II El intérprete de aves
—¿Una extracción, joven?
Me ofreció un varón vestido con hábito blanco de sanador, coturnos de corcho y redecilla sujetando su pulcro cabello. En contraste, empuñaba unas tenazas de artesano, y en su cuello pendían extrañas cuentas ensartadas en un abalorio, que no acerté a reconocer en ese instante.
—Dile que sí, y te arrancará la dentadura con la pretensión de unirla a su repugnante collar.
Era la voz de Falero dejándose oír desde detrás de la roca. Miré y lo vi sentado alrededor de la hoguera, bebiendo y tomando alimento en compañía de los otros mercaderes. Mi rostro confuso debió de resultarles muy cómico, pues todos reían y se mofaban. No así el curandero, que de seguida replicó.
—Los dientes que ahora contemplas suspendidos sobre mi pecho, en el pasado, fueron presa de espíritus malignos que infestaban y pervertían su naturaleza. ¡Ay de aquellos que eran maldecidos! Ellos padecían el más agudo de los dolores. Pero yo combatí su mal, extirpé la corrupción de sus henchidas quijadas y puse fin a sus suplicios.
—Y tu labor no es en nada despreciable, amigo.
Le respondió Falero levantándose del suelo. Mezcló agua y vino en dos copas por igual, y nos las ofrendó con amables disculpas.
—Salud, huésped. Si alguna palabra dije que te molestase, llévensela los impetuosos torbellinos del viento. Zeus, el que dota a los hombres que comen grano como quiere a cada uno, a mí me dio esta bocaza tan propensa al agravio, mas también ágil entendimiento, útil para descubrir presto mi falta.
Tomamos asiento junto al fuego. Él nos acercó unas canastillas de pan, higos y queso, así diciendo:
—En cuanto a ti, hermano, el altísimo te bendijo con un piadoso don. Menos son las calamidades que han de sufrir los mortales y la carga de la vejez se torna más liviana gracias a tu habilidad, que al igual a tu fecunda oratoria, no son artes que cultiven los de Iliria.
—No soy ilirio como bien razonas. Desciendo de lápitas, y me crie entre eremitas al norte de Tesalia, en las faldas del monte Osa, donde me llevó mi padre luego de engendrarme y haberme otorgado el nombre de Mopso. Apolo concedió a estos sabios una dilatada existencia, la cual dedican a la preservación de la vida y a la ciencia augural. Ellos me enseñaron a observar a las aves, interpretar su lenguaje y aprender de su experiencia.
—Ilustre Mopso —intervine yo—, he aquí que asimismo nosotros andamos errantes, lejos de nuestra tierra patria. Mis compañeros son mercaderes que retornan a la populosa Atenas desde la ciudad del lago. Allí me uní a su partida en calidad de embajador, con el cometido de fomentar alianzas entre los que habitan a orillas del espumoso ponto. Ahora dinos tú, si tu voluntad te lo permite, qué negocios te trajeron a estos abruptos lugares, tan apartados de las llanuras tesálicas y del amparo de tus maestros.
—La esperanza de combatir unos hados adversos con otros reparadores...
Mientras hablaba, volaba un ave a su derecha, un águila chillona, al oírla el adivino profetizó.
—Hijo del Río, ¿qué te sucedió en el Genuso que muy veloz lo abandonaste?
Con este rigor me interrogó el augur, y maravillado quedé por dos motivos: uno, llamándome por mi nombre; el otro, al mencionar el incidente acaecido en la ribera.
—Un abominable ser, de grandes orejas y hediondo aliento, me asaltó cuando fui en busca de agua.
—No ha llegado a mi conocimiento la existencia de tan singular criatura —respondió Mopso—. No obstante, ocurren hechos insólitos, prodigios desde que, según dicen, un gigante primigenio ha regresado a las cumbres de Candavia.
Los atenienses murmuraron con profundos suspiros, exclamaban y hablaban a la vez. Falero los mandó callar y tomó la palabra.
—Ea, explícanoslo, no omitas nada para que todos lo sepamos y pensemos cómo proceder ante esta nueva amenaza.
Yo les referí cuanto me había acontecido, y en un principio me escuchaban con respetuoso temor. Por el contrario, luego de pintar el aspecto de la criatura, dejaron de asombrarse y se sonreían animándose con la vista unos a otros. Hasta que Nérito, el más joven de la expedición, se encorvó imitando a la bestia de forma harto parecida.
—¡¡¡Hiiaaaa!!! ¡¡¡Hiiaaaa!!! Por ventura, ¿no sería este el rugido del monstruo infernal?
—¡Ese es! ¡Ese es! —repetí excitado—. ¿Debo suponer que también vosotros habéis sufrido tan desagradable encuentro?
