Capítulo IX

Contraataque

Dio vuelta la mochila de viaje sobre la cama, dejando caer su ropa mientras lanzaba insultos al aire, en voz baja, con los ojos llenos de lágrimas. Respiró hondo, se enderezó y puso las manos sobre la cintura, inhalando profundo por la boca. Tenía tanta rabia contenida que decidió llorar antes de agarrar la cama a patadas. Otra vez estaba en la habitación de una posada, en Flint; al igual que unos meses antes de irse en búsqueda de un sueño a Detroit, luego de discutir con su madre sobre su sexualidad. Ella no lo aceptó. Jamás lo aceptó, ni siquiera como persona, cuando tuvo que acabar pidiendo apoyo a su padre para convertirse en policía. Su madre quería que fuera abogado, como ella; no entendía que Clyde no se sentía capaz de enfrentar una carrera tan exigente, que estudiar no era su fuerte y que toda la vida había soñado con seguir los pasos del chico del que se había enamorado. Era su asunto pendiente, lo que quería para su vida.

-Clyde... -oyó desde la puerta abierta de la pequeña habitación.

Allí estaba su prima y su mejor amigo, Rino; como siempre, en el momento adecuado, siendo su soporte. Ella entró corriendo y lo abrazó con fuerza al verlo desarmado. Rino que era tan grande como Clyde, aunque de cabello negro y ojos oscuros, se abrazó a su espalda, abarcándolos a ambos.

-Mi galletita de agua -susurró Rino-. Dime dónde vive ese idiota que le caeré a sopapos por hacerte sentir así...

-Ya, cariño, ya; no llores más, me partes el alma...¡Ese... idiota! -chistó Marion, sobándole los brazos a su primo, con la mejilla apoyada contra su pecho.

Cuando Clyde se calmó, ambos se acomodaron para escuchar la historia de su conversación con Reynolds, del momento en que fue a solicitar el traslado. No había salido como esperaba y eso también le provocaba cierta frustración.

-De ninguna manera -contestó Reynolds a secas.

-¿Cómo dice...?

O'Bryan pestañeó un par de veces ante la respuesta de la vice-jefa a su petición de traslado.

Estaba sentado frente a ella en la oficina, le había explicado toda la situación de forma sincera y ella lo había escuchado sin levantar la vista de la pantalla de su ordenador, donde tecleaba concentrada, leyendo a través de un par de lentes rectangulares.

-No te voy a dar un traslado. Te voy a dar unos días de descanso para que enfríes tu mente, y cuando vuelvas te cambiaré de compañero.

-No quiero enfriar mi mente, quiero trabajar donde no tenga que verle la cara. Aunque me cambie de compañero, nos vamos a cruzar.

Reynolds cerró la computadora y se sacó los lentes, intimidando a Clyde con una mirada severa.

-Escuchame, Clyde, cuando entraste por esa puerta lo primero que me preguntaste era si trabajaba aquí "un tal Jack Tucker", que querías trabajar con él porque era tu amigo de la infancia y te seguí el juego después de oír toda la historia. Ahora ustedes, como si fuera cosa del destino, están enamorados. Él está enamorado de ti, aunque se esté comportando como un imbécil. No soy ciega, ni estúpida. Y no te voy a seguir el juego esta vez. Uno de los dos tiene que tener pelotas. Si no es él, vas a tener que ser tú. Y si no vuelve a Flint, a olvidarte de tus sueños.

A Clyde le temblaron los labios, tragó saliva sin saber qué contestarle. Reynolds se echó hacia atrás y prosiguió:

-Tienes una semana de descanso; más vale que vuelvas con buenas ideas, porque no tolero a esa mujer, es una víbora disfrazada. Y ahora vete, tengo trabajo.

Clyde se levantó refunfuñando y se retiró de la oficina, indignado.

Estaba obligado a volver a Detroit, ya fuera para seguir trabajando, con la esperanza de que su situación con Jack diera un giro inesperado, o para tomar la decisión definitiva de marcharse a Flint, a recomenzar.

-¡El que debería estar pidiendo disculpas es ese estúpido, por ilusionarme! -dijo Clyde a sus amigos, que estaban sobre la cama mientras él ordenaba su ropa en un pequeño armario-. ¿Por qué yo debería idear planes para recuperarlo?

