Capítulo I

Reencuentro inadvertido


Aquel día de oficina podría haber sido como cualquier otro: uno aburrido, repetitivo y de chistes viejos que provocan risas por compromiso. Pero no fue el caso, Jack estaba a punto de recibir una extraña sorpresa que provenía directamente de un pasado entrañable.

Era 23 de noviembre y el cielo se encontraba cubierto de nubes grises sobre el estado del glotón, Michingan. El invierno estaba cerca, se hacía notar con el frío intenso al salir de casa, los vidrios empañados, las chimeneas humeando. Pronto la nieve iría cubriendo las veredas, los arbustos, las ramas de los árboles, los jardines y los graciosos gorritos de los gnomos de patio.

Desde las seis de la mañana arreciaba una llovizna molesta que se pegaba al parabrisa y cubría por completo la superficie, haciendo trabajar a todo vapor los limpiaparabrisas del amado Firenza de Jack. Como no consiguió lugar en el estacionamiento, se vio obligado a estacionar en la vereda al frente de su lugar de trabajo —el tan conocido Departamento de policía de Detroit—. En ese momento veía a varios de sus compañeros caminando por los alrededores. Algunos estaban parados en la puerta, disfrutando de ver la lluvia caer con un café caliente humeando en la mano. Los pequeños vasos de espuma plast le llevaron el aroma a su memoria, aunque no estaba oliendo nada más que el cigarrillo y la humedad que había dentro del coche.

Jack se recostó sobre el asiento, disfrutando de una última pitada antes de entrar. Suspiró aletargado, observando el lugar con engorro. Ni en ese día tan asqueroso iba a salvarse del aburrido papeleo que se amontonaba hora tras hora para ser organizado en carpetas por nombre y apellido, era su mal de cada día. Acomodó el cinturón sobre su pantalón negro, chequeando que llevaba el arma bien enfundada, con el seguro puesto, y las esposas sujetas en su lugar. Revisó los bolsillos para no olvidar sus documentos y tomó la gorra negra que había dejado en la guantera para luego aplastar con ella los mechones oscuros que se revolvían sobre su frente. Se puso una campera impermeable que guardaba en el asiento trasero y salió disparado hacia el enorme edificio, cubriendo su cabeza con la capucha.

Ser un honrado policía de Detroit había sido su sueño desde que era un niño. Cuando su padre le preguntaba "¿por qué?", le contestaba que quería defender a los débiles, proteger la ciudad y ayudar a los más necesitados. Él quería ser un héroe. Se subía encima de la mesa con una capa azul y sin vacilar exclamaba "¡tengan miedo villanos!, ¡pronto conocerán mi nombre!", tal como en sus series animadas favoritas. Años después estaba terminando la carrera de policía, entró a ese infierno que se alzaba delante de sus ojos y su sueño de niño se hizo pedazos. Las personas respetables que deseaba proteger solían tratarlos como basura, se quejaban de los servicios policiales y elevaban denuncias por tonterías. Muchos de sus compañeros habían muerto en asaltos o peleas de pandillas. Y para completar el cuadro decepcionante, los salarios no daban para cubrir la quincena, así que siempre tenía que trabajar horas extras, lo cual le traía problemas con su esposa.

Fue directo hacia los casilleros a dejar sus pertenencias: un bolso deportivo con ropa limpia, zapatos y alguna que otra tontería de utilidad. Saludó a varios de sus camaradas y salió hacia los ascensores, donde marcó el botón al cuarto piso. Al llegar caminó por el pasillo a través del revuelo de policías, hundiéndose en el interminable bullicio que se acoplaba al golpeteo insistente de los teclados, y las molestas bocinas de los coches, que se colaban por la ventana abierta al fondo de la habitación. Pronto cumpliría cinco años de lo mismo.

«Un año más... Solo un año más, Jack» pensó, recordando que le habían prometido un traslado.

Se dirigió a su escritorio, tomó un conjunto de carpetas que tenía ordenadas desde el día anterior y salió hacia la oficina de su vicejefa, quien le había mandado un mensaje la noche anterior pidiendo que se las llevase en cuanto tuviera oportunidad. Dio tres toques suaves sobre el vidrio de la puerta y la empujó, como hacía siempre. Al entrar se topó con la espalda ancha de un hombre.

—¡Tucker!, qué bueno que llegas. Pensé que iba a tener que mandar a O'Bryan a buscarte.

—Todavía es muy temprano, Reynolds, no es como que haya llegado tarde... —reprochó—. Le traje lo que me pidió.

Dejó las carpetas sobre una mesa junto a la entrada.

