La princesa

Hay leyendas que nacen de la sangre y que son grabadas en hierro por la magia. Hay leyendas que se crean a partir del dolor y lágrimas de amor. Hay las leyendas que quedan en el olvido porque la magia teme contarlas. Esta es una de ellas.

Parte 1

La mañana posterior a mi decimoctavo cumpleaños era como otra mañana cualquiera, solo que, a diferencia de los aburridos días en el palacio o las secciones extenuantes de entrenamiento, me iba a enfrentar al rey de los dragones. Un reto para el que llevaba preparándome desde nuestro nacimiento.

Me coloqué la almohada sobre la cabeza cuando Gyda, mi sirvienta personal, corrió las cortinas de terciopelo verde para dejar entrar la luz del sol. La brisa fresca que entró por las amplias ventanas del castillo apagó las velas. Un olor a rosas y hierro se mezcló con el de el del vino, recordándome la noche de ayer.

—Debe levantarse, su majestad. Están esperando —pidió Gyda.

Lancé la almohada de plumas al suelo. ¿Por qué no podía al menos dormir una hora más? Anoche había bebido toda la licorería real y, de algún modo, me las había arreglado para regresar a mi habitación. Necesitaba algunas horas más para recomponerme o mataría al dragón solo con el aliento.

Hice un puchero cuando me puse en pie. Los huesos me crujieron por haber dormido en la misma posición toda la noche. Gyda me acercó unos zapatos de felpa, me los puse. Sin dejar de bostezar, me levanté y alcé los brazos para hacer algunos movimientos de calentamiento como era habitual en las mañanas. La sirvienta me lanzó una toalla al verme, la utilicé para cubrir mi desnudez. Gyda me apresuró, sin tener siquiera la cortesía de cubrirse los ojos.

—Alguien se levantó de mal humor esta mañana —bromeé mientras me dirigía al baño.

Gyda me siguió y colocó un conjunto de ropa sobre la mesita de madera de tres pies mientras me sumergía en la bañera. Mis músculos se relajaron en el agua caliente y parte de la resaca se esfumó al recordar para que me estaba preparando. Ciertamente, la noche de ayer había sido... intensa. Aunque al final la celebración terminó convirtiéndose en una despedida. Nadie en la corte sabía si llegaría a sobrevivir la noche, menos a cumplir otro año.

—Tengo que hacerlo —le dije. Sus ojos de un azul zafiro se encontraron con los míos por un segundo, luego desvió la mirada.

Gyda había sido nuestra niñera. Era la única persona lo suficientemente cercana a nosotros para llamarla en secreto «madre» y la única en quien confiaba para llevar a cabo este desesperado plan.

—No me pidas que esté de acuerdo con esto. —Sus ojos recorrieron las baldosas de mármol de la habitación de baño buscando algo para limpiar. Solía hacerlo cuando se ponía nerviosa o no sabía qué decir.

—No te lo pido, te lo ordeno.

Miré la ropa que debía usar. El blusón era de color rojo, confeccionado para que hiciese juego con mis ojos. En la manga derecha tenía el emblema real, un dragón atravesado por una rosa. Siempre me pareció ridículo que algo tan pequeño y frágil como una flor pudiera traspasar el pecho acorazado de un dragón. Una representación sin dudas de la superioridad de la familia real sobre las criaturas mágicas que se atrevieron a convertir el reino de Drakros en su hogar.

—No son mi talla —le dije a Gyda. Señalé los pantalones de cuero negro diseñados para Amber.

—Lo son, me he asegurado de eso.

Salí de la tina y me sequé con la toalla. Gyda me dio un momento para vestirme, luego entró con la armadura plateada, decorada con dibujos de espinas, según el consejero de batalla, servían para ahuyentar al dragón. Rodé los ojos. «¡Como si las uñas de un dragón no fueran más grandes que mi cuerpo!». Até las correas de cuero que las unía a mi pecho y extremidades, comprobé el resultado final frente al espejo del baño. Sin dudas, tenía el aspecto de un cazador. Mis ancestros estarían orgullosos de verme cumplir con mi destino. Uno que comenzó hace siglos con el nacimiento de los primeros gemelos. Uno que colocó una espada en nuestras manos con el primer aliento. Dos herederos: el primero destinado a reinar; el segundo... destinado a morir.