-Bueno, puede que ella piense que tú eres capaz de abrirle los ojos; lo hiciste una vez -comentó Marion-. Además le diste tu manzanita y yo creo que no puede simplemente dejarte pas... -Rino interrumpió con un chillido.

-¿¡Cómo que le diste tu manzanita!? -Soltó una risotada.

-Por los cielos, Marion, ¿tienes que decirlo así? -reprochó.

-¡Es que es cierto! ¿No fue intenso? Él debe estar confundido, quizá piensa demasiado; yo también creo que deberías volver a Detroit y hacerle la vida imposible hasta que no aguante las ganas de estar contigo.

-No sé... Tiene a su familia, según sé: sus padres son complicados y a él le importa mucho lo que opinen. Además está su hijo; él estaba tan... -buscó una palabra que describiera la mirada triste de Jack cuando hablaba de Lucas- destrozado por eso. Estaba bien cuando estábamos juntos, pero le faltaba Lucas. Creo que eligió a Lucas por sobre mí...

-Puede ser -acotó Rino-. Pero si es así, podrían encontrar una solución que no involucre que siga casado con esa loca, o fingiendo que no le gusta el pepino en vez de la empanada.

-¡Rino! -retó Marion ante el comentario-. Eso no lo sabes, le pueden gustar ambas cosas.

-A lo que voy es que no creo que sea feliz con esa mujer, creo que todo gira en torno al niño; y no me parece justo. Y... tengo una idea -dio una palmada en la cama con una gran sonrisa- ¡Tengo una idea fantástica! No te pongas muy cómodo; en cuatro días salgo de licencia y Marion está sin trabajo, así que nos vamos todos a Detroit.

Tres días y no sabía nada de él. No lo veía por los pasillos, en el estacionamiento, ni otros sectores. Había estado deambulando por el edificio en varias ocasiones, visitando viejos camaradas. Se sentía estúpido inventando excusas. Finalmente fue directo al despacho de Mackenzie Reynolds, con quien tampoco se había comunicado en todo ese tiempo. Llamó a la puerta y entró cuando oyó su típica respuesta: "Adelante".

-Ah, el hombresote -comentó alineando unos archivos con suaves golpecitos contra el escritorio.

Jack alzó las cejas confundido por el comentario.

-Emmm... Sí. Reynolds... ¿has visto a O'Bryan?

Entonces fue ella quien alzó las cejas y lo miró desconcertada, un tanto indignada. Se rió con sorna.

-Ay Jack, renunció... -mintió-. Después de lo que le hiciste me dijo que no quería volver a cruzarse contigo.

Jack se puso las manos en la cintura y bajó la mirada, frunciendo el ceño.

-¡Yo no le...! -Apretó los labios-. ¿A dónde fue...? No tenía que renunciar, este era su sueño. Además podría haberme avisado.

-¿Por qué?, es a mí a quien debe rendir cuentas, no a ti. ¿O estás molesto porque te pasaste tres días buscándolo...? -interrumpió ella-. Está de licencia, hombresote, le di una semana; luego va a volver a trabajar, pero no contigo. Y si no vas a hacer nada productivo, quiero que lo dejes en paz, ¿oíste? Ahora que lo sabes deja de pulular por los sectores, que te di un patrullero.

Jack no respondió, se quedó unos segundos parado allí, pensativo, luego chistó, se dio la vuelta y abandonó la oficina, dando un portazo al salir.

-Pffff... -soltó Reynolds y se rió.