—Estoy segura de que marcaste al entrar, así que ya estás en horario de trabajo —contraatacó ella con una sonrisa amplia.

O'Bryan fue de inmediato escudriñado por los afilados ojos azules de Jack; era un joven alto de tez bronceada y quijada definida, con un corte de barba moderno. Tenía el cabello castaño claro y lo usaba peinado en una cresta. Sus ojos, que eran del color de las avellanas, lo atendían con extraña admiración.

—¿Y por qué O'Bryan tendría que ir a buscarme? —preguntó devolviendo la mirada a su vicejefa.

—Porque trabajará contigo de ahora en adelante —Sonrió al ver la expresión de molestia de Jack—. No me mires así, quiero que tengas a alguien con quien salir si te necesitamos en la calle, y como tú y Mason no se llevan...

—Mason es un grandísimo imbécil, Reynolds, la semana pasada tapó mi caño de escape con un pepino —interrumpió Jack.

O'Bryan apretó la boca para no reírse.

—No es gracioso —comentó al verlo.

—Lo siento... —musitó intentando enseriar.

—Todos sabemos que Mason es... complicado... —inició Reynolds.

—Es un imbécil. Complicado no es la palabra, Reynolds, es un estúpido descerebrado de mierda que me cuesta dinero —agregó.

—Por eso mismo quiero que tengas un compañero que venga de afuera, para que conecten de cero —terminó ella gesticulando con las manos.

Mackenzie Reynolds tenía cuarenta años; era morena, bajita, de cabello corto y complexión delgada, con una gran dentadura. Solía tener buen carácter, siempre que nada saliera mal a su alrededor.

Jack volvió a repasar a O'Bryan: traía puesto un pantalón de mezclilla moderno y una polera de lana fina, que se ajustaba a su figura. No podía imaginarlo sentado a su lado en la pequeña oficina que ocupaba para recibir las denuncias de todos los días.

—No... —devolvió la vista al hombre que lo escuchaba con atención y modificó el discurso— cabemos los dos en mi oficina. ¿O'Bryan no puede venir conmigo cuando nos coloques en la calle?

Abrió grande los ojos tratando de trasmitirle lo incómodo que se sentía con la precipitada decisión.

—Son solo unos días, para que se acostumbren, estoy segura de que harás espacio, Tucker. Ahora, fuera de mi oficina. Tengo mucho trabajo —dijo señalando las carpetas.

A diferencia de O'Bryan, que simulaba ser un modelo de revista de verano, Jack parecía un cadáver, tan pálido como una hoja de arroz. Era un poco más bajo, de cabello color azabache y afilados ojos azules, bien delineados por unas pronunciadas ojeras.

Tras perder la batalla de miradas con la vicejefa Reynolds, se dio la vuelta y llevó a O'Bryan a conocer el lugar.

—O'Bryan, ¿verdad?

El aludido examinaba todo a su alrededor a medida que caminaban entre los escritorios hacia la oficina que les correspondía.

—Y tú eres Tucker. Parece que llevas un buen tiempo sin dormir; esas ojeras no van contigo —Sonrió.

—Se duerme poco en este trabajo —devolvió el gesto, extrañado por la familiaridad con la que le hablaba—. Puedes decirme Jack si quieres. Me hace sentir viejo que me digas Tucker. Realmente espero que no te moleste estar en un espacio reducido.

—A mí no me molesta...

Jack se detuvo al escuchar que hizo énfasis en "a mí" y lo enfrentó:

—Escucha, la verdad es que fui un poco idiota antes; Reynolds saca lo peor de mí... —Le extendió la mano—. Empecemos de nuevo, ¿sí?

O'Bryan tomó su mano con fuerza y sonrió amplio, sin duda esa actitud le gustaba mucho más que la anterior; comenzaba a parecerse al Jack que recordaba.

Abrió la puerta de la oficina y lo invitó a pasar, revelando el desorden de papeles. Le delegó algunas tareas que necesitaban atención, le mostró las instalaciones, almorzaron juntos y luego tomaron algunas denuncias. Jack no era una persona de muchas palabras, sin embargo admitía haber pasado un rato agradable conversando con su nuevo compañero, sin tener que llegar al momento incómodo de mencionar cuestiones personales. A menos que estuviera siendo tímido, O'Bryan no parecía el típico bravucón engreído que gustaba de molestar a los demás —como algunos de sus compañeros—. Se mostraba atento, amable, como si fuera un viejo amigo.

Pronto se hicieron las cuatro de la tarde y Jack comenzaba a organizar lo que estaba quedando atrasado, incluso tenía pensado llevarse algo de trabajo extra a su casa, para adelantar. Reconoció que otro par de manos habían sido de mucha ayuda.

