III La ciudad de los partos


Circulamos largo trecho junto a la cuenca del río, rodeando la amenazante montaña, y no fue hasta la caída del ocaso que nos cruzamos con otros viajeros. Bajaban por las cañadas uniéndose a la vía principal, calmados, serenos, parecía que el peligro se había quedado atrás.

—Ya la oscuridad sucede a la luz —hice saber a Falero—. Deberíamos consultar al adivino, por si conociera un lugar donde prender la chispa de Hefesto y levantar campamento.

Su réplica demostraría que él no pensaba igual a mí, el receloso corazón que le latía en el pecho le impulsaba a continuar.

—La noche es clara y no hay obstáculos en el camino. Tiempo habrá para el reposo cuando hayamos alcanzado plaza segura.

Conforme avanzábamos bajo las estrellas, la collada se ensanchaba y la vega se expandía, mostrando campos de labranza a ambos lados del río; los cruces aumentaban en número, y un pastor trasnochado nos informó que las luces fulgurando a lo lejos eran los hogares de los partos.

Para cuando llegamos, la ciudad dormía; con todo, no había puertas ni murallas que nos impidieran el acceso, tan solo un gran arco de piedra coronado con la imagen de tres figuras votivas indicando la entrada.

Mopso nos guio hasta un torneado pórtico marcado con los emblemas de hospedería. Vehículos de género diverso y condición se apilaban junto a la fachada del edificio, cargados con abultados fardos de enseres domésticos.

—La paz sea contigo —saludó Falero a una mujer alta y rolliza que nos salió al encuentro—. Viajábamos hacia los puertos con nuestras mercancías, pero nos ha sorprendido la diosa de lóbrego manto. Buscamos asilo donde tomar alimento y descansar.

—Nada puedo hacer por vosotros, nobles señores —nos respondió ella—. Multitud de emigrados se hacinan en mis dormitorios y barracones. Dicen proceder de oriente, de los grandes lagos, y afirman que otras tribus belicosas les han arrebatado sus territorios.

Recuerdo cómo se me encogió el alma al oírlo. Otro eslabón a la cadena de infortunios que se iniciara con la muerte de mi padre. Esta desgracia originaría el alzamiento de los dasaretas, seguido del abandono de las fronteras, la invasión y el éxodo cruel.

—Ten piedad de nosotros, dulce doncella. Solo necesitamos un seco rincón al abrigo del viento, en el que tender nuestros fatigados cuerpos.

Sin esperar réplica, Falero sacó de su faldón excedente de los muchos que vendieron en los mercados de Enquele.

—Llevábamos para comerciar dos exquisitos collares que el mejor artífice de Atenas talló con esmero. Uno lo cedimos ya a la reina de Peonia, ella lo quería lucir en los banquetes de su excelso palacio. Este lo ofrezco a tu graciosa figura, en pago por un alojamiento.

Al contemplarlo, a la mujer se le llenaron los ojos de codicia, y quedó embaucada por el trapacero cuento.

—Hay una techumbre ahí detrás, donde los peregrinos cobijan a sus animales de tiro —le indicó al tiempo que atrapaba la bagatela entre sus dedos rechonchos.

Aquella noche mientras dormía, me sobrevino un sueño perturbador: una violenta tormenta azotaba la ciudad de Licnido, y un relámpago inundaba la casa de mis padres, resplandeciéndolo todo con cegadora luz.

Al pronto, un golpe seco en el maderamen me despertó, abrí los párpados y vi el cobertizo brillar como en el sueño. Mas no era el rayo de Zeus el que lo iluminaba, sino el bronce de corazas, celadas y abollonados escudos, y de temibles guerreros amenazando con sus espadas desnudas nuestros delicados cuellos. Un frío terror me sacudió los miembros y me quedé paralizado.

Falero fue el primero en intentar incorporarse, los soldados se lo impidieron cercando su pecho con el agudo metal.

—Vais a ser conducidos ante los ministros de Partos. Si os resistís, moriréis; si no obedecéis, seréis degollados —nos advirtió el portador de los emblemas.

—Esforzados guardias, somos gente de paz —respondió Falero—. No cabe en nuestros corazones semejante audacia. Os seguiremos adonde dispongáis sin oponer resistencia.

Al salir del cobertizo, el crepúsculo se había derramado ya sobre la tierra. Precedidos por la soldadesca, caminamos entre las callejuelas de un lugar abierto, sin amurallar, sin pavimentar; un enorme y menesteroso suburbio sembrado de chozas erigidas en desorden y confusión. A continuación, atravesamos una dilatada plaza, atestada de artesanos y vendedores ambulantes, que desembalaban sus mercancías y levantaban los tenderetes para iniciar el nuevo día.

Por último, al franquear un pórtico custodiado por más guardias, un atrio de amplias dimensiones se presentó ante nosotros, rodeado por edificaciones de ladrillo endurecido y una semicircular grada en el centro. Allí esperaban sentados muchos ciudadanos; y frente a ellos, un atril de piedra, a cuya base le habían cincelado las tres mismas figuras que vimos la noche anterior en el arco de la entrada. A un lado alzábase la torre de una mansión; al otro, bancos de pulida roca en las que nos hicieron tomar asiento.

