II. Ragnarök pt. 1
CAPÍTULO II ━━ RAGNARÖK PARTE 1.
❝el destino de los dioses❞
❝Los cuervos de Odín lloran suavemente,
y los dioses se entregan al llanto silencioso,
porque los dioses han encontrado su hora.❞
─ Ragnarok, Henry Kuttner.
AÑO 2025.
El crujido de la nieve era casi invisible bajo su caminar, el viento calmado no era lo suficientemente fuerte y a lo lejos pudo escuchar a dos lobos aullar. Aquella sensación de vacío seguía alojado en su pecho, dirigió una mirada cansada al cielo oculto tras las nubes bajando la colina hasta el acantilado donde se fijó en el choque del mar furioso, zigzagueando como una serpiente enrollada.
Bajó la colina con rostro cansino odiando el hecho de que el frío no le provoque alguna reacción, todo a causa de su origen, aunque había aprendido a aceptar el hielo con el que nació y que jamás sería normal. Sus padres (¿lo eran?) le ocultaron su procedencia por años, tratándola como si no fuera aquel monstruo que contaban las historias viejas de Asgard y se sintió peor cuando decidió fingir que no era así al enterarse por sí sola, tal vez era la peor persona del mundo al ocultarlo hasta de su hermano.
Pero había sido demasiado notorio y ella era muy joven. Sucedió cuando le traspasaron el poder de Rakharos, el fuego de dragón le había quemado desde adentro, dejándola sin respiración, sintiendo que sus órganos se derretían y que la sangre le explotaba en su cabeza. Había llorado lágrimas de sangre aquel día en Gudenes Berg, el Monte de los Dioses, hace más de mil años atrás, cuando el fuego se fundió con el hielo que no sabía que habitaba dentro de ella. Las llamas naranjas y rojizas que bailaban por los alrededores, que había matado a miles de sus soldados, se intensificaron hasta que su color fue apagándose hasta convertirse en un azul salvaje, tan frío que quemaba.
El propio Rakharos había sufrido lo mismo a la inversa, su corazón se había congelado y se apropió de sus pulmones, de su fuego y respondió el llamado de la diosa moribunda encima del Monte. Ambos se habían hecho uno, respondiendo a lo que habitaba dentro de sus corazones y mientras Keyl recuperaba sus sentidos, notó la diferencia del poder del portador anterior con ella. No había ningúna razón lógica para se sintiera así, para que cambiara, para que el calor lograra congelarse y la tirara al mismísimo Ginnungagap.
El poder el dragón se amoldaba al cuerpo y capacidades del usuario.
Y ahí fue cuando Keyl se dio cuenta que había vivido una mentira.
Llegó frente al Monumento Conmemorativo de Odín, a la orilla del acantilado donde el Padre de Todo había partido al Valhalla. La azabache observó primeramente el cielo gris, la dirección en donde debía encontrarse la constelación de su padre adoptivo, antes de bajar la cabeza hasta la estatua de busto del hombre. La escultura era escalofriantemente real, de piedra blanca, los detalles chapado en oro metálico y cubierto parcialmente de nieve. Su ojo era un pozo negro donde se ahogaba cada vez que lo miraba y el reluciente parche dorado brillaba hasta en las noches sin estrellas, su cabello cenizo caía hasta sus hombros y las arrugas en su rostro estaban hermosamente construidas. Se encontraba en el medio de las paredes que creaban una semi circunferencia de la misma piedra blanca, desde donde estaba ya se podía ver los dibujos sobre la superficie. Runas o ilustraciones de los eventos de hace siete años.
Pero la mirada de Keyl se mantuvo sobre la de Odín, que parecía escudriñarla, sentía que el ojo que había sacrificado la observaba a través del oro y veía su alma. Analizando y juzgando, por más disculpas que le haya ofrecido como sus últimas palabras, Keyl siempre sentía que fallaría a sus ojos, porque él no hubiera querido que un Gigante de Hielo se sentara en el trono de Asgard. Porque de nada le servía centurias de servicio, de pelear en guerras, de representar a su hogar, no era su hija y no lo sería nunca.
Suspiró alzando una mano para seguir las líneas detalladas que los constructores se habían tomado tiempo en hacer, el trabajo era hermoso por todo el amor que el pueblo le tenía al Padre de Todo y fue el mismo amor lo que la obligó a hacer el Monumento. No había nacido de ella, no le tomaba el gusto a hacer grandes construcciones de gente que la había fallado incontables veces. Y aún así había traído los mejores materiales para dicha escultura.