Pasó las tardes en casa de su padre, donde su esposa y un adolescente entusiasta llamado Robin lo recibían con abrazos y sonrisas. Al llegar la noche, a su padre, Samuel, le encantaba contar chistes trillados en la mesa, de los cuales nunca dejaba de reírse; era una copia avejentada de Clyde. Tenía una taller de carpintería, con tres hombres trabajando para él, donde hacía trabajos finos de alto costo; todo labrado con gran detalle. Tamara, su esposa, era psicóloga, algo reservada, de conversaciones más profundas; tenía el cabello canoso en una melena con volumen y los ojos de un intenso verde bosque. Al principio Clyde creía que era antipática, pero solo era una persona seria y centrada. Robin era hijo de Tamara y su anterior pareja, tenía diecisiete años y demostraba gran inteligencia, siempre estaba atento a sus emociones y lo trataba como un hermano mayor, pidiéndole consejos o invitándolo a jugar videojuegos. Los tres llevaban una vida armoniosa, feliz, junto al parque Mott y frente al río Flint, por la calle Dr. Nolen. A veces tenía ganas de retroceder el tiempo, para haberse acercado a ellos mucho antes; haber tenido la valentía de enfrentar a su madre cuando era un niño y haber visto crecer a Robin; pensaba en lo genial que hubiera sido pasear el carrito de bebé junto con Tamara. Pero debido a la envidia de su madre, a su rencor, a sus celos; su padre solo podía visitarlo los fines de semana y muy pocas veces lo dejaba salir a compartir tiempo con él, con la excusa de que tenía que centrarse en sus estudios. No podía decir que Samuel no se esforzaba, nunca fue un padre ausente; si no podía verlo, enviaba mensajes y hacía llamadas telefónicas. Por eso más que nada entendía a Jack, porque tuvo el amor de su padre y fue lo más importante para él; su madre no hacía más que cuestionar hasta su existencia.

-Robin espera que llegues, antes de irse me pregunta: "¿Cuándo te dijo que venía?, ¿va a estar cuando vuelva del cole?, ¿me dejas preparado el guante?" -comentó Tamara el último día de visita, sentada a la barra de la cocina, con una taza de té humeante en la mano.

Clyde estaba recostado sobre el sillón de la sala, apreciando la vista al descampado que daba la ventana, con algunos árboles y arbustos poblados. A lo lejos podía ver las copas de la lindera de árboles que delimitaban el río.

-Qué feo eso -dijo Clyde.

-¿Qué?, ¿mi reclamo? -respondió y se rió-. Te extrañamos. Sabes que eres bienvenido, esta es tu casa.

-Lo sé, siempre me lo dices, desde hace nueve años. Desde que tiré la toalla con mi madre y vine aquí a pedir auxilio -Sonrió-. No paraba de llorar cuando llegué, ¿te acuerdas? Y me dijiste: "¡No, no! En mi casa los chicos no lloran, sécate las lágrimas que todo va a estar mejor" -citó tratando de imitarla-. Y fue así -Hizo una pausa acariciando un almohadón-. Gracias...

-Bueno, te voy a abrazar, te lo ganaste.

Se acercó a Clyde y lo abrazó, haciéndolo reír. Gracias a ellos había comenzado a estudiar, había reiniciado su vida y había encontrado metas por las cuales vivir; libre, sin tormentos. Aunque su madre continuó insistiendo en meterse en cada una de sus decisiones, hasta que eligió concentrarse en lo que era importante para él y verla cada vez menos, alejarla. A los veinte años estaba comenzando su carrera como policía, con el apoyo total de la familia de su papá. A los veintiséis tenía su diploma y a los veintisiete tomó la decisión de ir detrás de Jack, por una pequeña espada de madera que aún conservaba en su habitación, como un amuleto que le daba fuerzas.

-Mañana me iré de vuelta a Detroit -comentó sobre el hombro de Tamara-. Vuelvo al trabajo.

Ella se separó y le dio dos palmaditas cariñosas en los hombros antes de levantarse para volver a la cocina.

-Quédate aquí hoy; seguro tu padre quiere pasar tiempo contigo antes de que te vayas, y Robin también. Si no juegas por lo menos una hora con él al baseball, le va a dar para deprimirse toda la semana; le está pegando duro la adolescencia -dijo y recogió lo que había quedado de su merienda-. Me tiene mentalmente agotada.

-Aquí los chicos no lloran, así que pronto va a estar mejor -memoró Clyde y ella asintió con una sonrisa de lado.

Jack estacionó su amado Firenza en el mismo lugar de siempre. Encendió un cigarro y dio una pitada profunda, luego revisó la guantera del coche en busca de sus documentos, sin notar que una moto estacionaba justo delante de su capó. Cuando levantó la cabeza, vio a dos hombres que se quitaban el casco para despedirse; uno de ellos rodeó al otro por la cintura con una sonrisa pícara y a continuación se dieron un beso, intenso, ante el cual Jack quedó pasmado. Desvió la mirada cuando los celos lo tomaron por sorpresa, trayendo consigo un remolino de sentimientos desagradables. Abrió la puerta del coche y salió de allí dando un portazo, antes de hacer cualquier tontería. Clyde había vuelto y lo traía otro hombre.

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