29 Sofía: Ramera de Lucifer
Escribí mi frase por horas en aquella habitación. Garret me dejó para prepararse a fin de ir por mi alma. Entendí eso entre un largo discurso que elaboró acerca de por qué se ausentaría. Yo era una bestia sin mente, que le acariciaba el mentón y la boca por el placer de la textura y el movimiento abultado de sus labios. Me importó poco lo que dijo. Estaba absorta en el mundo físico, en la sangre que escurría de mi muñeca para dar forma a las palabras que ya no tenían sentido para mí, pero que me asentaban en el mundo.
–Por Hermes –dijo Lyuben a Garret antes de comenzar el ritual que abriría un portal al Inframundo–. Ni siquiera yo puedo decirte lo que te espera al otro lado y no está de más pedirte que seas cuidadoso. Sabes que ningún demonio puede poseerte, pero intentarán beber de ti, engendrar algo contigo o comerte. La historia de Prometeo podría volverse una realidad, por lo que debes, a toda costa, regresar.
Sus manos temblaron al acercarse al pedestal para abrir uno de sus grimorios dorados. Arrojó unas gotas de algo a mi rostro que desafortunadamente no eran sangre. De pronto quedé atada con lazos invisibles a una cama mirando al techo estropeado por mis garabatos.
–Volveré padre, lo prometo.
–¿Recuerdas bien cómo?
–Aquí llevo el espejo –Garret palmeó el morral que llevaba amarrado a la cintura.
–Recuerda que debes en verdad querer volver también –insistió Lyuben–. No puedes permanecer mucho tiempo allí. Las animas jugarán con tu razón, los demonios... –titubeó sobre las hojas abiertas del libro que ayudaría a Garret a cruzar a su probable muerte–. Que los dioses nos ayuden. No debería dejarte marchar. Esto es una locura.
–No me perderé, estoy enfocado en mi tarea. No debes preocuparte. Regresaré a dónde esté ella. ¿Cuidarás de Sofía por mí?
–Por mi sangre –juró Lyuben con solemnidad–. No debes olvidar tocar su alma con estos guantes. En cuanto lo hagas, no resistirá el llamado de su cuerpo y en ese momento tú también debes volver.
–Los llevo puestos. Volveré a tiempo.
–Rezaré a Hermes porque esto funcione y regreses cuerdo. ¿Estás seguro de que tu esposa no ha matado a nadie?
–Seguro.
Así sin más, Lyuben descubrió un gran espejo detrás de Garret y pronunció las palabras de apertura. Sostuvo con la mano izquierda la reliquia negra que anulaba la magia proviniendo del portal, evitando así también que los demonios cruzaran a este plano.
El cristal rectangular se opacó hasta la negrura que mostró la entrada al Inframundo, y las puertas del Duat, el primer infierno, se abrieron.
Lyuben calculó que Garret tardaría un par de días, quizás una semana completa, para cuando volviera. Con mi alma de vuelta en mi cuerpo, sellarían mi renacimiento. Imploró ayuda a sus ancestros, a todas las almas de Atlantia y entre ellas estaba el ancestro de mi padre. Axcarot Agniel, el primer nahual.
En ese entonces no entendí la imprtancia de su aparición ni por qué Lyuben Azazel puso más empeño en devolverme lo que perdí. Pero en el séptimo día de la ausencia de Garret, Gaius Behemoth distrajo a Lyuben lo suficiente para hacerme desaparecer.
Ante la ausencia de quien mantenía el círculo protector fui arrancada de aquel sitio y llegué ante el Inquisidor. No ayudó a mi defensa que atacara a un sacerdote, y es que ese tambor en su pecho se escuchó tan rico. Tuvieron que ponerme un grillete al cuello y amarrarme con cadenas.
Recorrí descalza y con los ojos vendados el camino hasta el cadalso. Confundida por los aromas intensos de sudor y el bullicio de voces, no supe hacia dónde caminaba. Tropecé ante el primer escalón; cuatro, cinco peldaños... Mis pisadas hicieron crujir la madera hasta que un jalón a la cadena me detuvo y me descubrieron la cara con brusquedad. La audiencia era numerosa y me contemplaba en silencio, aunque yo escuchaba tambores por todos lados, latidos que bombeaban temor y anticipación.
Llevaba puesto un poncho que me llegaba al muslo con flamas y demonios adelante y atrás que me marcaban para la hoguera. Mi cabeza estaba envuelta por un gorro en forma de cono, un sambenito negro con más fuego pintado: la vestimenta de los impenitentes.
