VII Vestidos de Bronce y Cuero




Eupálamo fue el primero en recuperar el vigor en el pecho, pues era el conductor de más larga experiencia y el menos impresionable. Se puso en pie y, encarándose a los demás, su parecer transmitió.

—Amigos, todos me conocéis, y sabéis de la sensatez de mi ánimo y lo prudente de mi espíritu. Ni soy famoso por mi devoción a los dioses ni mis juicios se someten a la engañosa imaginación. Mas hoy he vivido una maravilla que jamás creí pudiera realizarse. Y no me refiero a la crecida del caudal, la cual sería posible buscarle una explicación razonable, sino a la que ahora os voy a relatar, y al escucharla coincidiréis conmigo en que hemos asistido a un momento glorioso.

»Este habría de acontecer en el río, cuando se abrió ofreciéndonos una ocasión para la fuga y todos nos adentramos en su lecho. Si a vosotros os resultó fácil y liviano el vadearlo, a mí me sucedió de otra manera:

»Desde que penetraran en el cauce las ruedas de mi carreta, esta se hizo pesada, y se sacudía y estremecía de continuo. :

»Eran los peces que en fardos bien atados en mi vagón transportaba, ellos habían cobrado vida y escapaban a lo profundo. No fue hasta que el último saliera nadando que se desclavara la carreta y volviera a obedecer mi gobierno.

Mi corazón me dice que he presenciado el poder de un dios reclamando a los súbditos de su reino, que nosotros, en nuestra arrogancia, pretendíamos llevarnos por la fuerza. Por lo que os exhorto a que no abandonemos este río colérico sin haberle levantado un altar y apaciguado con plegarias y sacrificios.

Así testificó Eupálamo en lo tocante a su incidente. Enseguida se adelantó Falero con la intención de replicarle.

—No me agrada, hermano, cuanto acabas de proponer y te invito a meditarlo. Hoy hemos combatido a ejércitos que buscaban nuestra perdición, y enfrentado a portentos que los han arrastrado a la boca de los infiernos. También ahora sabemos del prodigio que tú solo has visto y padecido, y no por ello dejamos de creerlo.

»Que cada cual prometa en su mente cuantiosos sacrificios y perfectas hecatombes a los númenes protectores, si conseguimos regresar a la ínclita Atenas. Pero sabed que la muerte nos ha marcado, y temo que nos vaya a reclamar.

»Ea, pongámonos en marcha, salgamos de esta perniciosa llanura sin demorarnos, no sea que nos sorprenda aquí la oscuridad y otras tribus hostiles hagan por agredirnos. Que ya habrá tiempo de descansar y maravillarnos de lo ocurrido.

Tras haber hablado en estos términos, subiose al banco de un salto conminándonos para que hiciéramos lo mismo, arreó a los animales y reanudamos el éxodo hacia el ocaso.

Pronto, cuando no llevábamos recorrida la distancia que alcanza el grito de un hombre, otro obstáculo nos obligó a detenernos:

Era un torrente de rápidos remolinos que amenazaba con tragarse los carros si osábamos circular sobre él. Sus aguas discurrían persiguiendo el norte, retornando a la cuenca del Drilón por encima de la aldea de pescadores. Allí debían de confluir ambos, por lo que no había por dónde cruzar.

Falero me fijó la mirada, a la espera de que le indicara cómo sortearlo.

—Nunca antes vi ni supe de este otro río —me apresuré a confesar—. Acaso se trate de una corriente subterránea, de las que emergen un tramo tan solo en ciertas épocas. Remontemos su ribera y en breve daremos con su fuente.

La caravana viró dando la testa al sur como yo sugerí. Mas no hallamos ninguna fuente, sino un pronunciado meandro que giraba hacia atrás, subía y de nuevo se acoplaba con el negro Drilón.

Mi compañero expuso sus pensamientos en alta voz, pues no parecía que a mí se dirigiera, y enunciaba el apuro muy abatido.

—El Drilón se separa en dos brazos, que vuelven a unirse más adelante, y nosotros estamos en medio, presos en una isla.

—Ya os lo advertí —se oyó gritar a Eupálamo—. Es el dios cerrándonos el paso por no rendirle los honores debidos. Aún es posible remediarlo.

Los demás también nos observaban, esperando una respuesta favorable a la demanda del viejo conductor, y la potestad de Falero se dejó persuadir:

Amontonamos guijarros del río alrededor de una blanca y pulida roca que arraigaba en el arenal; la coronamos con follaje de tamarisco que yo, junto con Ítaco, nos habíamos aplicado en reunir; y fue Museo quien con gran habilidad llevara el fuego a la pira, rozando dos oscuras piedras extraídas de su morral.