—Salgamos —sugirió O'Bryan de repente.

Llevaba varios minutos observando a Jack, estudiando sus movimientos. Cuando escuchó la propuesta lo miró sorprendido, no tenía planes para la noche más que acostarse a ver televisión con su esposa, mientras su hijo jugaba en la cama. Era parte de la inevitable rutina.

—¿A dónde?, ¿cuándo?

—Hoy de noche, a cualquier boliche. Yo invito —respondió O'Bryan.

Jack vaciló, no tenía dinero extra para divertirse; era fin de mes y estaba apretando los pocos dólares que le quedaban guardados en la billetera. Todavía tenía que poner gasolina y comprar algunas cosas para completar lo que faltaba en la alacena.

—La verdad es que estoy seco... —contestó con pena.

Tenía tiempo sin salir a divertirse; la última vez que había salido con sus compañeros de trabajo tuvo inconvenientes por volver tarde a casa. Su esposa era una persona muy celosa y últimamente estaba irritable por culpa del poco tiempo que pasaban juntos.

—Es normal a esta altura del mes, por eso dije que yo invito. Dame el gusto, es mi primer día en Detroit —insistió O'Bryan.

—Bien, pero solo un par de horas —aceptó finalmente, a modo de enmendar la primera mala impresión.

Entre una cosa y otra, Jack llegó a su casa a las siete de la tarde. Saludó con un beso en la cabeza a su hijo, Lucas, un niño rubio de ojos grandes, color caramelo. Y luego a su esposa, Rachel, una mujer robusta, de cabello corto, rubia y de ojos amielados. Estaba terminando de ordenar la sala, la encontró sacudiendo el polvo de los muebles con un plumero.

Jack se sirvió comida, lavó la loza y cuando terminó fue hacia la sala de estar.

—Rachel... —llamó.

Ella estaba sentada en el sillón viendo la tele mientras Lucas jugaba en la alfombra con sus soldaditos de juguete.

—Dime —contestó sin apartar la vista de la pantalla.

—Voy a salir con mi nuevo compañero de trabajo, quiere conocer la ciudad y tomar algo...

—¿Y de dónde vas a sacar dinero para salir? Hay que comprar leche, fideos, arroz y me estoy quedando sin boletos para ir al trabajo —reprochó ella mirándolo con enfado.

—Él insistió en pagar las bebidas; no voy a gastar nada.

Rachel chistó y volvió la vista al televisor.

—No llegues tarde; porque después no quiero escucharte decir que estás cansado.

—Estaré en casa en un par de horas, lo prometo —se acercó a ella y le masajeó los hombros con cariño.

Tener un nuevo compañero significaba un cambio importante en su vida. Pronto se cumpliría un año y tres meses desde que lo trasladaron de la patrulla a la sección de denuncias, a trabajar en una pequeña oficina. Al menos ahora podría intercambiar ideas con otra persona que no fuera el desgraciado que le llevaba los papeles, o el idiota de Mason que confabulaba con otros dos para molestarlo con comentarios tontos cada vez que se le presentaba la oportunidad.

A las ocho y media de la noche se dio un baño y se vistió con un pantalón de mezclilla gris, una camisa de manga larga de color negro y una chaqueta de cuero. O'Bryan estaría esperando que pasara por él a las diez de la noche. Media hora antes condujo hasta la dirección que le había dado y lo encontró esperando en la puerta del edificio.

—Te ves bien, Jack —comentó en cuanto estuvo dentro del coche.

—¿Tú crees? Siento que estoy demasiado viejo para estas cosas.

Conducía bajo las farolas de Detroit, mirando al frente con una sonrisa de lado.

—¿Es en serio? Me llevas dos años.

—¿Cuántos años tienes? —Lo observó de reojo, otra vez extrañado por la seguridad de sus afirmaciones.

O'Bryan llevaba una polera blanca ajustada y un pantalón de mezclilla azul. El aspecto casual le sentaba bien.

—Veintisiete —dijo y sonrió.

—No jodas, te ves mucho más joven —Hizo una pausa, observando a O'Bryan de refilón—. ¿Cómo sabías que tenía dos años más que tú?

—Adiviné —Se mordió la cara interna del labio inferior y le dedicó otra sonrisa—. Supongo que soy bueno adivinando cosas.

Se detuvieron en un estacionamiento cercano a un boliche conocido. Aseguraron el coche e ingresaron.

La música los embarulló al llegar al corazón de la pista. Las luces de colores se abrían y cerraban sobre las paredes. O'Bryan estaba como un pez en el agua; se movía divertido alrededor de su compañero al verlo hacer muecas de incomodidad. Lo tomó del brazo llevándolo a la barra cuando notó que tenía menos intenciones de moverse que un espantapájaros.

