palabra franca, como debe hacerse a un amigo.
—Aludes a un caudillo que impera sobre muchos —contestó el rey—. ¿Quién habría tan insensato que rehusara satisfacer su demanda? Nuestra nación es joven y la bonanza huye de nosotros a medida que avanzamos hacia ella. El futuro que anhelábamos cuando vinimos a esta tierra el gigante nos lo arrebató. Él nos diezma el ganado, ahuyenta las caravanas y un agua emponzoñada baja de su montaña envenenando a los peces y arruinando las cosechas. No, no añadiré a los sufrimientos presentes otros nuevos, no puedo negarme a entregar los fugitivos. Partos precisa de aliados.
Al punto, un agudo pensamiento me surgió de las entrañas, y antes siquiera que me detuviera a meditarlo, brotó raudo por mi boca.
—¿Qué simbolizan esas tres figuras del atril?
Mi osadía originó un sonado tumulto, en el que todos los congregados apartaron sus diferencias y se unieron en un mismo fin: censurar mi conducta. Guardias, ancianos, ministros y los propios compañeros vertían severas miradas y suspiros de reprobación.
—Te pido perdón, soberano —me disculpé hundiendo la barbilla en el pecho—. Es esta irreverente curiosidad mía, que en ocasiones me incita a interrogar sin respeto a mis mayores y aquellos que me superan en dignidad.
El monarca descendió el cetro en señal de indulgencia, acarició despacio el grabado de la piedra y me respondió con serena tristeza.
—Son los penates que mis padres me confiaron, imágenes sacras que deposité en el templo. Allí les edifiqué espléndidos altares, donde los partos van a implorar día tras día protección contra esta plaga que nos consume.
»Los antepasados de mi madre procedían de Arcadia, de la tribu de los pelasgos, y de Lámpsaco, urbe de Misia. De los primeros obtuvo la efigie de Pan, deidad que preserva a los rebaños, y de los misios recibió la de Príapo, el que se cuida de los campos cultivados. Ni el uno ni el otro han dejado ver su poder.
Sus palabras no pasaron inadvertidas a los mercaderes que, perplejos, se meneaban arqueando las cejas, como búhos nocturnos sorprendidos por la trémula luz de una antorcha.
—El tercero representa a Ciamites —continuó el soberano Partos—, del que mi abuela aseguraba descender. Ella lo trajo desde su Atenas natal, donde es venerado por mostrar a los hombres el beneficio de las habas.
—Los custodios de tu ciudad no nos son desconocidos —medió el augur—. En el paso de Candavia han padecido nuestros ojos maravillas que hasta este instante no alcanzábamos a comprender.
Mopso le describió lo referente a las apariciones divinas y de cómo habían sucedido. Terminado su relato, descargó de su zurrón la flauta de Pan y la regadera de Príapo, depositándolas a los pies del rey. Pero él las miró con desdén y las despreció.
—No son más que ollas y zampoñas, de las muchas que cuelgan de la carreta de un cacharrero. O vuestra inocencia raya la necedad o pensáis que el necio soy yo.
Mopso, furioso, se acercó a la grada, y, con asaz violencia arrancó una de las pesadas losas de mármol, la transportó regresando a nosotros, la alzó con las manos por encima de su cabeza y arrojola con vigor contra los objetos sagrados. La losa dejó escapar un potente estallido, como un trueno, al tiempo que se quebraba y deshacía en escombros.
—Los magníficos presentes de los dioses no pueden ser destruidos por los mortales, y no ceden a sus fuerzas — exclamó ahuecando la voz.
Partos se arrodilló frente a los restos, se agarró al cuello, soltó el broche del manto purpúreo que lo cubría, lo extendió en tierra; y limpiándolas con delicadeza, le colocó la flauta y la regadera encima. El golpe no las había siquiera arañado.
—Perdóname si he recelado de ti, oh, el más clarividente de los augures —se disculpó el monarca bajando la mirada y la soberbia de su verbo—. No hay duda de que nos hallamos ante un gran prodigio. Dinos cómo hemos de proceder y te obedeceremos.
—El destino y la divinidad a la sombría montaña nos convocan, origen del azote de tu pueblo.
—Y nosotros acudiremos —le respondió el rey—. Mis guardias reunirán al ejército de inmediato.