Diego Velasco se paró ante mí con un destello de placer en la mirada; sonrió cuando el juez real me preguntó si me arrepentía. ¿Arrepentirme? ¿De qué? Esperaban que le respondiera y de mis labios solo logró salir la frase con la que cubrí las paredes de la habitación en el castillo.
–Dios no es importante.
Todos emanaron sonidos de indignación y me amarraron de cabeza en el poste.
–Dios será su juez y verdugo –prometió el Inquisidor, apuntando al horizonte–. ¡Sofía Barreto, viuda de Velasco arderá al amanecer porque es ramera de Lucifer!
La amenaza de Diego sonó vacía. Posé los ojos sobre la vena palpitante de su cuello que brillaba rellena de sangre jugosa y me imaginé rasgando con los dientes esa protuberancia.
Garret nunca me vio quemarme, pero una gran audiencia sí y Lyuben estaba entre ellos.
Al notar que alguien me había tomado de mi habitación Lyuben Azazel atinó a buscarme en la plaza principal. Me encontró con las venas saltadas en las sienes por la postura inusual, repitiendo una y otra vez «Dios no es importante».
La multitud gritaba que mataran a la ramera del diablo.
En cuanto el primer rayo de luz iluminó aquel patíbulo fue como si el infierno ardiera desde mi pecho. Debí permanecer expuesta cerca de cinco segundos al amanecer, pero para mí fueron años. El calor subió por mi piel como un oleaje de fuego. Mis ojos perdieron los párpados como hojas delgadas que se fundieron y cientos de brasas rojizas ocuparon mi lengua.
Dentro de todo ese dolor encarnado me di cuenta de que moría de nuevo. Mi pecho y estómago se agrietaron, la boca se me infló en una gran llaga y me transformé en algo grotesco que los espectadores vitoreaban.
El sufrimiento fue imposible de sobrellevar y empecé a gritar. ¿Por qué no lograba encontrar esa paz y la luz? ¡Dónde estaba el túnel de luz! Grité tantas veces el nombre de Garret, que se me grabó a la garganta.
Hubiera llorado de haber tenido lágrimas, hubiera muerto de haber podido escoger. El cuerpo sin sensaciones ya, casi se volvió un trozo deforme de carbón.
Lyuben, que prometió protegerme, me arrebató del cadalso cubriéndome lo mejor que pudo. Para impacto de todos, abrió un portal con rapidez y me llevó a la misma cabaña donde me desposé con Garret. Odié a Lyuben por atragantarme de sangre cuando yo buscaba la muerte. No comprendía que lo movía un acto místico de amor.
Lyuben acarició mis restos maltrechos susurrando cosas sobre algún rey que no comprendí del todo. Yo quería morir.
En un instante me encontré sentada sobre aquella enorme balanza en el primer infierno, el Duat. Ambos pectorales del Dios Anubis vibraron con una risa seca en cuanto arribé a la base de la gran balanza. El cuerpo musculoso y sensual era pedestal de aquella afilada cabeza de chacal. La nariz negra se inclinó para olfatearme. Yo, una cosa minúscula como un escarabajo, podría abrazarme a esa nariz húmeda.
El chacal enunció: «Cuando vuelvas, haremos un trato, Sofía hija de Agniel.» Junto a él, la demonio Ammyt esperó sentada sobre las patas de hipopótamo con el hocico de cocodrilo hambriento por devorar un corazón, el mío. Me hubiera sentido jubilosa de que lo comiera para poner fin a todo, pero Anubis le negó mi corazón y marché a los campos Asfódelos.
Y ahí, en los espectrales campos sentí una presencia viva conocida. La única presencia que me hacía vibrar con todo mi ser.
Siempre poseí la capacidad de sentir a los demás, de reconocer sus humores o cercanía, algo que callé por razones obvias. Y noté que Garret experimentaba la misma sensación conmigo. Era como si él y yo nos conociéramos desde hacía varias vidas.
El porte de hombros anchos y elegantes era inconfundible; estaba viendo Garret y corrí hacia él.
¿Murió también? ¿Se quedará conmigo? ¡Estaremos juntos!
Cuando Garret me atisbó, giró en mi dirección y en un instante se pegó a mí intentando asir mi forma incorpórea.
Pero Garret no estaba muerto...
Revoloteé alrededor de él, queriendo decirle que fue mi último pensamiento.
