VIII. La fundación de Tebas

En el remoto reino de Sidonia, junto a la populosa ciudad de Tiro, habitaba un monarca opulento que imperaba sobre muchos pueblos. Espléndidas riquezas llenaban las cámaras de su excelso palacio, cosas extraordinarias, maravillas dignas de ver traídas de los cuatro rincones de la tierra. Si bien su tesoro más preciado y el que más quería y admiraba por encima de todos, no era otro que su hermosísima hija, Europa, la de lindo talle y sonrosadas mejillas. Tan deslumbrante era su belleza que el mismísimo Zeus, el padre de los dioses y de los mortales hombres, le fijó la mirada y el perturbador deseo le asaeteó el pecho.

Tenía el rey un numeroso rebaño de vacas en un florido prado, donde la princesa y sus doncellas gustaban de recoger rosas, azafrán, olorosas violetas, espadillas, jacinto, y aquel narciso que la tierra producía muy hermoso y lozano.

En esta suerte, el artero Zeus maquinó una soberbia artimaña: mudó de forma semejando un toro blanco, inmaculado, de retorcidos cuernos, y se mezcló con la parda vacada. Así que lo vieron las risueñas muchachas, se llegaron hasta él para contemplar de cerca tan asombrosa apariencia.

Como quiera que el animal pareciera manso, colgáronle guirnaldas de flores, y se incitaban unas a otras aproximándose y acariciándole el suave pelaje en alegre algarabía. Y quiso la providencia que Europa, embriagada de risa, alzándose se sentara sobre la dócil bestia, ansiosa por vencer el jubiloso certamen.

El falso toro comenzó a caminar hacia una playa arenosa, desoyendo los suspiros de la princesa que en lo alto se angustiaba; y al verlo sumergir sus patas rotatorias en las espumosas aguas, se agarró fuerte a la cornamenta por temor a caer, gritando asustada a sus compañeras. Ellas, aterradas desde la orilla, la veían alejarse a lomos del transfigurado dios.

Del destino de Europa, a qué lugar arribaría, y del famosísimo hijo que concibió por obra del soberano del cielo, yo me acordaré en otro canto.

Inconsolable abatimiento se apoderó del padre al conocer sobre el rapto de la hija querida, absteniéndose de comer y de beber, y a nadie se dirigía ni con palabras ni con acciones.

Había engendrado el monarca tres irreprochables varones, hermanos de la desaparecida, que ante él comparecieron por si podían aliviarle la pena.

—Venerable padre, grandes son los pesares que soportamos los mortales y hemos de aceptar con ánimo paciente, pues la divinidad te dará esto y te rehusará aquello según le pluguiere. En cuanto a ti, aún te quedan otros esforzados vástagos en tu mansión que aspiran a suavizar tu dolor. Pídenos lo que quieras que nada te negaremos.

Muy por el contrario, los príncipes, lejos de confortar el corazón del rey, recibieron el más severo de los mandatos.

—¡Cobardes ingratos! No me consuelan vuestros blandos discursos ni me complace que os halléis en mi presencia. ¿Dónde está la hermana que jurasteis proteger? Acatad este voto o sucumbiréis bajo mi cólera: escoged una corva nave, de las muchas que hay en el bullicioso puerto, y embarcaos en busca de Europa. Que no os encuentren los guardias vagando por la ciudad, ya sea porque demoréis la partida, ya porque hayáis regresado sin el encargo cumplido; pues os tratarán como a perros impíos, y de nada ha de serviros el egregio linaje del que procedéis.

Forzados por la necesidad, los tres de Tiro acometieron la empresa. Navegaron hacia el norte, preguntando acá y acullá por el bovino raptor de doncellas. Empero ningún individuo de los que moran las regiones por donde nace Eos había contemplado tal portento, y no obtuvieron respuesta favorable.

Pronto, ¡oh, veleidoso Fénix!, perdiste toda esperanza y fuiste el primero en rendirte ante la infructuosa tarea. Allí donde abandonaste a tus hermanos queridos fundaste Fenicia, junto al reino de tu padre, al que de postrero unirías a tus dominios.

Y a ti, Cílix, primogénito del rey, ¿quién te subyugó el espíritu? ¿Quién de los sempiternos o de los mortales hombres te retuvo para siempre en las escarpadas costas de Cilicia? ¡Ah!, ya no llegarás a las remotas corrientes del océano, tanto que te vanagloriabas, cuando afirmabas que restituirías a Europa a las faldas de su reverenciada madre.