—No. Si tus penates precisaran de guerreros, no se habrían manifestado a los ojos de un muchacho y unos humildes mercaderes.
Esa fue la última sentencia de Mopso antes de penetrar en la torre, llamado a parlamentar con Partos y Falero acerca de la naturaleza de la empresa.
Tomadas las deliberaciones, salieron los tres y expusieron lo decidido: formar una expedición con un reducido número de hombres. Solo aquellos a los que se les asignó un cometido. He aquí los elegidos:
por ser el que comprendía las señales divinas.
Falero, explorador, él conocía mejor que nadie cómo sortear los obstáculos, llevaba las armas del héroe Alcón, y el rey le había proporcionado flechas para su carcaj.
Museo, protector de la flauta del dios, el único capaz de hacerla sonar con armonía, aunque aún se ignoraba qué beneficio nos habría de aportar.
Partos, nombrado guardián de la regadera sagrada, la cargó a la espalda junto con su lanza de combate.
Y yo también acudí, por mandato del augur, no sin antes colgarme la Macedonia sobre el hombro.
Así, en ese día, quedó constituida la que se llamaría desde entonces la Expedición de los Penates, pues ellos la impulsaron y a ellos nos consagramos.
Siguiendo la carretera, no lejos de la ciudad, hay una gran llanura donde el río se desborda anegando los campos que antaño los hombres laboraran con fervor. Ahora no era más que un yermo cenagal infecto y hediondo, resultado de los despojos de animales enfermos que allí sucumbían.
Marchábamos con dificultad a causa del lodo y la triste visión del lugar. Partos no pudo más, se adelantó y cayó de rodillas lamentándose.
—¡Venerada tierra, cuán fértil eres para algunos mortales, y cuán estéril y áspera para aquellos contra quienes te irritas!
—Ten fe, soberano. El fin de la maldición se acerca —le consoló Museo posándole la mano en el hombro—. Se lo han revelado las aves a Mopso, ellas nos guiarán hasta la guarida del odioso gigante.
—No, no percibo vida en este valle —repuso el adivino—. Ni peces, ni bestias, ni pájaros que muestren la dirección a seguir.
—Confiemos, en ese caso, en la pericia de Falero y en la mía misma —replicó el aedo mercader—. Las ruedas de nuestros carros han horadado multitud de parajes diversos, otorgándonos dilatada experiencia. Algo se nos ha de ocurrir.
En aquel desánimo, un dios benévolo me exhortó a intervenir, pero en esta ocasión me contuve y solicité anuencia antes de manifestar mi parecer.
—Amigos, yo no soy veterano en expediciones dada mi corta edad. Pese a ello, quisiera ofrecer alguna recomendación en este sentido, si tenéis a bien el escucharla.
—La juventud no está reñida con la sabiduría, hijo —me respondió el rey—, y tú no careces de ingenio. Dinos qué pensamientos discurren por tu mente, habla para que todos los sepamos.
—Señor, de los muchos arroyos que aquí se precipitan, alguno ha de ser el autor de tanta desolación. Busquémoslo, remontemos su curso y de seguro hallaremos el origen de la corrupción.
Aprobaron los héroes mi consejo con rápida unanimidad, y no hubo nadie que propusiera nada en contra. Recorrimos las bocas del pantano, una tras otra, y no nos demoramos en dar con un torrente de piedras ennegrecidas que despedía un fuerte olor a azufre. Sus aguas corrían escasas descendiendo en pendiente desde lo más alto de la tenebrosa montaña.
Falero inició el ascenso, los demás le seguimos saltando entre las rocas que él nos indicaba. Si el desnivel era muy elevado, se detenía y nos alargaba el arco con el fin de ayudarnos a trepar a su posición, siempre cerciorándose de que ninguno se quedara atrás.
La tarde sucedió a la mañana y el día se oscurecía a medida que avanzábamos, agobiados y manando abundante sudor.
—¡Arquero, eres infatigable! —exclamó Partos jadeante—. Jamás te concedes un punto de reposo.
—Poderoso caudillo, ¿acaso necesitas que aminore? —le contestó Falero con ironía—. Pero ¿qué palabras salieron de mis labios? Sin duda, te burlas de mi torpe caminar, igual al de un anciano en medio de la tempestad.
—¡Hábil predicador! En verdad, me preguntaba cuándo ibas a abandonar este sosegado paseo y comenzar la marcha hacia la cima.