Al punto, la risa contenida estalló en sonoras carcajadas, prolongándose durante un largo periodo. Fue tal la hilaridad que ninguno de ellos se vio con vigor de pronunciarse, salvo Nérito, que, adoptando un tono sarcástico y solemne a un tiempo, se expresó de la siguiente manera:
—Amigos, nuestro hermano aquí presente, retoño del divino Drilón, ha padecido hoy el muy obsceno acoso de un encelado pollino.
Esta fue la mofa que recitó, provocando que todos volvieran a reír. Yo, sin saber qué responder, miré a Falero con rostro ignorante. Él, haciendo un gran esfuerzo, consiguió recuperar el habla, tras lo cual me preguntó:
—Muchacho, ¿acaso nunca habías visto un asno?
—Ninguno ha visto porque ninguno hay entre los ilirios —intervino el curandero.
A sus palabras se levantaron todas las voces, animadas de sentimientos dispares. Él, antes de proseguir, esperó paciente a que guardáramos silencio.
—¿Dices que se hizo visible cuando penetraste en el agua?
—Sí, y no cesó de acecharme hasta que la abandoné.
—Y entonces, desapareció —siguió él completando la secuencia del suceso—. Describe ese lugar por el que te obligó a salir el asno. ¿Había algo diferente? ¿Extraño?
—Cañas y barro, y este caldero —respondí señalando el recipiente hallado en la ribera del Genuso.
El adivino de aves lo cogió por el asa y comenzó a observarlo con detalle.
—No es un caldero, es...
—¡Por el océano infinito! —clamó Falero al ver que Mopso no terminaba—. Dinos lo que sabes, ¿de qué se trata este misterio?
—Hijo del Río, hoy has estado en presencia del glorioso Príapo —dijo al fin.
—¿La imagen que custodia los jardines? —añadió el joven Nérito con aire incrédulo.
—No es solo eso —le replicó el adivino—. Príapo es un dios antiguo y poderoso cuyo animal sagrado es el asno. Y esta es su cazuela mágica, con ella él riega los brotes de las florestas elíseas, haciéndolos crecer verdes y lozanos al instante.
—¿Qué le impulsó a manifestarse en el río? ¿Qué puede querer de mí? —le pregunté.
—Príapo es una deidad benigna. Es probable que pretenda auxiliarte en alguna empresa, o quizá transmitirte un mensaje.
—Si lo que dices es cierto, ¿a qué hacerlo en estos términos?
—Has de saber que hay un plan divino para cada uno de nosotros. Lo tejen las sombrías parcas al nacer, seres supremos que hasta los dioses temen y no desean irritar asistiendo a los mortales de forma manifiesta.
—¿Y cómo sabré lo que debo hacer si no alcanzo a entenderlo?
—Regresa al lugar del encuentro, acaso halles más respuestas.
Nos encaminamos con los carros hacia el paso de Candavia a través de la restaurada carretera. Los hombres discutían unos a favor y otros en contra acerca del estrafalario adivino; salvo Falero, que conducía en silencio, mirándome de soslayo a la espera de mi señal y dar el alto a la caravana. No sería necesario:
Mopso había bajado a pie por el sendero y ahora se hallaba junto a la orilla, en el mismo punto donde yo tropezara con la regadera. Contemplaba a los estorninos, que desde la alta copa de un roble vertían sus graznidos.
—¿Qué te dicen los pájaros? —le preguntó Falero.
—Que este no es un lugar sagrado y nada de extraordinario hay en él.
—Augur, ¿qué palabras te salieron por el cerco de los dientes? ¿Es que aquello que profetizaste no era cierto? ¿No hay ningún dios asno ni mágicas cazuelas?
Mopso no le dio respuesta, tan solo me mandó llamar.
—Ven aquí, Hijo del Río. Adéntrate en el agua, tal como hiciste la otra vez.
Me apeé del banco y caminé despacio hasta su altura, él me puso una mano en el hombro para tranquilizarme. Penetré en el cauce, turbios remolinos se agitaban en torno a mis piernas a medida que avanzaba.
En breve, un animal cubierto de negrura apareció en la ribera opuesta. Mas no un asno, sino un gran macho cabrío de larga barba y magna testuz. Del hocico le brotaba espuma ambarina y sus ojos centelleaban bajo los retorcidos cuernos. Balando de forma perturbadora, dejaba caer su lengua por el costado, amedrentándome el ánimo. El chivo se aproximó y me escupió a la cara, acto seguido, inclinó la cabeza mostrándome la cornamenta. Podía sentir las risotadas de los compañeros en el transcurso de mi carrera hacia las cañas del barrizal. Cuando ya me acercaba, aminoré la marcha; imaginaba que, si aquella bestia era en verdad un ser celestial, no me haría daño alguno. ¡Cuán errado me hallaba!
