19 Cena de sangre y huesos

Esta vez La Sombra no tomó a Bastiam desprevenido, pues cayó del techo del pasillo con la gracia de un felino. Era una lástima que afuera de La Penumbra Bastiam no pudiera escuchar la decepción de La Sombra.

–Ten. –Le extendí el artilugio–. Entrégaselo a Iván cuando creas preciso. Y no se te ocurra abrirlo.

Bastiam alzó las cejas de diablo al recibirlo–. ¿Qué metiste aquí?

–Un regalo.

Cualquier daimón podría percibir su contenido demoniaco. Bastaría para que Bukavac le creyera que era La Sombra la que se encontraba dentro.

–¿En qué momento nos vamos?

–«Yo» –recalqué–iré solo a la reunión. Iván no se tomará a bien que abandones a su hija. Lo tomará como traición y de cualquier forma, te aburrirás.

Sabía que Bastiam ya se preguntaba quién nos había traicionado. Solo los nobiliums pueden invocar demonios mayores desde los infiernos y «el rey baldragas», como lo llamaba La Sombra, no se dignaba a moverme, a su ficha más fuerte, para ayudar en el problema demoniaco.

Bastiam lucía muy decepcionado. Siendo tan discreto como era él, no vociferó sus dudas, pero ya sabía que se hallaba batallando con un conflicto moral. Lo veía en sus ojos. Tan solo esperaba que no hiciera nada estúpido. Tras entregarle el artilugio y en vista de que yo era persona non grata para muchos, me retiré a la soledad de La Penumbra. Si dejaba que el tiempo transcurriera con normalidad y me tomaba un lapso para meditar al respecto podría arrepentirme de lo que haría. Podría incluso ser yo el que hiciera algo estúpido como proponer a los nobiliums tomar el lugar que me correspondía y beber de La Copa. ¿Por qué rayos contemplo la opción ahora?

«Porque sería divertido.»

–¿Dudo que morir sea divertido?

«Reencarnaremos.»

–Sin recordar una sola cosa. Podríamos reencarnar en esperma de Bukavac.

«Y dices que yo soy el pesado.»

Caminé entre la negrura. La oscuridad tomaba forma de estantes llenos de objetos diversos. Lo único que no podía conservar aquí era el agua que se evaporaba en instantes. Era irónico, ya que La Penumbra era un lugar, además de oscuro, ventoso y frío. De poder conservar agua, me guardaría una piscina en donde permanecería sumergido en vez de en el mundo real. Un mar para mí y La Sombra. Tomé varias armas blancas de los estantes y las guardé en mi vestimenta.

Si me privaban de La Sombra de nuevo, tenía que estar bien armado. La única arma que dejé visible era una vara larga con la cual solía entrenar. Practiqué con ella durante un rato, aunque hubiera deseado pasar el tiempo en la cama de una habitación, hundiéndome entre un par de piernas, bebiendo del cuello de mi fantasma personal.

La Penumbra era un lugar aparentemente sin límites, pero tenía un centro. Lo encontré la primera vez que me resguardé en esta fría oscuridad tras la muerte de Sofía. Era inevitable toparse con este de vez en cuando. En cualquier dirección que caminara, en algún momento, siempre llegaba al resplandor donde terminaba la negrura y el viento frío callaba.

A pesar de ser el lugar más templado de este oscuro hábitat y tan brillante que te deslumbraba, era el lugar más horroroso en el que había estado; tan escalofriante que incluso La Sombra lo evitaba. Y esa noche, de alguna forma, llegué a él.

En cuanto el núcleo resplandeció, los párpados se me encogieron y los ojos se me perdieron en el cráneo. Golpeé con la espalda el muro de ladrillos de un callejón, tras expulsarme al exterior. Aquella presencia me erizaba. La Sombra pudo no ser el único ente que cruzó el umbral del espejo hacía cuatrocientos años, cuando formulé la pregunta que apenas recordaba. Había algo más en La Penumbra, pero si no lo resolví entonces, no lo haría hoy. Con el corazón agitado, preferí caminar al lugar del encuentro. Hacía más de un siglo desde que llegué al núcleo. ¿Por qué lo veía ahora?

«No sé tú, pero yo oriné mis pantalones.»

–Tú me cuidas, yo te cuido.

«Ciertamente.»

–Piérdete en algún agujero. Bukavac no debe verte.

«En una noche como hoy estoy en todos lados», se mofó La Sombra.

–Menos cerca de mí.

Las calles abandonadas del Harbourfront, iluminadas por luces navideñas, parecían calles de una ciudad fantasma. La nevada continuaba cubriendo de una capa clara a los árboles, el suelo y los techos.

