La princesa 1
II
El mozo abrió las puertas. No pude evitar reírme al ver el traje que le habían obligado a usar. Tenía las solapas demasiado anchas y el sombrero de tres picos de color negro, estaba inclinado hacia un lado, como el de las damas de la corte.
—La princesa Amber —proclamó cuando atravesé la gran puerta doble de madera con pernos dorados. En una de las puertas estaba tallado el emblema real, en la otra, estaba mi figura portando la armadura que ahora usaba. El rostro había permanecido en blanco hasta ayer, cuando en medio de la fiesta un artesano vino a terminarlo. Según las creencias era mala suerte representar al cazador antes de que este saliera a la batalla.
Todos hicieron una breve reverencia antes de volver a sentarse en las dos grandes mesas continuas que formaban una T con la de la familia real. Ocupé un lugar junto a la izquierda de la reina, quien me dedicó una mirada de aprobación al ver mi uniforme o más bien, mi disfraz de cazadora. Mi hermana gemela estaba a la derecha, sentada en una postura de total tensión. Sobre su cabeza reposaba la corona de jade y perlas que imitaban a la gran montaña nevada donde vivián los dragones. Otro signo de superioridad. Debo admitir que hacía un mejor papel de príncipe que yo. Tal vez por eso nadie notaba que intercambiamos destinos.
—Bienvenida —saludó en voz baja. Mi madre no hablaba, susurraba, y así había sido siempre desde que tenía uso de razón.
Incliné un poco la cabeza.
—Gracias, su alteza.
Tenía que admitir que se había lucido con el vestido rojo de capas que imitaba los pétalos de una rosa y los pendientes de perlas le hacían juego con la corona plateada de tres picos. Sobre el mayor descansaba una estrella confeccionada de lágrimas de dragón. Un recuerdo cristalino de que las grandes bestias también tenían sentimientos. El príncipe heredero levantó la copa de cristal y los músicos comenzaron a tocar, iniciando la celebración que se llevaría a cabo antes de partir para la batalla. «Dragones, me imitaba mejor que yo a ella».
Coloqué las botas sobre el mantel blanco finamente tejido mientras los sirvientes comenzaban a colocar los jugosos platillos sobre las mesas y a servir el vino. Un desperdicio de comida, considerando que nuestros súbditos morían de hambre fuera del castillo. Me pregunte si tenía permitido beber, aunque lo haría de todos modos. La reina frunció el ceño. Un gesto bastante común en los últimos días. Su imagen de perfección y frialdad fue sustituida pocos segundos por el de una madre preocupada.
—Compórtate —pidió.
—Déjala en paz —replicó mi hermano.
Me impulse con el pie para inclinar la silla lo suficiente para verla bien. Amber también se había vestido para la ocasión. Usaba un traje verde oscuro con ribetes dorados, cruzado al medio por una franja blanca. Blanco por la rosa real, que crecía en las paredes del castillo; llevar este color significaba la belleza y la pasión, en cambio el verde era destinado a las espinas, su significado estaba arraigado a la fuerza y la determinación. Sus ojos de rubí sostuvieron los míos. Era como verme reflejado en un espejo. Tan parecidos... tan desiguales.
—Por favor, los pies —ordenó mi madre y decidí obedecerla porque enfrentarme a su ira era comparable con el fuego de un dragón.
El bardo hizo una reverencia ante nuestra mesa. Traía una pequeña guitarra carmesí y vestía un traje a dos tonos, rojo y negro, para simbolizar la sangre y el hierro. Otros miembros de la corte habían elegido estos tonos para sus atuendos. Si algo destacaba a la realeza de Drakros, era su simbolismo y el apego a las tradiciones tan arcaicas como los dragones mismos.
—Puede hablar —le ordenó la reina.
La música se detuvo y el público giro las sillas en nuestra dirección para escuchar la narración.
—Como es costumbre, sus altezas —inició el bardo, hizo una rápida reverencia—. Las historias deben ser cantadas para darle prosperidad a nuestra valiente guerrera en la batalla.
Amber puso los ojos en blanco. Odiaba tanto esto como yo. Sin embargo, tenía un papel que cumplir. Todos lo teníamos.
—Adelante —ordenó mi hermana. El bardo se estremeció un poco cuando el príncipe dio un golpecito sobre la mesa con sus manos enguantadas, apresurándolo.
Levanté la cabeza en su dirección y moví los labios: «impaciente». Amber estiró los labios un poco, luego volvió a poner esa postura erguida y fría, imitando la que yo usaba cuando estábamos ante la corte.
—Sus altezas —se despidió el bardo antes de situarse en el medio del salón y comenzar a cantar.
Después del tercer verso no pude evitar bostezar. La reina me dedicó una mirada de pocos amigos. Jalé un hilo del mantel, luego otro hasta deshacer un pétalo de la flor.
—Deberías estar escuchando —me regañó.
Habían colocado una bandeja dorada en el medio de la mesa con uvas, carne y por supuesto, una copa de vino. Intenté comer algo, pero el estómago se me había cerrado y la garganta se negó a pasar el vino. Suspiré cuando la reina hizo un gesto impaciente.
—Nos la han obligado a aprender —repliqué. Arranqué otro hilo—. Creo que puedo cantarlas mejor que él.