Salí de la habitación y me senté en la cama para colocarme las botas, un poco pesadas para mi gusto. Semanas antes había pedido que nadie del servicio me atendiera a excepción de Gyda, por lo que solo estábamos nosotros y el rugido del viento entre los ladrillos.

—¿En qué piensas? —Terminé de vestirme. No era necesario responder esa pregunta.

Gyda tenía una belleza envidiable, casi eterna. Llevaba siempre el cabello rubio recogido en un apretado moño y usaba, al igual que las otras damas de la corte, un vestido ancho de tul con los colores de la bandera real: verde y blanco. Los caballeros siempre intentaban cortejarla, pero ella los ahuyentaba con el pretexto de cumplir con su deber. Nunca supe si alguna vez llegó a amar y creo que nunca lo sabré.

—Me veo bien —le dije, intenté levantar los ánimos—. Estoy listo.

Una mentira descarada para alguien que me conocía mejor que nadie. «Sí, estoy listo, para morir».

—Que ni siquiera te pase por la cabeza —advirtió con seriedad. Adivinó la dirección de mis pensamientos—. Vas a volver con la victoria y todo regresará a la normalidad. Jas...

—No debes llamarme así —le recordé—. Ahora soy Amber.

Tragué saliva. Por un instante, las paredes de ladrillos grises me asfixiaron. El aire se esfumó de la habitación y entré en pánico. Si no regresaba... Sacudí la cabeza. No me podía dar el lujo de morir. De algún modo tenía que regresar a casa y detener la profecía para que nadie más sufriera este cruel destino.

—Tengo que hacerlo —dije más para mí que para ella. Si podía convencer a todo un reino, podía convencer a mi mente de que esto estaba bien. Era el único camino.

Gyda corrió la banqueta para que me sentara frente al gran mueble ovalado de marfil que usaba para guardar las ropas de entrenamiento y algunas armas. El objeto estaba situado en una esquina de la habitación y contaba con un espejo circular dorado en su centro, casi tan grande como el mueble mismo.

—Siéntate, voy a peinarte.

Sonreí. Mi cabello era un desastre, pero si había alguien que podía hacerme lucir como una princesa, era Gyda. Aplicó una pintura negra en mis parpados para hacerlos ver más grandes y feroces y esparció un poco de rubor por mis mejillas. Luego continuó con el cabello, como lo tenía a la altura de los hombros, tuvo que entretejerle hebras de color rojo oscuro para que se fundiera con el color ónix que caracterizaba a la familia real. Parpadeé al verme. Dragones, amaba a esta mujer y no me avergonzaba admitirlo. Nuestra madre nos había dado a luz, sí, pero luego se puso la corona y nos dejó al cuidado de los sirvientes. Según sus propias palabras: «es mejor alejarme de mis hijos que tener que elegir entre ellos». Yo le había ahorrado tener que tomar esa decisión. Nunca descubriría que nos habíamos intercambiado bajo sus narices, que llevábamos años haciéndolo.

Coloqué un glamour sobre mí, enmascarando cualquier detalle que pudiera delatarme. Gyda me jaló la larga trenza.

—Nunca te había visto así.

La miré a través del reflejo del espejo.

—Tengo miedo —confesé.

—No vas a morir —dijo con tanta seguridad que por un momento le creí.

Esboce una mueca. Podía dedicar estos últimos minutos para decirle cuanto la quería, para despedirme, pero Gyda odiaba los actos de amor. Me levanté con la cabeza en alto. La sirvienta sonrió antes de dedicarme una reverencia.

—Es la hora.

Asentí. Sí, era la hora.

No llevaba la corona en la cabeza cuando atravesé los largos pasillos decorados con candelabros flotantes, pero la sentía allí, gritando a los cuatro vientos que la princesa estaba lista y tenía hambre de dragón. Los guardias cruzaron ambos brazos frente al pecho, un signo de respeto y admiración.

*👑*

N/A: Hola a tod@s los que se pasan por esta historia. Diseñé esta Novela de Fantasía como cuatro cuentos desde los diferentes puntos de vista de los involucrados en esta historia. Al ser bastantes largos los voy a dividir para una mejor lectura. Espero que la disfruten😊.
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