Desde los muelles del Harbourfront, las aguas negras del Lago Ontario mecían los yates con suavidad, como si en una noche como esa no hubieran aves carnívoras de picos metálicos volando cerca o jabalíes gigantes embistiendo ventanas.

Estaba seguro de que la gente se mantenía despierta en sus hogares, preguntándose si todo lo que conocían como natural había sido un engaño. La vida está llena de secretos y el hombre la vive con una venda apretada en los ojos. Es habitual negarse a la realidad. El mundo como se le conocía, dejaba de existir.

Reconocí a uno de los seis Cabezas de Halcón guardando las puertas del edificio, donde pronto entrarían el Inquisidor y los miembros del concejo. Me aproximé con cautela. Los guardias siempre cargaban armas ligeras, así que procuré aparecer con calma.

–¡Alto ahí!

–¡Hey! –saludé alzando una mano lentamente. Desde el techo me miraban varios ojos consternados al notar que el daimón que se acercaba no proyectaba ninguna sombra, lo cual era justo lo que quería que notaran.

–Supe que el concejo tendría una fiesta aquí –sonreí sin conseguir una respuesta aún, lo cual era positivo. Esperaba que reportaran una cosa tan curiosa como un daimón sin sombra–. ¿Y cómo funciona esto? ¿Doy mi nombre y me buscas en la lista? Búscame. Garret Leizara. Ge, a, doble erre...

–La reunión está por terminar, «hereje» –dijo una voz desde arriba.

Una ligera aprensión me subió por el estómago. Fornido como una montaña, de aspecto vikingo y más alto que yo, Ragnar Abelsen, no era de mi agrado por cagar mierda por la boca y demás traiciones.

¿Perdí tanto tiempo en La Penumbra o La Sombra se equivocó en la hora? Eran las doce de la noche en punto.

–Déjenlo pasar –ordenó Ragnar–. Bukavac lo espera.

¡Qué!

Entré con desconfianza. Los guardias ni siquiera se molestaron en desarmarme, a pesar de la vara larga a mi espalda. Esto apestaba como un Porfiria muerto y pronto sentí que el juego se me volteaba. Esto no debía suceder así. O tal vez el concejo me necesitaba para capturar a los demonios. Sí, claro y mamé de la teta de mi madre hasta los dieciocho.

Cuando las enormes puertas de caoba se abrieron, lo primero que vi fue al Inquisidor.

Desenfundé mi cuchillo y de inmediato me lancé sobre él, aunque no llegué a mi objetivo. La orden de Bukavac de detenerme me penetró el seso como una aguja y el filo de mi alcance se detuvo a un centímetro del cuello de su invitado.

Uno de los inconvenientes del juramento de sangre era que debía obedecer las órdenes directas del concejo. No podían ordenarme quitarme la vida, ni yo asesinarlos, pero debía obedecer siempre una orden directa. A veces lograba darle la vuelta al juramento y qué placer me daba eso.

Con el filo temblando por el esfuerzo, empujé el cuchillo un poco más hasta rozar el cuello del Inquisidor.

Diego Velasco esbozó esa sonrisa maligna que lo caracterizaba. La elegancia no le servía para disimular la falta de alma en ese semblante alargado y surcado por dos líneas largas en las mejillas. En vida, esa diabólica faz atemorizó a los «pecadores». Una perversidad emanaba de la delgadez de esos labios apretados, que parecían estar planeando una cena de sangre y huesos.

Hubiera esperado encontrar también a la Meretriz acompañándolo en el asiento a un lado, enfocando los ojos de gata en mí, pero la bruja estaba ausente. Le acompañaba un Porfiria de rasgos finos y cuerpo delgado, su juguete nuevo. Diego se sabía intocable. Además de la secreta inmunidad que le daba el propio rey, se protegía con talismanes que le proveía su bruja. Las vidas de los hijos de los nobiliums que tenía en sus manos era el teatro más grande que estos dos habían orquestado.

Era un evento surrealista, además de que Iván Bukavac sonreía e Iván no era de tener otra expresión que la de una zanahoria metida hasta el fondo del culo.

¿En qué carajos me metí?

Exploré en una ojeada el espacio y... no había ningún otro miembro del concejo presente. Más que una reunión entre el concejo de Larra y los Porfiria, parecía un encuentro entre dos colegas.

–¡Garret! –me saludó Bukavac–. Llegas justo a tiempo.

«¡Políticos! Llevan miel en el morro, una zanahoria en el culo y una daga hacía tu hígado.»

–Nunca me has decepcionado en tus años de servicio y ahora que estás aquí debo preguntar: ¿serías nuestro campeón?