—Es descortés no prestarle atención, se supone que te den fuerza para la batalla que se avecina.
Miré al bardo que seguía cantando historias de silla en silla. La espada me daría suerte, no una maldita canción sobre héroes y rosas.
—¿Por qué tenemos que matar al animal? —pregunté—. Es cierto que los dragones se comen a veces el ganado y, cuando los molestamos lo suficiente, nos responden quemando las tierras. Pero nunca han atacado a nadie ni invadido el territorio.
La reina se arregló una hebra de cabello negro que había osado desafiarla. Asintió al bardo que rodaba las mesas mientras entraba en una parte interesante: la muerte de los cazadores. Todos después del primer héroe habían muerto de una forma tan horrible, que de ellos no quedo nada que enterrar. Tragué.
—Es la tradición —dijo con una calma absoluta, letal. Como si no hubiese escuchado esa última parte en específico.
La tradición no explicaba la matanza que practicábamos cada ciento de años. ¿Por qué deberíamos sacrificar a un príncipe por las viejas costumbres? ¿Por qué cargábamos con un destino así de cruel?
El bardo terminó su canción y todos aplaudieron emocionados. Todos menos los príncipes que intentábamos forjar en secreto nuestra propia leyenda. Nuestro nacimiento había sido presenciado por varios miembros de la corte, todos deseosos de decretar quién portaría la corona y quien cargaría con el peso de la espada.
—Discúlpenme, no puedo más. —Amber se levantó bruscamente, sus ojos estaban llenos de ira—. Nunca estaré de acuerdo con esta barbarie.
—Tu hermana está cumpliendo con su papel —ordenó la reina. Sin imaginar el papel que en verdad interpretábamos frente a todos esa noche—. Cumple con el tuyo.
Hay que admitir que mi hermana tuvo la suficiente sabiduría para no arrojar la corona sobre la mesa. Cerró los ojos un instante y cuando los abrió, llevaba otra vez esa máscara de monarca. Realizó un gesto de disculpa y salió a grandes zancadas del salón.
—Dragones —maldijo mi madre. Se cubrió la boca rápidamente con una servilleta para que nadie la escuchará maldecir—. Ni se te ocurra levantarte hasta que el consejero nos de sus recomendaciones.
La reina levantó un pañuelo verde. Un hombre rollizo de cejas anchas se apresuró a nuestra mesa. No entendía como aquel "consejero" podía saber de técnicas de batallas cuando apenas podía caminar. Miré las grandes puertas por donde escapó mi hermana y me arrepentí de no haber huido también.
—Su alteza real, princesa —saludó Sr Valois.
Estuve a punto de quitarme la armadura que ya comenzaba a provocarme comezón y dársela a él. Aunque dudaba que supiera incluso donde se colocaba. Si sobrevivía a la batalla impondría que los consejeros sean usados de carnada para el dragón y no los príncipes.
—Adelante, Sr Valois —indicó la reina.
El consejero de batalla dio un paso al frente.
—Hemos detectado la ubicación del líder —dijo orgulloso—. Si lo elimina, los demás abandonarán el reino. Tienen un comportamiento semejante a las colmenas.
—¿Ha visto alguna vez a un dragón, Sr Valois? —le pregunté y el consejero frunció el ceño—. Responda.
—No, su alteza.
—¿Ha visto alguna vez una abeja?
—Amber... —advirtió la reina.
—No se preocupe, su alteza. La princesa Amber ha sido entrenada por los mejores guerreros del reino y el dragón es anciano, lo que lo vuelve lento.
Tanto mi hermana como yo habíamos recibido el mismo entrenamiento, salvo en el manejo de algunas armas. Nuestros cuerpos se habían moldeado combatiendo dragones de paja y cruzando espadas con otros caballeros que no dudaron en hacernos probar que el pasto de las afueras del reino sabía igual al de las salas de entrenamiento. Mi columna protestó de solo recordar las veces que creí que moriría antes de cumplir los dieciocho.
—¿Duda de la capacidad de la princesa para derrotar a una amenaza real? —inquirió mi madre y el consejero adquirió un tono semejante a su traje blanco.
—Mis disculpas —se apresuró a decir—. Tanto el príncipe como la princesa están capacitados para defender al reino de Drakros.
—Pero la princesa nació segunda —le recordó mi madre—. Es su deber.
Un deber que se habían tomado la tarea de recordarnos desde nuestro primer año de vida.
—Por supuesto, nuestra hermosa princesa cumplirá su tarea como lo han hecho todos los héroes y heroínas antes que ella.
Contuve el vómito. ¡Dragones! Prefería salir ya a matar al dragón que aguantar un segundo más aquí. Me levanté de un salto.
—La princesa Amber se retira a la batalla —proclamó el mozo.
Todos se levantaron para hacer una reverencia.
—¡Que la sangre y el hierro protejan sus pasos! —clamaron al unisonó.
Les dediqué un gesto que dejaba en claro que me importaba muy poco sus buenos deseos y me marché de allí, dejando a la reina con la boca abierta.
*👑*
N/A: ¡Gracias por leer y ser parte de esta historia! Te invito a seguir leyendo y descrubir que es lo que sucederá con el destino de ambos príncipes.
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