—Me mentiste, de nuevo —habló viendo la piedra con la cara de su padre, este pareció prestarle atención—. Tu muerte atrajo a Hela y liberamos a Surtur, Asgard pereció y para qué... El invierno está aquí y no hay nada que se pueda hacer para detenerlo, mucho menos sola, ¿estás feliz en el Valhalla? Rodeado de tus soldados de confianza, de tus hijos, de tu esposa, supondré que tenías amigos o alianzas, en este caso —casi escupió lo último, una alianza como esa se había ocultado tras el título de hija legítima—. Claro que si, déjame aquí mientras te ahogas en hidromiel, Padre.
Soltó una risa que prontamente se convirtió en una carcajada, se sujetó de los bordes altos de la columna que sostenía la estatua poniendo su cabeza por este sin parar de reírse. Jadeó, ahogada quedando en silencio mientras sus ojos miraban como su bota se hundía en la nieve, aunque su mente esté divagando en otro tiempo y lugar. Se quedó en la misma posición unos minutos dolorosamente largos mientras que su agarre por la fina escultura aumentaba.
»Nos dejaste solos, nos abandonaste a nuestra suerte para pelear contra el monstruo que criaste tú mismo, tu primogénita —tomó aire, aunque no había derramado ninguna sola lágrima, sus ojos le quemaban desde adentro. Parpadeó un par de veces para despejar las lágrimas que se habían acumulado, mojando sus pestañas—. Nos dejaste y los arrastraste a ellos contigo.
»¿Sabes qué día es? Mi cumpleaños, mío y el de Loki. ¿Recuerdas los bailes que hacíamos? ¿Recuerdas como siempre tratabas de buscarme un esposo, una alianza? Toda mi vida pensé que era tu hija, al final siempre fui solo una alianza para mantener a los monstruos a raya. ¿Recuerdas cuando Vanaheim tomó ventaja un día como hoy, cuando mataron a Mimir y me mandaste a liderar el ejército norte? ¿Recuerdas cuando te aprovechaste de mi enojo para ir contra el Rey? ¿Recuerdas cuando maté al Rey por ti? ¿Recuerdas cuando me convertí en tu arma y recién ahí recibí un poco de apreciación? —Volvió a reír, esta vez más cansada e irónica—. Eras un padre de mierda.
Comenzó a respirar un poco agitada sin moverse de aquella posición, cerró los ojos al escuchar el crujido del ladrillo bajo sus manos. Un sonido casi agradable a sus oídos.
—Recuerdas... —suspiró, su voz ronca, a punto de romperse—. Recuerdas cuando trataste como basura a Loki, recuerdas cuando Thor solo quería estar con nosotros sin sus obligaciones de futuro Rey. —Ya no eran preguntas, las decía mientras recordaba cada momento de su vida, extractos que antes los había apreciado—. ¿Los viste morir? ¿Los recibiste?
»¿Por qué? ¿Por qué Loki debió sacrificar su vida, por qué Thor se fue de mi para morir? ¿Por qué nunca pudimos ser unidos?
La voz de la razón en su cabeza la hizo reaccionar y lentamente levantó su cabeza para centrar sus ojos ciegos hasta la figura de su padre. La primera lágrima cayó pero su rostro se mantuvo pétreo, frunció el ceño retrocediendo como si hubiera tocado fuego, como si le hubieran contado del secreto más buscado del universo. Porque recién se daba cuenta del rencor que le tenía a Odín y se horrorizó.
Tragó saliva llevando una mano hasta su corazón sintiendo cada latido rápido chocando contra su pecho. Se mantuvo serena viendo un copo de nieve que resplandecía por la luz que se filtraba por las gruesas y oscuras nubes. Agudizó sus sentidos, desde ser capaz de escuchar a los lobos corriendo a unas cadenas retorcerse hasta la serpiente que se burlaba de ella mientras golpeaba el borde del acantilado, susurrando en sus oídos como una cacofonía aguda. Los únicos que la acompañaban en aquel día funebre, un día que debía celebrar pero no existía ningúna razón para hacerlo. Su otra mitad estaba muerta. Todos estaban muertos.
Daven, su amor, fue demasiado considerado con ella como siempre. Daven, el amor de su vida, siempre estaba con ella, hablando con ella, apoyándola y dándole todo lo que necesitaba. Pero Keyl se sentía miserable y ya no sabía que hacer para evitar sentirse así.