Extranjeros, ahora os comunicaré cómo debéis proceder en presencia del que ha de acudir a juzgaros —nos aleccionó un alguacil—. No sea que a causa de vuestra ignorancia faltéis a nuestras leyes y costumbres, y por ello os sobrevenga una sentencia desfavorable:

Solo uno se pronunciará, los otros guardarán silencio.

Responderá cuando se le pregunte, de forma breve y precisa.

Se dirigirá al magistrado con el trato de honorable.

Si no contesta al interrogatorio, se le someterá a tormento.

Si el honorable considera que habla con falsedad, seréis declarados culpables.

Conforme finalizaba el último punto, comparecía un varón en el recinto, de mediana edad, escaso cabello y corta estatura, envuelto en un manto ancho de felpa de múltiples pliegues. Ocupó el atril de piedra e inició su discurso con una voz sobria y solemne.

—Augustos ciudadanos, ha llegado hasta nosotros un heraldo de voz sonora, que afirma venir de la brillante Licnido por mandato de su más elevada autoridad. He aquí lo que anuncia:

«una caravana de mercaderes jonios ha huido de nuestra patria. Viajan en compañía de un fugitivo al cual prestan protección. Si estos hombres se ocultan entre los partos, es expreso deseo del gobernador, el glorioso Emois, que sean entregados sin demora».

»Preguntemos a los aquí retenidos si en verdad son los reclamados, y escuchemos de su propia boca sobre la naturaleza de sus actos.

»¿Quién de vosotros responde al nombre de Falero?

—Yo, honorable señor.

—¿Eres tú el líder de la caravana de proscritos que huyeron de la capital del lago?

—Sí y no, honorable.

Al juez magistrado se le tornó torva la mirada bajo las pobladas cejas.

—Explícate.

—Sí, dirijo a estos mercaderes. No, no huimos de Licnido. Iniciamos el retorno a nuestros cuarteles de invierno.

—¿Dispones de pruebas que aseveren estas afirmaciones?

—Un salvoconducto sellado por la casa real de Enquele —respondió Falero a la vez que mostraba el documento—, que nos exime de cualquier deuda para con la nación y nos permite la partida.

Un alguacil recogió la tablilla y la depositó en el atril del magistrado, quien la examinó con celo antes de devolverla.

—Pasemos al segundo cargo —prosiguió—. ¿Dais o habéis dado protección al fugitivo Hijo del Río, acusado de alta traición?

—Sí y no, honorable.

Una nube de murmullos envolvió a los asistentes. En esta ocasión, el ateniense no esperó a que el juez le conminara a explicarse.

—Sí, amparamos al Hijo del Río, mas no por ser un fugitivo, que ninguna acusación pesaba sobre él cuando salimos de Licnido.

—Tus palabras no hacen sino generar más cuestiones —le interpeló el magistrado—. ¿Con qué propósito abandonó la ciudad?, ¿Qué os impulsó a llevarlo con vosotros?

—La respuesta es la misma para ambas preguntas: por la voluntad de la casa real, honorable.

De nuevo rompieron a murmurar los ciudadanos presentes. Falero aguardó paciente a que el alguacil llamara a silencio antes de continuar.

—La reina encomendó al príncipe restituir el sacro collar de Harmonía a sus legítimos herederos, los gobernantes de la nación tebana. Nuestro cometido es protegerlo a él y a la valiosa reliquia, honorable.

—Cuidado, forastero —advirtió el juez—. Nombras a una persona muy superior a ti, forzoso será que refrendes cuanto dices.

Falero me hizo un gesto a fin de que me acercara, descolgó el zurrón de mi hombro y lo entregó al alguacil. Al extraer el magistrado el collar, por un instante, el lugar se oscureció y la luz de la luna y el sol se concentró en sus manos. La maravilla de Harmonía ejerció su poder de seducción, iluminando los ojos y los corazones de todos los allí reunidos.

Mopso, sirviéndose de aquel propicio momento, interrumpió el juicio sin temor a ser amonestado.

—Honorable servidor de la ciudad, se han contestado todos los puntos con justicia y orden. Razonable sería que también vosotros respetarais nuestro derecho de citar a un declarante.

—Cierto es, y en esto nada puedo objetar —asintió el juez magistrado—. Habla, manifiesta a quién debemos convocar.

—Dígnate, oh, sabio consejero, a mandar misiva a tu rey. Decidle que Mopso, sanador de males, se encuentra entre los detenidos y solicita audiencia. Recordadle, si es menester, de cómo devolví la salud a su hija querida cuando ya la parca le hacía muecas, que a él mismo lo auxilié con mi ciencia en aquella ocasión en que le asaltaban acerbos dolores.

—Y por ello te llamo amigo, y por todas las obras benefactoras que en mis dominios ejecutaste. Pero no es a ti a quien reclaman los soldados del lago, debes retirarte ahora —se oyó la recia voz de Partos retumbando en lo alto de la torre.

Desde allí había seguido la vista sin que nadie lo advirtiera. Hablaba heleno; no con acento extranjero, antes bien cual un habitante del Ática o de Magnesia, donde recibió educación. Tras largos años de ausencia, regresó a Iliria, juntó gente y levantó un asentamiento en el valle de Candavia. La ciudad y sus naturales tomaron su nombre, y allí esperaban prosperar, pero Tique no les quiso mostrar su rostro amable.


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