14: The God of Justice.

JiHyo miró el cuerpo que yacía sin vida en el suelo frente a ella. Al notar gotas rojas en sus tacones blancos, las limpió con cuidado y calma como si fuera algo tan inofensivo como gotas de agua. Siguió los movimientos de Sana con los ojos mientras la líder de la mafia caminaba por el almacén, informando a sus hombres que guardaran en cajas cualquier arma o droga que pudieran encontrar allí, ya que todos los propietarios originales ya no estaban.

—JiHyo, ven—, dijo finalmente Sana, haciendo que JiHyo se levantara del frío escritorio de metal en el que había estado sentada y caminara con confianza hacia la otra mujer.

A su alrededor, por todos lados, estaban los cuerpos ensangrentados de los enemigos de Sana. Todos ellos decorados con moretones, cortes y heridas de bala de los hombres de Sana y de la propia mujer japonesa. Había sido nada menos que una masacre, y aunque la vista habría aterrorizado a JiHyo hace apenas unos meses, ya no la impactaba en absoluto. Se sentía más preocupada por la sangre que manchaba su ropa que por ver a su amante matarlos a todos sin piedad.

Se preguntaba si Sana ya lo sabía.
¿Se había dado cuenta de lo corrupta que estaba JiHyo en realidad?
¿Sabía cuánto había cambiado la muñeca desde que se encontraron por primera vez?

JiHyo recordó cómo Sana se había interesado en ella porque era tan diferente, cómo fue la falta de conocimiento de la muñeca sobre el mundo oscuro de Sana lo que hizo que la nipona cayera en primer lugar. Fue lo que la ayudó a seguir siendo humana, había dicho, y por eso JiHyo no pudo evitar preguntarse cómo reaccionaría la peli naranja una vez que se diera cuenta de que mucho de eso ya no estaba.

Pero JiHyo no podía evitarlo, ya no podía sentir ira por lo que presenciaba, porque nada parecía un crimen cuando era Sana quien lo hacía. El sonido áspero de un arma disparándose se silenció en sus oídos cuando Sana apretó el gatillo. Un cuchillo ensangrentado era solo una varita mágica en las manos de la nipona. Una soga era solo una muestra de piedad cuando la hermosa jefa de la mafia era la que la sostenía.

JiHyo sabía que estaba mal, en el fondo, y sin embargo ya no podía odiar los crímenes que Sana cometía, de hecho estaba empezando a disfrutarlos. Era justicia al fin y al cabo, una forma poco convencional de buscarla, seguro, pero justicia. Se suponía que Sana tenía el poder de imponer su sentencia de muerte sobre este mundo retorcido, pensó JiHyo, y ese sentimiento se hacía más fuerte cada día. Después de todo, ella era la que castigaba a los traficantes de personas dentro del mundo subterráneo, ella era la que daba una segunda oportunidad a las personas que estaban desesperadas por préstamos, ella era la que no permitía que los violadores salieran libres.

Si alguien debería tener el poder de asesinar a quien quisiera, ¿no debería ser alguien como Sana?

Ella era sinceramente una heroína, pensó JiHyo, una heroína clandestina que en el fondo quería justicia tanto como cualquiera. Su objetivo nunca fue la violencia aleatoria ni aceptar cualquier cosa con tal de obtener su dinero. Sana quería poder, pero no a costa de vidas inocentes, sobre eso no había mentido. Cuando la jefa de la mafia había dicho que no se aprovechaba de los débiles como lo había hecho el padre de JiHyo, la muñeca no le había creído, pero ahora sí.

Sana castigaba a quienes no eran castigados por la ley.
Ella era la diosa del mundo subterráneo.
La parca de los demonios terrenales.
Y JiHyo la amaba por eso.

—Lamento que hayas tenido que ver eso—, dijo Sana mientras se alejaban en su Mercedes Benz Clase S negro.

—Está bien, no me importó. Se lo merecían—, respondió JiHyo honestamente.

La respuesta tomó a Sana por sorpresa, nunca había escuchado a JiHyo decir algo así a pesar de la violencia y los muchos asesinatos que había presenciado. Aun así, una parte de ella estaba feliz, calmada por el hecho de que la muñeca no alejara su mundo oscuro, sino que poco a poco se sintiera cómoda con él, tal vez incluso viéndose lentamente a sí misma como parte de él.

—Lo hacían, ¿no? — La nipona dijo, sintiéndose algo satisfecha consigo misma.

—Por supuesto que sí, nunca hay que perseguir a los que no lo hacen.

Sana sintió que una sonrisa le rozaba los labios ante esa declaración.

—Por fin lo entiende—, pensó la peli naranja para sí misma.

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