Frunció los labios aguantando el llanto que quería liberarse de su ser y observó la estatua con ojos fríos, con el lacerante cuchillo enterrado en su pecho, ese dolor constante que le recordaba lo mucho que necesitaba a su familia por más mentiras que hubiera existido entre ellos. Necesitaba a sus hermanos fastidiándose entre ellos. Necesitaba a sus amigos que trataban de alejar a Fandral y su coquetería de ella. Necesitaba volver a luchar junto a los tres guerreros mientras competían por quien mataba más. Necesitaba a su madre, a sus consejos y sus abrazos que no la hacían sentir menospreciada.
Pero no necesitaba a Odín.
La nieve a su alrededor se levantó y se arremolinó, el viento fue atraído hasta ella golpeando su cabello negro como alas de cuervo y su larga gabardina azul. Alzó una mano e hizo un ademán para calmar la tormenta a su alrededor y la dirigió hasta la escultura, cerró sus dedos lentamente pero notando la fuerza que ejercía mientras la estatua iniciaba a romperse. Primero fueron algunas grietas que recorrieron los detalles perfectos del rostro arrugado que mostraba la vejez del Padre de Todo, luego fueron piezas mas grandes, que caían mientras se unían y por último la paciencia de Keyl llegó a su límite.
Levantó ambas manos de forma delicada, delineando cada flujo de poder, como si se tratara de una danza. Una danza mortal y macabra. Con el viento acariciándola y el crujido de la estatua como el único sonido que escuchaba. La capa blanquecina de sus ojos brillaron antes de que el color dorado reemplazara el celeste de su iris. Cruzó sus muñecas antes de cerrar sus dedos lentamente, cuando sus uñas se incrustaron en su piel separó sus brazos y las tiró a sus lados donde abrió las manos de nuevo a último momento. El Monumento, incluído la pared, el piso y la estatua, se rompieron en pedazos siguiendo la trayectoria de sus manos, como si algo los hubiera golpeado de todos los lados hasta que no quedo más que escombros.
Soltó un gruñido desde el fondo de su garganta, cargada de rabia, rencor y tristeza por lo que acababa de hacer. El destello amarillento del oro del parche brilló contra sus ojos aún dorados, bajó la mirada con una pequeña arruga en su nariz porque esa cosa comenzaba a molestarla. Alzó una mano y atrajo el parche hacia ella, este voló hasta su palma como si la hubiera atraído tal cual un imán. Keyl no lo dudó, dejó que el oro metálico flotara sobre su mano, dorado contra dorado, y el metal se fracturó en pedazos. Se dio su tiempo en romper cada vez más los pequeños pedazos hasta que con otro movimiento los lanzó hasta el mar que se agitaba como si tuviera vida propia.
Jadeó sintiendo como un peso caía de sus hombros, aunque solo sea uno de los que se aferraban a ella, fue liberador. Descubrir que el sentimiento que la acarreaba contra su padre era rencor fue un misil directo a su corazón, como esos que había enviado Thanos en el cuartel hace dos años atrás, donde había caído hasta en lo más profundo del hueco para ser perseguida por los malditos perros espaciales. Era una gran metáfora, porque se había sentido igual. Liberarse, era lo que necesitaba. Liberar las manos manchadas de sangre que se aferraban a sus hombros.
—Keyl —escuchó el llamado de su nombre, casi sin aliento, ella lo reconoció.
El silencio no era cómo tal, el mar, el viento y el murmullo de la gente haciendo sus trabajos en el pueblo sin saber que ocurría, era lo que se podía oír. El hombre parado a unos metros tras ella la observaban, sin saber qué hacer ni decir, ella no se movió de ahí, parada con la mano sobre su corazón. Daven Eirnason la miraba con sus ojos verdes, el dolor en su pecho y la respiración agitada, vió los escombros de la estatua destruida esparcida por el suelo antes de fijarse en la espalda de la diosa enfurecida. Daven era el Capitán del pequeño ejército que Nueva Asgard tenía, no había necesidad de luchar pero soldados siempre habrá y no podían estar indefensos. Pero también era el consorte de la Reina y no había persona en el mundo que la amara más que él.
Triste era saber que su amada se estaba destruyendo a si misma.
—Keyl, Mi Reina —la volvió a llamar, tenía el pelo negro ligeramente largo y peinado para atrás, algunos mechones rebeldes caían libres siguiendo la danza del viento, envuelto en chaquetas y capas de piel para no sentir frío. Una espada descansaba en su cinturón, el cuero plateado y azul demostraban su título. Tal vez un título que nunca en su vida pensó tener.