Eupálamo se ocupó de los ritos. Al carecer de animales para el sacrificio, esparció granos de cebada sobre el altar y la grasa de una urna de bronce que transportaban entre los víveres. Todo lo regó con agua lustral y vino por partes iguales, alzó la copa, bebió, y regueros de la mezcla escaparon por los costados de su boca, tiñendo de rojo su barba canosa.

—Apiádate, señor. Permite que salgamos de tus dominios con la ambición de expandir tu grandeza lejos, en la ciudad que habitamos. Nosotros, que nos proclamamos devotos tuyos, allí levantaremos un templo con altares perfumados y te haremos ofrendas todas las estaciones del año.

Habiendo orado así, dio el grito ritual y el río atendió el ruego, suavizó al momento su curso y contuvo su oleaje.

Continuamos siguiendo la travesía del sol, evitando la vía principal que quebraba hacia el lago. Era una zona pantanosa, con pequeños estanques acá y acullá salpicando el terreno. A Falero se le adivinaba intranquilo, miraba de un lado al otro sin dar tregua a la cautela, y no recobró el habla hasta que alcanzamos el final de la llanura. Delante se cerraba el bosque, y en el cielo las elevadas montañas mostrábanse orgullosas entre las blandas nubes.

—¿Dónde queda el paso de Candavia? —me interrogó.

—Al sur discurre una collada que conecta con esa ruta.

Él levantó el brazo por respuesta, y toda la caravana comenzó a virar tomando la senda junto a la arboleda. Detrás, alguien entonaba una melodía. Falero observó mi pasmado rostro y se sonrió.

—Es Museo. Antes de ocuparse de mercader, ejerció como aedo, mas no consiguió hacer de ello su oficio y ahora nos atormenta a nosotros con sus horribles chillidos.

En modo alguno era Museo lo que describía, ni un ignorante de la ciencia musical: sacaba armonías de las siete notas del canto, y tocaba virtuoso la lira que le concediera el tracio Parisades, colocando los dedos sobre el plectro de marfil. Su canción tratábase del retorno al hogar, navegando a través del azulado ponto, con la bodega cargada de tesoros y el alma de felices sentimientos.

La alegría del aedo mercader nos regocijó el ánimo a todos, se oyó de nuevo a los hombres conversar, reír y bromear. Confiábamos que los trabajos de aquel día habían llegado a su fin. Pero no, aún habría otra prueba que superar.

La lumbre de Helios comenzaba su inevitable extinción, impidiéndonos advertir el peligro que nos cercaba: una tropa de lanceros nos salió al paso en la boca de la garganta. No lo dudé, tomé impulso y me tumbé veloz en la parte trasera del carro.

¡Por Hermes, protector de los caminantes, no nos lastiméis! Carecemos de armas —se apresuró a suplicar Falero.

—¡Contente, viajero! —Le ordenó atronando la voz el portador de los emblemas—. Somos guardias al servicio del gobernador Emois, patrullando en busca de un fugitivo. ¿Quiénes sois, que en la oscuridad de la noche transitáis por sus dominios? Manifestadlo para que me quede bien enterado.

—Tan solo humildes comerciantes que regresan a la Hélade con el fruto de sus transacciones, después de haber pasado el verano en la brillantísima Licnido.

—En tal caso, es a vosotros a quien reclama el gobernador. Debéis acompañarnos a la ciudad, ya sea de buen grado, ya por delante de nuestras lanzas.

—Pero ¿bajo qué acusación?

—La de amparar o haber amparado a un traidor.

—¡Yo no soy un traidor! —repliqué alzando la voz y saltando a tierra.

Llevaba la Macedonia en la mano, lo que puso en guardia a los soldados. El temor se había apoderado de mi espíritu, forzoso era el ocultarlo o acabaría empalado por docenas de lanzas. Inicié mi tarea: rogar por nuestras vidas.

—Eres Arrabeo, señor de Linkesta. Por mi padre conozco de ti, y por el día que llegaste a palacio a jurarle lealtad en presencia de esta sagrada hoja —afirmé moviendo la espada en alto—. Él te describió como un hombre de honor, esforzado y honesto. «Ningún mortal que pensara con prudencia pondría en reproche su bravura», me decía.

El poder intimidatorio de la Macedonia me permitió continuar hablando, ignoraba por cuánto tiempo, siempre menor en aquellos que descollaban en voluntad de carácter. No debía demorarme en mi discurso.

—Tal como yo lo veo, puedes entregarme a Emois, el cual me otorgará una muerte cruel por el único crimen de llamarme hijo de un magnánimo varón. O, por el contrario, dejarme marchar al exilio, y honrar la memoria del que se preciaba de ser tu amigo.