Un fuerte golpe en las posaderas me hizo saber lo doloroso que puede llegar a ser el auxilio de la divinidad. En esta ocasión caí de bruces, los demás corrieron a socorrerme y los estorninos salieron volando de nuevo. Me incorporé lastimado mirando a mi alrededor.
—Serénate, ya se ha ido. Se ha desvanecido a la luz de nuestros ojos —me tranquilizó el viejo Eupálamo.
En realidad, no buscaba al dios cabra, antes bien el presente que este pudiera haber dispensado. Sería Museo el que lo encontrara: una ringlera de juncos cortados con esmero y unidos entre sí, huecos y dispuestos por orden de tamaño. Lo cogió con las manos y a su boca lo arrimó, e hizo sonar los canutos. Al principio no eran más que silbidos; pronto el aedo los combinó en una rítmica melodía, que transportó el pensamiento de los que allí estábamos a la espesura de la floresta. Era el mismo bosque el que nos hablaba, el susurro del viento al mecer las copas de los árboles, la cantarina voz de las aguas discurriendo por los arroyos. Al dejar de tocar, fue igual que el despertar de un sueño agradable.
—Es la flauta de Pan, el señor de los pastores de Arcadia —nos reveló Museo
—Lleváosla —se oyó a Mopso desde atrás—. La necesitaréis allá donde os dirigís. Su música amansará las fieras que guardan la arcana montaña.
—¿Qué hay de ti? ¿Acaso no nos seguirás? —le inquirió Falero— Precisamos de tu ciencia, están sucediendo prodigios que se escapan a nuestro entendimiento.
—Ese no es mi destino...
—¡Tú no sabes cuál es tu destino! Por eso andas errante lejos de tu casa y los tuyos. ¿No predicas que son dioses los que se manifiestan desafiando a las parcas en su eterno hilar? Quédate, si es tu voluntad, pero cuida que no te atraigas algún mal con ese paso.
Así fue el reproche de Falero, y Mopso quedó mudo a causa de la vehemencia con la que lo expuso. El resto también callamos, después de lo acontecido ansiábamos que consintiera en acompañarnos.
—No, este lugar no es sagrado y nada tiene de extraordinario —profetizó el augur sin desatender con la mirada el vuelo de los estorninos—. Es el muchacho quien lleva la magia en él. Os asistiré en el transcurso de vuestro viaje por Candavia. Mas antes conviene ofrendar a los altísimos los honores que les son debidos.
—Sea —asintió Falero—. Ítaco, conduce a nuestro nuevo compañero a tu carro y cargad sus pertenencias. Los demás id en busca de leña para ejecutar los ritos.
Los mercaderes obedecieron eficientes: mientras Museo y el joven Nérito aparejaban el fuego, otros esparcieron los granos de cebada, y unos terceros desollaron una liebre, obtenida de los abri, y ofrecieron las primicias a los inmortales. Al poco, torbellinos de humo llegaban al cielo de la grasa quemada, y Mopso procedió a derramar el vino sobre las brasas con una copa guarnecida de clavos de oro. Los tizones crepitaron, y él extendió las manos con las palmas vueltas hacia el firmamento, dispuesto a invocar.
—Estamos aquí con el designio de dar gracias a los bienaventurados númenes; en especial a Pan, señor de los verdes prados y las cumbres nevadas, cuya historia hoy celebraremos, en el muy glorioso día en que se nos ha aparecido.
»Comencemos por nombrar al veloz Hermes, embajador de Zeus y de las grandes divinidades. Este dios poderoso resuelve comparecer en Arcadia y mezclarse con los pastores, anhelando cortejar a la ninfa de sonrosadas mejillas que en el bosque Cilenio habita.
»Consumado el deseo de los amantes, ella alumbra una singular criatura, que al nacer se presenta monstruosa a la vista: caprípedo, bicorne, bullicioso y de aguda risa. La madre abandona al hijo, pues le sobreviene el espanto al ver aquella faz desagradable y barbuda.
»Mas el padre, de natural bondadoso, acoge al niño entre sus brazos, y encaminándose feliz a la nación celestial, lo muestra orgulloso a todos los inmortales. Ellos lo llamarón Pan porque se regocijaban en su amor al conocerlo, y entre ellos habitó en sus primeros días. Pero ahora reside en los valles poblados de árboles y en las laderas de las montañas, donde modula con sus cañas agradable música.
»¡Salve, oh, soberano! ¡Senos propicio!
»Supliquemos también al célebre Príapo, que descuella entre las deidades en las labores de la huerta. Tú, que reinas en Misia, donde tu madre divina te dio el ser, después de recibir el abrazo del más alegre de los olímpicos. Tú, que, armado de podadera y enorme caldero, expulsas las alimañas de los jardines que los hombres levantan en tu honor.
»¡Danos tu bendición, oh, venerable!
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