Entrecerré la mirada aún enfocada en el Inquisidor.

–Oh –rió Bukavac–. Te pondré al tanto. Mira Garret, sé cuánto te molesta el acuerdo que tenemos con el señor Velasco, pero después de hoy, te juro por Hermes, que entenderás que ha sido un mal necesario. Por favor toma asiento... O como lo prefieras. Esto que sucede aquí es una negociación. La Revolución de Porfiria nos demostró que el poder está en los números y como sabes nuestra población ha luchado para no desaparecer. Somos pocos los bendecidos con una hija que nos dé un verdadero heredero y la ayuda del señor Velasco nos ha servido para no perder presencia ante el ganado que pastoreamos, eso ya lo sabes. Diego aquí, admite que se ha excedido al tomar a nuestros descendientes como invitados. Pero todo tiene un por qué y en mi reinado debo estar abierto a lo que mis súbditos tengan que decir para justificar sus acciones. Ellos nos acusan de enviar sus almas a los infiernos, pero agradecen la vida eterna que les hemos dado, y quieren sus almas a cambio de los jóvenes nobiliums. Tú sabes que el alma es la moneda de cambio con mayor peso que existe. Finalmente tenemos la forma de abrir un portal a los Infiernos. Creo que podemos concederles este deseo y ¡si el portal funciona, recuperaremos el alma de tu esposa!

«Patrañas. No lo escuches, es un embuste. Esta prohibida nuestra entrada. Su alma se perdió. ¡Se perdió!»

Pero yo ya estaba enganchado.

–Y proponen que su reina sea quien cruce para recuperar las almas perdidas –agregó Iván.

Patrañas en verdad, pensé. Las almas de los Porfiria se consumían al fuego de los infiernos, yo lo atestigüé. Además, yo intenté volver por incontables métodos y nunca lo conseguí. Uno de dos grimorios de Lyuben Azazel, que podría tener la clave para abrir un portal a los infiernos, se hallaba en los cimientos de su castillo y solo yo sabía esto. Lyuben hizo imposible acceder a él, a menos que fueras su descendiente o un verdadero rey daimón. Los textos que mencionaba Iván solo permitían viajes astrales al Infierno. Pero me constaba que había una enorme diferencia entre cruzar desde el plano astral y hacerlo en persona. No era suficiente para descifrar la manera de abrir un portal al Inframundo.

De ser tal cosa posible, desde luego que los Porfiria propondrían que fuera la Meretriz quien cruzara a los infiernos. El Inquisidor ya la declaraba reina.

Esa bruja no perdería la oportunidad de hacerse de algo sobrenatural. Y dejarla cruzar a los infiernos era algo que no permitiría.

Bukavac continuó con el parloteo, mientras que el Inquisidor y yo parecíamos decididos a emprender un duelo de miradas, en el que ninguno de los dos estaba dispuesto a distraerse.

–Obviamente, basta con alzar la vista al cielo para que decidamos darle prioridad al problema demoniaco y con este pergamino que el señor Diego nos ha ofrendado, no nos cabe la menor duda de que tendremos éxito. Pero como todo gran hechizo requiere de un sacrificio y solo uno puede traspasar el umbral...

¿Pergamino?

«¡Falso! ¡Debe ser falso!»

Despegué los ojos por un instante del Inquisidor para mirar la mesa. El pergamino que Lyuben usó para permitirme cruzar al Inframundo estaba desplegado como centro de mesa junto a los cubiertos sucios de Iván Bukavac.

¿Cómo carajos...? Falso, ese pergamino debía ser en verdad falso.

–Urge restablecer el orden en este plano antes de que más «admoniciones» aparezcan y nos condenemos todos –continuó Bukavac–. Como prueba de buena fe, el señor Velasco está dispuesto a ofrecernos soldados para limpiar el desastre infernal. Sabrás que necesitaremos toda la ayuda que nos puedan ofrecer. Así que en eso nos encontramos: un impasse. Porque si hay oportunidad de abrir un portal a los infiernos para devolver a los demonios, deberíamos ser nosotros quienes lo usemos. El equilibrio es primero ¿No lo crees? Así que convenimos resolver la cuestión con un torneo y que el campeón que quede en pie sea quien cruce. El perdedor servirá de sacrificio para abrir el portal. Tú o su reina. ¿Te interesa? 

¿Cómo ven a Garret? ¿Creen que deba aceptar? También pienso que huele a Porfiria descompuesto. 

Quería pedirles que me ayudaran a escoger la portada para la historia, como que aún no sé cuál quedaría mejor.

De las dos, ¿cuál les llama más el ojo?

Gracias. Pronto subiré el capítulo que sigue.








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