Pero tú, irreprensible Cadmo, siendo el más joven, no cejaste en tu empeño. Aun teniendo yo diez bocas articuladas de voz, difícil me sería enumerar las tierras que tus briosos pies pisaron, los pueblos hospitalarios y justos que te acogieron, las tribus crueles y salvajes que osaron oponerse a tu determinación: Licia, cuna de Apolo y la monstruosa Quimera, Lidia, Frigia inmensa, Misia y la Tróade, a donde te dirigiste para cruzar el voraginoso Helesponto y la Tracia toda.

Y habiendo peregrinado el héroe por las llanuras de Tesalia, cansado y abatido en su miserable vagar, enderezó su camino hacia la sagrada Delfos. Allí franqueó el umbral de piedra con la voluntad de consultar al oráculo, el único que conocía lo pasado y lo venidero. No obstante, la pitia le salió al paso increpándole con estas palabras:

—Hombres necios, desdichadísimos, que estáis ávidos de inquietudes, de grandes pesares y de amarguras en vuestro corazón, extranjeros sin patria y de infecundo propósito. ¡Malditos! ¡Malditos!

La mujer gemía y se lamentaba mesándose los cabellos postrada delante de Cadmo y sus compañeros. Los sacerdotes, al verlo, gemían también, y los coros de las vírgenes y todos los que allí servían al dios profeta.

—¿Por qué os angustiáis? —se asombró Cadmo—. Ningún mal ha de venir de mí ni de los míos. Decidnos cómo debemos proceder, que aquel que obedece a los altísimos es por ellos atendido.

—Oculta a tus ojos este santo recinto y aléjate de nosotros. ¡Malditos!

—¡Malditos! ¡Malditos! —clamaba el coro al unísono con voz lastimera, acaso pareciera el eco de la anciana.

—Pero ¿adónde iré? —preguntaba Cadmo.

—Persigue a la luna, y no te detengas hasta el lugar donde descanse. ¡Malditos!

—¡Malditos! ¡Malditos! —repetía el coro.

—No comprendo lo que dices. ¿Hallaré a mi hermana, Europa, por la que tantos trabajos hemos padecido los de Tiro?

—Todas las cosas te han sido reveladas, guárdalas en tu mente. ¡Malditos!

—¡Malditos! ¡Malditos!

Los consternados viajeros, comprendiendo que ya no obtendrían más respuestas, decidieron obedecer sin demora: vendáronse los ojos, se cogieron de las manos y deambularon entre las calles de la sacra ciudad. Hasta que, por azar, cruzaron la puerta que miraba a occidente, hacia la fértil Beocia; y alejándose por el paisaje, cumplieron de este modo el primer mandato del oráculo.

Por lo que respecta al segundo, resolvieron unirse en consejo, en un intento de arrojar algo de luz a las aladas palabras de la pitonisa. Sentados en redondel sobre la hierba, en medio de una pradera, se entregaron a sus deliberaciones. Al punto, sintieron cómo gemía la tierra por debajo:

Eran los cuantiosos rebaños del rey Pelagonte que salían de los establos, haciendo retumbar el suelo bajo sus patas. Pronto inundaron el valle entero, mugían, balaban y relinchaban según su condición. A ellos, sobrecogidos, les parecía que el mundo llegaba a su fin, y se aferraban unos a otros a la espera de perecer pisoteados por la ensordecedora estampida. Pero las bestias desviaban el rumbo formando una circular isla allí donde el príncipe y los suyos se encontraban.

La hora de la suelta terminó y dejaron de llegar animales. Los últimos se alejaban ya hacia los verdes pastos y el silencio regresó al valle. Y cuando creían pasado todo el ganado, una mugidora vaca se presentó, penetrando en el interior del círculo.

—¡Luna! ¡Luna! —se oyó gritar a lo lejos.

Era uno de los boyeros que venía en busca de la rezagada, aproximándose a los tirios les mostró la diestra.

—Salud, pastor —le recibió el divino Cadmo—. Qué nombre tan idóneo para una vaca mostrenca. Esa marca lunar en la testuz es admirable de ver. ¿Tendrías a bien comerciarla? Te pagaríamos tres talentos de oro.

—Estaría encantado de deshacerme de ella. Mas no sería prudente ni justo ocultaros nada acerca de esta desventurada, que nunca atiende a razones, se separa de la manada a su antojo, salta el vallado y anda de acá para allá. Pareciera un espíritu de esos que cabriolan por el Parnaso haciendo sonar el camarillo.

Cadmo se incorporó y le puso el oro en la mano al pastor, y a este se le alegró el corazón.

—Eres un hombre piadoso. Que los bienaventurados te recompensen por ello. Ve tranquilo, que nosotros por nuestra parte nada te hemos de reclamar.

El uno se fue contento por el ventajoso trato, y los otros quedaron maravillados al ver cómo todo se iba cumpliendo según lo dispuesto por los hados.

