I El valle Abri

El despensero escanció los cuencos por segunda vez, y Falero dio un largo sorbo.

—¿Y de dónde dices que procede este brebaje?

—Es aguamiel, señor, néctar de abejas fermentado y mezclado con agua del Genuso. Una unidad por una de vuestro vino.

Hablaba en un dialecto jonio, adornado con el singular repiqueteo de la lengua en el cielo del paladar, propio de los taulantios de las montañas. Sus aldeas salpicaban los caminos desde el lago hasta la costa, donde habían aprendido a ganarse el sustento ofreciendo víveres y servicios a los viajeros. Aquel era el valle de los abri, rodeado de colinas, semejaba una marmita con fondo multicolor a causa de las mieses de Ceres y de la dura labor de campesinos y bestias, cuyas siluetas se dejaban adivinar entre los pedregosos trillos.

—¡Impío engañanecios! —le interpeló Falero exagerando su enojo—. Dionisio no concibió su dulce licor para aquellos que no lo saben apreciar. Mis tres odres por nueve de tu bárbaro brebaje.

—Seis, y añado la fruta y el queso que habéis seleccionado.

—¡Sea! —asintió Falero—. También precisaremos flechas.

—Hay una fragua en el puerto de Linkesta, a poca distancia del desvío.

—No vamos en dirección al lago, sino hacia el mar, a través del paso de Candavia.

—Señor, ese acceso no es... Nadie se aventura por allí tiempo ha. Aceptad mi consejo: dirigíos al sur y buscad otra ruta.

—No, no volveremos atrás. ¿Cómo podemos alcanzar el paso desde aquí?

—Proseguid sin abandonar la vía siguiendo la lumbre del sol. Al término de la cual una cañada discurre entre collados. Adentraos en ella y os conducirá a una hondonada con una gran roca en el centro. Esta plaza se unía de antiguo a la carretera principal.

—¿Alguna ciudad en el trayecto?

—Partos, señor, a una jornada. Allí encontraréis herreros, al igual que otros alegres negocios.

Esto último lo acompañó con una mueca de regodeo y arqueando las pobladas cejas. Mis compañeros, al oírlo, despidieron murmullos de alborozo. Resulta asombroso advertir que, por muchas montañas y valles que a los pueblos nos separen, hay un lenguaje común que todo varón adulto reconoce al instante. Mas yo todavía no había llegado a tal grado de madurez.

—Hermosas doncellas, afectuosas y serviciales con los extraños —me decía Museo mientras tomábamos el género.

—Meretrices, muchacho, meretrices —precisaba el viejo Eupálamo.

A una mujer robusta abri, que se hallaba cerca moliendo el grano, no le pasó inadvertido el licencioso consejo. Alzó torva la mirada y nos la arrojó severa, arredrándonos las bocas. No quedando satisfecha, se acercó pisando con fuerza el tablado y me arrancó la fruta de las manos, voceando que el acuerdo que cerramos con el propietario no era justo para ellos.

Falero se le puso delante y, haciendo una reverencia, se disculpó de esta suerte:

—Salve, mi señora. Te pido humilde perdón por la grosería de estos necios, que ignoran el trato que merece una dama sensible.

Acto seguido, sacó de su talega un paño amplio y lo extendió en su regazo.

—Llevábamos en nuestro cargamento dos magníficos peplos que expertas tejedoras de Atenas bordaron con primor. Uno lo vendimos a la reina de Peonia, ella lo quería lucir cuando recibiera en audiencia a los ilustres invitados desde su trono de oro. El otro lo ofrezco a tu delicada figura, en pago por estas provisiones.

La mujer, seducida por el trapacero discurso, agarró la tela sin mediar palabra, y él hizo un gesto exhortándonos a recoger la mercancía.

A la hora de la suelta de los bueyes, ya estábamos de nuevo en marcha. Pronto el llano quedó atrás y la avenida por la que circulábamos penetró en una angosta garganta. Mucho hacía que ningún vehículo transitaba por allí, tal como nos habían advertido. La maleza y los surcos de extintos torrentes ralentizaban nuestro avance, y la dificultad nos amedrentó el ánimo.

—¿Es que los dioses no nos concederán un instante de paz? —clamó mi compañero—. Si persistimos en seguir hacia delante, acaso alcancemos un punto en el que ya no podamos continuar y volver atrás sea del todo imposible. Si, por el contrario, deshacemos camino ahora, con asaz esfuerzo conseguiríamos retornar con los carros ilesos al valle.

—¿Debo responder? —le pregunté, como quiera que nada más decía y me contemplaba expectante.

—En efecto. Tus competencias en esta compañía son las de guía y orientador.

—En tal caso, este es mi consejo: detén la caravana y vayamos de expedición a pie, con el objeto de estimar la distancia hasta el cruce de Candavia, y valorar si el estado del terreno soportaría el peso de los carros.

Sin dejar de mirarme, Falero alzó la mano dando la señal de alto y tiró fuerte de las correas que le servían para gobernar a los animales.