El caudillo se quedó en silencio, vacilando en la adopción de uno de estos dos pareceres. Necesitaba más argumentos y Falero salió en mi favor.

—Señor, los bienaventurados dioses no se complacen en las obras perversas, sino que gustan de la justicia y las acciones sensatas de los mortales.

Arrabeo hizo un gesto con el brazo y sus guerreros descansaron las lanzas. No vacilé, comencé a andar sujetándome fuerte al puño de la espada. Los soldados se apartaban a mi paso, haciendo resonar sus uniformes de bronce y cuero, nunca me parecieron tan temibles.

Oí las ruedas de los carros ponerse a girar tras de mí. Seguí caminando por aquel interminable bosque de enhiestas picas, temblándome las carnes y con la voz pegada a la garganta, esperaba que en cualquier momento me golpearan e impidieran mi avance. En cambio, fue la voz de Falero la que al final me contuvo.

—Detente, Hijo del Río. Lo has hecho bien.

Cobré ánimo, miré hacia atrás, y vi que los soldados habían desaparecido. Al punto, me flaquearon las rodillas y una oscuridad me cubrió los ojos.

—Cof, cof, cof

Algo ardiente y amargo corrió por mi garganta haciéndome toser.

—Con calma, muchacho. Ha sido muy larga la jornada.

Abrí los párpados, era el viejo Eupálamo quien hablaba. Me había hecho sorber vino caliente de un cazo, trayéndome de vuelta al mundo de los vivos. Encontrábame yo tumbado junto a una hoguera, sentados los mercaderes en derredor, comiendo y bebiendo con la serenidad pintada en sus semblantes.

Respiré. Habíamos vencido al mal albur.

Falero, al percatarse que me hallaba despierto, quiso saber de mi estado.

—¿Cómo te encuentras?

—Hambriento... y... sediento.

—En eso puedo ayudarte —se alegró ofreciéndome la cena en una canastilla.

Comencé a engullir el alimento con avidez, pero entonces reparé en Macedonia, e inquieto, miré a un lado y al otro.

—¿Es esto lo que reclaman tus ojos? —me preguntó acercándome la espada.

La tomé y acaricié su empuñadura, su tacto me tranquilizó.

—Magnífica hoja, ¿tiene nombre?

—Mi padre, el soberano Clito —precisé—, la llamaba Macedonia por la estrella labrada en su vaina, símbolo de la estirpe de Macedón, el nacido de Zeus.

—Posees un gran tesoro, Hijo del Río.

—No, no me pertenece a mí, yo tan solo soy su custodio.

—Custodio de Macedonia —proclamó con exagerada solemnidad—, otra ocupación que añadir a la de rey, semidiós y guía de caravanas.

—Aquí concluye mi labor como guía, más allá de esta garganta temo que sea de escasa utilidad.

—No te hagas de menos, muchacho —me replicó él—. Ha sido la agudeza de tu ingenio la que hoy nos ha salvado de la ruina. Mucho han de horadar las ruedas de nuestros carros antes de alcanzar el puerto de Butea. Ten por seguro que seguiremos requiriendo de tu resolutivo proceder.

Museo, que tañía la cítara parisadia, ensayando acordes de una nueva canción, intervino.

—Recréate los oídos, Hijo del Río. No es frecuente que nuestro áspero capataz halague con lisonjas a uno de los suyos. Yo, por mi parte, me avendré a loar la gloria de los héroes.

—Museo —le respondió Falero—, te halagaré a ti también, si es lo que anhela tu corazón: tú nos proporcionas un gran servicio, espantando a las bestias y las aves de rapiña con tus estridentes sonidos.

Una risa incontenible se apoderó de todos nosotros, salvo del aedo mercader, que permaneció serio y cabizbajo, apartando el instrumento a un lado. Así que Falero lo advirtió, escanció vino en una copa y se la ofreció con amables disculpas.

—En verdad que no estuve nada comedido, y no quisiera que por ello se afligiera tu alma. Que no es decoroso ofender a un amado de las musas, pues de sus labios fluyen suaves las palabras cuando alaban y perpetúan las gestas de los antiguos.

Museo aceptó la copa, pero aún seguía dolido, con la tristeza de un niño al cual han reprendido siendo inocente.

—Ea, cuéntanos en esta noche de cómo Cadmo edificó Tebas Cadmea —le exhortó Falero—. Tú que viviste en el pasado tras sus formidables murallas, que, según dicen, fue un citarista quien las levantó con sus melodías. Nuestro hermano el Hijo del Río, aquí presente, tiene intención de solicitar asilo a sus moradores, y no me parece sensato que comparezca ante ellos sin conocer de su fundación.

Al aedo se le iluminó la cara,tomó la lira y comenzó a tañerla buscando inspiración. Y esto fue lo querecitó:

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