Luna, la vaca errante, inició su lento peregrinar hacia oriente, a través de las umbrías cumbres del Helicón y sus valles poblados de árboles. A continuación, un sendero pedregoso la llevó junto a la ribera del lago Copais, cruzando las llanuras del Ténero y Aonia. Dos días la habían estado siguiendo los de Tiro, sin tregua, sin reposo, sin rendirse a la debilidad; y cuando el sol completó su carrera por vez tercera, y las tinieblas se extendieron de nuevo cubriendo la tierra, a la vaca le cedieron los miembros, quedando su abultado cuerpo tendido sobre la hierba, y ellos se congratularon de poner término a su penoso caminar.

—Ea, dispongamos un magnífico banquete y hagamos sacrificios propiciatorios a las divinidades, a ver si alguna se aviene a levantarnos esta maldición que nos pesa tanto.

Así se expresó el ilustre caudillo y los demás obedecieron solícitos:

Mientras unos aparejaban la cena, otros prendían la lumbre, y unos terceros fueron en busca de agua a una fuente que allí cerca cristalina fluía. ¡Insensatos! Sin saberlo, eran impelidos por el hado, que a la negra muerte los arrastraba. Un abominable dragón, siervo de Ares, se abalanzó sobre ellos cuando arrimaban sus recipientes al sagrado manantial.

El príncipe tirio, de corazón bravo, alertado por los lamentos de desesperación, presentose en el lugar blandiendo su larga pica. Al encontrarse con el monstruo devorando a placer los cuerpos palpitantes de sus desdichados compañeros, una terrible cólera se apoderó de él:

Con un potente grito guerrero, le envasó la lanza en el ojo derecho, saliendo la broncínea punta por el izquierdo. El dragón, cegado como estaba, seguía dando brincos rugiendo de forma aterradora. No se detendría ahí el furor desatado de Cadmo, sino que, cogiendo una pesada piedra, la cual dos varones de los actuales no podrían transportar, pues así era su vigor, la descargó enérgico en lo alto de la cresta, rompiéndole los huesos del cráneo.

Un halo de gloria envolvía su gallarda presencia. Soberbio y orgulloso, ordenaba a su séquito que dieran sepultura a los caídos, y acto seguido iniciaran el festín. Caudillo de voluntad de hierro, ni las fatigas ni las adversidades conseguían doblegar la firmeza de tu espíritu.

 de los moradores del cielo. Ellos, reunidos en asamblea, deliberaban respecto al destino del héroe. Atenea, siempre defensora de los justos, se lamentaba despidiendo hondos suspiros.

—He aquí un hombre valiente y de regio proceder al que los altísimos repudiamos a causa de su obstinada búsqueda, contraria a los designios de Zeus. Ahora perecerá sin haber ejecutado magnas obras que perduren en el tiempo y sean beneficiosas para las futuras generaciones, como corresponde a los varones excepcionales.

El rey de los olímpicos, desde el más alto de los doce tronos, arqueó las negras y poderosas cejas. Los otros númenes callaron, y él declaró su inmutable decisión.

—No me opongo a que socorras al mortal, si cesa ya de su propósito y funda una ciudad dotándola de templos que nos sean gratos. Yo mismo le compensaría con una consorte digna de un dios, en nada inferior a su añorada hermana, ni en gracia ni en belleza ni en juicio ni en habilidad.

Disolviose el consejo divino y Atenea se aprestó a ejecutar el encargo: suspendió sobre sus espaldas la formidable égida, bastión infranqueable que otrora colgara del fuerte brazo de su padre; con su mano asió la lanza de doble moharra que le forjaran los cíclopes, destructora de falanges enteras de guerreros; a sus piernas ciñó hermosas grebas ajustadas con broche de plata, y con un yelmo de oro y doble cimera cubrió su virginal cabeza. Así revestida, se precipitó desde las regiones etéreas y fue a parar a donde Cadmo dormía, junto a las corrientes del Ismeno, se detuvo en su cabeza en forma de sueño y le anunció buenas nuevas.

—¿Duermes, hijo del arrogante Agénor? Pérfido insaciable, rey devorador de su pueblo. ¿Cuántos trabajos y calamidades has sufrido a consecuencia de tan odioso progenitor? Ea, relaja ya tu fatigado corazón, porque yo vengo de parte de otro padre, que sí te ama y tiene un plan para ti.

Habiéndose manifestado con estas afectuosas palabras, Atenea agitó el escudo y una populosa urbe apareció ante los ojos del errabundo príncipe: lujosas mansiones se levantaban orgullosas en sus anchas calles, y una soberbia muralla de siete puertas doradas la circundaba. Sus habitantes, gozosos, hacían libaciones a los protectores celestiales, y se congratulaban en el ágora y el mercado.