—¡Dos cucarachas flameadas! —gritó al barman—. ¿Estás bien?

—Algo aturdido, pero ya se me va a pasar.

Dejó escapar una risa tímida, tomó el trago entre manos cuando se lo colocaron en frente y observó a O'Bryan, que estaba sentado junto a él sin dejar de mirarlo con nostalgia.

—¿Por qué siempre me miras así? Desde que llegaste tienes esa mirada de cachorrito feliz que me pone los nervios de punta —soltó de una vez por todas, tras haberlo pensado durante todo el día.

O'Bryan bajó la mirada riéndose, odiaba ser tan transparente. No contestó, alzó su vaso frente a Jack.

—No lo sé; por ti, Jack..., porque has logrado tu sueño.

Jack lo miró algo desconcertado y alzó el trago también, brindando. Lo tomaron de un sólo sorbo, sin dejar de verse directo a los ojos. O'Bryan lo traía intrigado. A pesar de toda la atención que atraía en el lugar, su mirada no se apartaba de él.

Eran la una de la mañana y Jack se había instalado en la barra como un viejo borracho; los primeros tragos habían sido por su cambio de rutina, lo admitía, odiaba la oficina, odiaba hacer papeleo, quería estar en la calle, donde estaba la verdadera acción. Los últimos tragos fueron por Rachel. Ella se había vuelto una persona muy complicada; mandona y controladora, además había engordado más de diez kilos y tenía que admitir que el sexo no se le antojaba como antes, tenía varios meses haciéndolo por compromiso. O'Bryan intentó rescatarlo del pozo depresivo en el que se había metido, sin lograr nada, lo espantaba como si fuera una mosca, estaba demasiado ebrio para ser racional. Revivió de su trance etílico cuando un hombre alto de cabello rubio se paró a su lado, frente a la barra.

—¿Quieres divertirte un rato, morocho? —preguntó dejándolo desconcertado.

—No irá a ningún lado —la voz grave de O'Bryan lo obligó a voltear sin poder responder—. Está conmigo.

—Ahora no voy a comprar nada así que déjame en paz —gruñó Jack y fue ignorado por incoherente.

—No parece, amigo, porque lo dejaste bebiendo solo —contestó el hombre y le dio un empujón.

Gran error. Si había algo que O'Bryan no toleraba, era un empujón. Le dio un puñetazo en la nariz y el rubio se le fue encima como un perro rabioso, sin que nadie tuviera tiempo de reaccionar. Jack quiso intervenir haciendo uso de su autoridad, pero se le cayó la billetera y acabó rastreando su placa entre los pies de la montonera de gente que se amontonaba para ver.

Minutos después se encontraban sentados en la vereda frente al local, luego de que los guardias los arrastraran hacia afuera por el gran alboroto.

—No quiero volver a casa —comentó Jack, dejándose caer sobre el hombro de su compañero—. No tendrías que haberle pegado a ese hombre, O'Bryan, nos van a quitar nuestros pantalones.

—Nuestras placas... —corrigió O'Bryan.

—Sí, y no vamos a ser más policías; vamos a ser verduleros.

—Y vamos a vender lechuga para alimentar a nuestros hijos —soltó una carcajada—. Sí que estás borracho... Vamos, levántate, te voy a llevar a mi apartamento.

O'Bryan lo ayudó a levantarse para caminar hacia el coche; Jack le cedió las llaves. Veinte minutos después se encontraba subiendo por el ascensor de un edificio que desconocía, en medio de la ciudad.

Entraron al cuarto de O'Bryan a los tropezones. Jack trataba de incorporarse pero el mareo hacía que todo a su alrededor se moviera y eso lo obligaba a sostenerse del cuello de su compañero.

—De verdad no te acuerdas de mí... —comentó O'Bryan al ver el rostro ruborizado de Jack y esos afilados ojos azules, apagados y no tan fieros como el día que los vio por primera vez.

—¿De qué estás hablando? —preguntó arrastrando la voz.

—Bueno, supongo que es normal, éramos niños. Yo tenía seis y tú ocho. Fuimos a la escuela juntos, en Flint, el último año, antes de que tus padres se mudaran a Detroit.

Lo llevó a la cama y lo ayudó a sentarse en el colchón. Jack se quedó en silencio, tratando de hacer memoria en el rostro varonil del hombre que estaba frente a él.

—¿Clay...? —preguntó dudando.

—Mierda, Jack —Soltó una risilla de felicidad—. Lo sigues diciendo mal, es Clyde, con de.  


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