Oh Garret, te amo tanto Garret, te amo tanto.
Cada vez que él hacía contacto conmigo, algo lejano tiraba de mí con fuerza, un llamado que pronto me llevaría.
No era posible que Garret estuviera ahí ¿o sí? El tirón prevaleció y cada vez resistía menos el llamado de mi cuerpo que reclamaba su regreso.
De pronto Garret se cubrió la cara con las manos cubiertas de una viscosidad negra y sollozó.
Intenté reconfortarlo. Entendía que sufriera por mi pérdida
–Tengo miedo Sofía –dijo desde unos labios resquebrajados. La apariencia de Garret era temblorosa. Arrastraba una espada larga y sucia, y miraba sobre su hombro con recelo. ¿Qué le había pasado?
Lo entiendo, quisé decirle. Entendía que sintiera miedo. Este lugar no era un paraíso, aunque de alguna forma a mí no me afectaba. Pero él estaba vivo y debía volver pronto. Lucía flaco, sediento y herido. Garret no debía estar ahí.
Vamos Garret, hay que sacarte de aquí. Intenté empujarlo o afectarlo de alguna forma a marcharse. Yo sentía que estaba a punto de irme y no quería dejarlo ahí. Las animas alrededor ya se amontonaban atraídas por su presencia.
–Cuando volvamos tendré que asumir mis deberes. ¡Pero yo no soy digno! No suena cierto. Lo he venido pensando y no, no parece cierto. Creo que lo único que le interesa a todos es que beba, pero yo no soy digno. No soy digno, no lo soy. No soy digno. La Copa me matará.
Garret sonaba extraño, incoherente. ¿Cómo llegaba una persona viva al Infierno sin ser afectada?
–Mi padre cree que no lo he deducido, pero mi madre mencionó puras locuras cuando nací. ¡Y no les daré nada! Todos desean la sangre de Araziel, mi semen. ¡No les daré nada!
Por todos los cielos Garret. Vamos, anda, vete. Este lugar no te hace bien. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
Sus facciones parecieron dispersarse por un momento tan breve que creí que, estando en el plano de las almas, pudiera estar sufriendo algún tipo de desdoblamiento.
–Yo quería huir contigo, ¡que me desterrasen! ¡Escapar de esto...! Pero no nos dejarán y yo no puedo...–dijo él con la voz quebrada, luego entonó con llaneza–. No quiero dar mi sangre a otra mujer. Mujeres... no quiero más mujeres. No quiero un hijo con otra mujer.
Una bruma se desprendió de su faz y algo saltó de su pecho como si en uno de sus latidos su corazón saliera, pero era un bulto negro.
Garret, este no eres tú. Vuelve ya. Si puedo volver, volveré contigo y no estarás solo. Serás un gran monarca, lo sé.
La mancha negra se le esparció por el cuello y respondió desde el rostro de Garret:
–No, no lo sabes. No quiero, no lo haré.
El jalón que me reclamaba se hizo tan potente que ya no pude aferrarme ese plano y en un instante fui arrancada de ahí. Regresé a la oscuridad, a un mundo caótico en un cuerpo de caóticas potestades en estado de curación; ciega, a causa de las quemaduras, me topé con un brazo inerte pegado a mi boca. No podía ver, pero sentía todo lo vivo y todo lo muerto y además de muerte en esa estancia, había dos entes demoniacos.
–Veo un futuro apremiante para ti –dijo la Porfiria que después se presentó como Viviana Palomo.
–¿Garret? –susurré casi sin voz.
–Tranquila cariño, aún estás... herida, pero nosotros te ocultaremos.
–¿Nos- otros?
Sufrí un espasmo al ser tocada por una mano y retrocedí. Distinguiría al propietario de esa mano aún sin ojos. Solo había percibido tanta crueldad en una persona, más ahora su cercanía era insoportable. De alguna forma, el Inquisidor Diego Velasco se había tornado en un ente demoniaco.
–N- no, con él no.
–Cariño –dijo Viviana–, negarse a esta oferta es negarse a vivir. Serás más que una mujer ahora, pero esto sigue siendo un mundo de hombres y los daimones no te aceptarán sin Lyuben, además tu apariencia aún es delicada.
–Garret.
–¿Garret? –rió la Porfiria–. Linda, hace más de un mes que Lyuben te tenía escondida aquí y se dice que Garret Leizara huyó o ha muerto. No se sabe dónde está.
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