La diosa de ojos de lechuza volvió a sacudir la égida gloriosa y puso fin a la visión.

—Una última cosa te diré que deberás guardar bien en tu memoria, no sea que te sobrevenga el olvido cuando el dulce sueño se ausente: la horrenda sierpe te privó de paladines que te asistan en tus obras futuras. Entierra los dientes de esa perra homicida y verás cuán grande será tu compensación.

Al despertar el eximio Cadmo, acordose de las instrucciones de la diosa, se dirigió al lugar donde yacía el cuerpo del dragón y, golpeándole las fauces con piedras, le arrancó todos los aguzados dientes. Acto seguido, los diseminó en surcos que había labrado en la madre tierra, hiriéndola con la aguda espada. La lumbre del sol calentó la siembra y la negra noche la humedeció; y al surgir la aurora del océano para restablecer la luz a los mortales, el portento se hizo visible:

Un ejército de formidables guerreros brotaba del barro, enormes, musculosos, de mirada terrible, armados con rodelas y picas de marfil.

Cadmo, temiendo por los suyos, les ordenó que se ocultaran en la gruta del dragón, bajo la fuente de Ares. Él, desde lo alto, hostigaba a los gigantes tirándoles guijarros con la intención de probarlos. Estos comenzaron a culparse unos a otros y, enardecidos, se provocaban chocándose los óseos escudos.

La funesta batalla no se demoró y las lanzas se embriagaron del sabor de la carne. Furibundos, juntábanse los lamentos de aquellos que caían y agonizaban con el griterío de los vencedores. Luego, los que se mantenían en pie volvían a inmolarse, y así de continuo hasta que todos quedaron tendidos y ensangrentados sobre la tierra que los alumbró.

El piadoso Cadmo acercose a la hecatombe y, viendo que algunos aún respiraban, avisó a los tirios con el propósito de auxiliarlos. Él mismo les curó las heridas aplicándoles hierbas medicinales, presente de un sabio centauro al que conoció a su paso por Tesalia.

Cinco fueron los supervivientes, los llamados espartos, fieles adalides de la regia Cadmea, urbe que levantaron por mandato de su bien amado caudillo. Para él erigieron un magnífico palacio de roca pulimentada y pórticos con columnas de mármol.

Los númenes amaron mucho esta ciudad, venían a menudo a visitar sus ricos santuarios y a su rey, con el cual entablaron fuertes lazos de amistad. A su debido tiempo, Zeus, complacido, entregó la doncella prometida; no una mortal de las que se sustentan de grano, sino de naturaleza divina. Harmonía, que descollaba por su gracia y su belleza, subió a la tribuna nupcial dotada de exquisitos presentes, valiosísimos obsequios que trajeran los moradores del sagrado Olimpo. A saber:

Hermes, el heraldo de Zeus, aportó un cetro repujado, con el que Cadmo y sus descendientes administrarían justicia por generaciones.

Ares, señor de la guerra y progenitor de la desposada, una lanza de fresno de once codos.

Apolo se presentó con un pulido arco, cuyos áureos anillos despedían un vivo resplandor.

Hefesto colocó en la cabeza de Harmonía una corona de piedras multicolores, y ciñó sus sienes con una banda dorada.

Hera, la más poderosa de las féminas deidades, mandó fabricar dos tronos labrados en madera noble, a los cuales les habían incrustado múltiples filetes de plata y lapislázuli.

Atenea, la de ojos de lechuza, bordó ella misma un primoroso peplo de doce hebillas.

Estas fueron las dádivas más esplendorosas, quedando por detrás del afamado collar que Afrodita aportara a la dote de su hija querida: una majestuosa gargantilla, obra de Hefesto, el dios artífice, hecha de oro engastado en electro. Tenía la forma de sinuosa serpiente de dos cabezas, una a cada extremo, uniéndose en círculo a las extendidas alas de un águila, cuyos ojos eran dos gemas grandes como ajos, que cambiaban de color según la luz que reflejaran. Y nunca antes ni después se ha visto sobre la tierra una joya de tanta hermosura como el collar que lució Harmonía.

Óyeme bien, Hijo del Río. Cuando te halles ante la Tebas Cadmea, pregunta a sus altivos habitantes dónde sucedieron todas estas maravillas: en qué sitio descansó la vaca, dónde se apareció Atenea. Diles que te muestren la gruta, la fuente, los restos del desdentado dragón; en qué campo brotaron hombres y sucumbieron en la misma mañana. Entra en la ciudadela y contrata un guía, de los muchos que hay junto a la puerta Ogigia. Él te llevará hasta el celebrado atrio, donde cantaron las musas y Apolo tocó la lira, el día en que dioses y cadmeos festejaron unidos el himeneo de los primeros reyes de su venerada patria.

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