—Te recuerdo en Licnido bajando a los comercios, siempre pegado a las faldas de la reina Brisa. Ella hacía sus tratos con los vendedores y tú te quedabas absorto, escuchando las historias que los viajeros relataban. Confieso que, en aquel entonces, se me antojaba fútil desperdicio. ¿De qué podían valer nuestras experiencias a un príncipe criado con tanto regalo? Pues bien, es claro que erraba en mi juicio. Ahora apeémonos, hay una tarea que ejecutar, y dile a que se nos una.

Caminamos sobre el lecho de un estanque, alimentado por el desagüe de las colinas durante la invernada. Por fortuna, aún no habían llegado las lluvias, el lugar se mantenía seco en su mayor parte y era transitable. Desde el otro extremo, divisamos la roca que indicaba el final de la cañada:

Parecía un huevo inmenso, grande como una casa, ubicado en el centro de una circular nava. Detrás se mostraba la montaña de Candavia, con las aguas del Genuso a sus pies, discurriendo hacia el norte junto a una ancha carretera, imposible de alcanzar debido al desnivel.

—Habrá que restaurar el tramo que unía ambas vías —prescribió Políctor.

—¿Cuánto nos ha de retrasar? —le preguntó Falero.

—No demasiado. Aquí cerca hay escombros suficientes para amontonar y cubrirlo todo con arena del río.

—Pues no lo demoremos más, regresemos a por los carros.

Enseguida, los hombres descargaron las herramientas y empezaron a trabajar instruidos por Políctor, el cual había servido de zapador en el ejército de Corinto, y confiaban en él para estas empresas.

Deseoso de sentirme útil, decidí ir en busca de agua fresca con la que aliviar su penosa labor. Cargué con un odre de cuero y me dirigí al sendero que salía de la plaza. Avancé descendiendo por un bosquecillo de hayas y robles de retorcidas ramas, que lindaba con el Genuso en un punto donde su curso se ensanchaba, formando un remanso de límpidos humedales. Salté al río y caminé cubriéndose de espuma mi cintura, sumergí el pellejo y esperé paciente y meditabundo a que se llenara.

Al pronto, escuché tras de mí el fuerte rugir de una fiera. Sobrecogido, dejé escapar el odre y me di la vuelta despacio para ver con horror a una bestia enloquecida, grande como un caballo, berreando a espasmos, observándome con los ojos en ascuas. Mientras bramaba, mostraba unos dientes enormes y amarillentos bajo el tembleque de su negra boca. Yo me hallaba tan cerca que sentía su aliento ardiente y putrefacto, y distinguía los hilos de babas colgando de sus dilatados orificios nasales.

Comencé a retroceder sin apartar la vista del peligro, pero por más rápido que me movía el monstruo avanzaba también, haciendo aletear la hechura de sus orejas a los lados, y balanceando el descomunal falo que le brotaba desde los cuartos traseros.

El agua remitió, apenas me cubría los tobillos, mi retirada me había conducido a la orilla. Ahora iniciaría la carrera y me ocultaría entre los matorrales, donde a aquel engendro no le sería posible alcanzarme. Corrí hacia atrás con tanta velocidad que no tardé en perder el equilibrio, tropezar y caer de espaldas al suelo, espantando a una bandada de estorninos que salieron volando por encima de mí.

Me incorporé precipitado y miré en derredor con el corazón golpeándome en el pecho, buscando a la bestia. No la encontré. Precisé de un tiempo a fin de expulsar la congoja de mi ánimo, no podía creer que se hubiera desvanecido. Sofocado aún, me senté en la orilla tratando de ordenar mis pensamientos: estaba en peligro, desarmado, y la corriente me alejaba del odre. Lo sensato era olvidarme del agua y regresar junto a la caravana.

Pero mi padre me crio valiente, y obstinado también. Frente a mí descansaba aquello que me había derribado: una caldera de azulado metal, profunda y ovalada, coronada por una estrecha boca. Tenía una única asa adherida a uno de sus extremos; al otro, le nacía un canuto en todo semejante al falo del engendro, largo y rematado en forma de hongo, perforado múltiples veces. Resolví utilizar el extraño recipiente, se me antojaba limpio, brillante, el agua aparecía sin lodo al salir de su caño. Lo sujeté a mi espalda y volví a introducirme en el bosquecillo de robles.

A medida que deshacía el camino, un murmullo de tumulto y griterío perturbaba el aire. Preso del temor que la bestia hubiera alcanzado nuestra posición, aceleré el paso angustiado. Muy por el contrario, al llegar al origen del alboroto, no fue un ser del averno lo que se reveló ante mis ojos, sino una invasión más mundana y terrenal:

La actividad de los atenienses no acaeció desapercibida para los moradores del lugar. Hombres, mujeres y niños de toda condición se habían ido acercando, configurándose una multitud de curiosos que ahora saturaban la plaza. A la entrada, un oportunista ofrecía bebida en un tenderete; y alrededor de la roca se levantaba un improvisado mercado con puestos de verdura, fruta, carne, pescado y animales de granja.

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