—¡Silencio los dos! —les reprendió Mopso—. ¡Escuchad!
Nos detuvimos paralizados allí donde se encontraba cada uno. Al principio, un constante martilleo hería el aire. Luego, el ruido se potenció, parecían truenos retumbando en el firmamento. A continuación, sentimos el clamor del agua cayendo desde gran altura; el mismo sonido que hace el cielo al abrirse, derramando su líquido devastador en toda su gloria. El torrente se hinchó bajo mis pies, cubriéndolos con rapidez. Saltamos fuera del cauce, a tiempo de no ser engullidos por la violenta corriente.
Apenas nos incorporamos, cuando la vibrante voz del augur se dejó oír de más arriba. Se había alejado perdiéndose por la maleza, y ahora nos llamaba por nuestros nombres.
Escalamos con dificultad, moviéndonos entre los árboles, hasta alcanzar una balsa a los pies de una altísima pared y una rugidora cascada, cuyo estrépito era el que padecimos antes de que la balsa se desbordara, acrecentando el curso de aguas rápidas por el que habíamos remontado Candavia.
—Es una ladera infranqueable —prescribió Falero—. Demasiado inclinada, tendremos que hallar la forma de sortearla.
—¿Y arrastrarnos selva a través por esta tortuosa pendiente? —le replicó el rey de los partos—. Sería harto laborioso. Deberíamos desandar camino y buscar otra ruta por la que ascender.
Mientras hablábamos, se había sobrevenido la noche llenando de tinieblas nuestro alrededor, y una luna inmensa se dibujaba en la superficie de la balsa.
—¡Dejad de discutir! No estamos solos —nos advirtió el adivino Mopso a la vez que señalaba algo en la oscuridad—. ¡Allí!
El ruido del follaje al crujir se oyó donde indicaba.
—¡Y allí!
Ahora apuntaba con su cayado al otro lado, y un sonido de pisadas quebró el silencio, seguido de un pavoroso gruñir que nos arrebató el ánimo. Prestos, nos reagrupamos y armamos en el piso de un risco llano que se alzaba frente a la cascada, escrutando la noche.
Un enorme lobo gris emergió de las sombras, y de un gran salto se abalanzó hacia nosotros. Partos se puso delante cruzando el fuste de su luenga pica sobre el pecho y, en un alarde de suprema valentía, contuvo el embate y lo repelió propulsándolo enérgico. El cánido voló por los aires y cayó a tierra rodando pendiente abajo.
—¡Venga a mí la luz de Arges! —gritó el mago conjurando.
En ese instante, del puño de su báculo, surgió un potentísimo destello que iluminó por un momento toda la balsa y la espesura, dejándonos ver a que acechaban desde la maleza: grandes colmillos, terribles a la vista, brillaban bajo sus arrugados hocicos; y el pelaje erizado crecía hirsuto en sus arqueados lomos, a modo de árboles en la colina.
Otro lobo se arrojó sobre Partos, que todavía no había recobrado el aliento; Mopso, al advertirlo, desvió su trayectoria con un severo golpe de su bastón, y Museo lo ahuyentó a pedradas.
Dos más lo intentaron casi al unísono. Levanté a Macedonia con la esperanza de amedrentar sus corazones. No lo logré, pues las fieras son inmunes al hechizo de la espada. Probé de cercenar sus abultados cuellos, empero también resultó ineficaz porque su hoja estaba roma, nada ni nadie había sido capaz de doblegar su azulado metal.
Por fortuna, Falero triunfaba allí donde yo fracasaba. Apostado en lo alto del saliente, arrojaba sus dardos con asombrosa presteza. Aquellos que osaban mostrarse a la luz eran aguijoneados por su poderío y retrocedían aullando de dolor, sepultando el rabo entre las ensangrentadas patas. No obstante, el enemigo, confiado en su número, resistía sin retirarse, y el ánimo del ateniense se abatió.
—¡Oh, amigos! Sin duda, este espacio es su dominio, el punto de reunión para aullar a la luna, el ágora de su ciudadela, y no la rendiremos sin aniquilarlos a todos. Mas pronto mi carcaj quedará vacío, así como el vigor de nuestros brazos.
—¡Que los penates nos asistan!—se oyó orar a Museo.
Espera.... recuerda darle a la estrellita
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