Keyl sabía, sin siquiera voltearse, que se veía salido de uno de los libros que solía leer. Con sus ojos verdes comprensivos y preocupados, tal vez estuviera asustado, esperaba nunca causarle tal sentimiento. Keyl podría no merecerlo. A Daven podría no interesarle lo que acababa de hacer, no al Daven que le juro lealtad a ella y no a su Rey. A Daven no le interesaba Odín, pero aún así sabía que le tenía respeto. El pelinegro dio los primeros pasos para acercarse a ella, para alejarla de aquel lugar y arrullarla, pero un trueno lo detuvo. El sonido fue estridente, como si fuera el golpe de una montaña contra otra, se quedó de piedra.
El cielo se iluminó desde ambos lados y chocó entre sí antes de que un gran rayo tocara el mar más allá de sus ojos, tan grande había sido para que iluminara todo el campo, pudiendo ser capaz de ver cada pequeña vena separada del tronco blanco a los lados. Iluminado y expuesto como un árbol gigante, el tronco y las ramas temblando por la descarga de energía antes de desaparecer. Keyl se mantuvo en donde estaba, con los ojos ligeramente abiertos mientras que la silueta se disolvía en un segundo que pareció una eternidad. Había formado el Yggdrasil.
A lo lejos escucharon el graznido de un par de cuervos.
Todo el cuerpo de Keyl tembló, escuchando las palabras atronadoras que se agolpaban en su cabeza y la asustó al darse cuenta que habían salido del rayo. Las voces de todas las personas que perdió. Se estaba volviendo loca. Por qué. Por qué. Por qué. ¿Por qué comenzó a sentirse mal por destruir el Monumento? ¿Por qué sintió que el rayo era una advertencia?
—Perdón —susurró viendo los escombros—. No fue mi intención.
—¿Keyl?
Volvió en sí al oír que Daven estaba mucho más cerca y el impulso de alejarlo para que no sienta el aura de miseria que llevaba la cegó. Necesitaba liberarse. Necesitaba. Necesitaba. Necesitaba. Movió sus manos y usó la energía material de su poder para elevarse en el cielo, no tenía la capacidad de volar, sin embargo, al igual que podía mover las cosas con sus manos, también podía hacerlo con sí misma, fue una habilidad que le había costado manejar. Escuchó el grito de Daven llamando su nombre antes de que las nubes la tragaran.
No quería hacerle esto, pero temía por él. Temía por sí misma. El recuerdo del brillo del rayo se aferró a su mente, las voces, el aullido de los lobos, los cuervos que la controlaban, el siseo de la serpiente.
Jadeó llevando su cabeza hacia atrás mientras se dirigía a algún lugar, sin ver y con la respiración agitada. ¿Por qué le afectaba tanto? No era la primera vez que pasaba su cumpleaños sin su hermano, sin su familia. Pero por más poderosa que pudiera ser, toda persona tenía su punto de quiebre.
Aterrizó antes de que pudiera abrir los ojos, dobló sus piernas para no caer al suelo con otro jadeo escapando de sus labios. Cuando abrió los ojos —de vuelta azules— no se sorprendió que todo esté cubierto con nieve y tal vez fue debido a eso que no notó con más rapidez en donde se había dirigido. Observó el lugar, una zona alta y descubierta con un piso de piedra que se extendía hasta acabar en el suelo rocoso natural. Giró por su eje reconocimiento lentamente el lugar, hasta que terminó con la vista puesta sobre la estatua dorada, casi negra por el paso del tiempo, de cuerpo completo de ella. Casi se ahogó. La estatua tenía puesta su armadura vieja, de pie sujetando su espada Æsahættr, Destructor de Dioses, entre sus manos. Su cabello caía libremente a sus lados y como una cascada por su espalda, con algunas trenzas nórdicas y el peinado característicos de aquella zona del planeta.
Estaba en Gudenes Berg.
De todos los lugares del mundo debía ir a parar allí, la daga es su pecho se retorció con violencia viendo la gran figura alzada frente a ella. De lo que alguna vez fue, de lo que alguna vez aquella que inspiró la estatua tuvo y no lo apreció hasta que lo perdió. Que mal chiste resultaba ser su vida.
Apretó sus manos sobre su pecho tratando de arrancarse el cuchillo invisible, apuñalada por los Altos Dioses. El dolor era el peor, vacío y cruel como el universo en el que vivía. Su respiración se volvió irregular, miles de litros de agua la golpearon con las voces en sus oídos torturándola. Sintiéndose igual que aquella vez, en este mismo lugar, quemándose desde adentro.
Estás sola y lo estarás siempre.
Estás sola y lo estarás siempre.
Estás sola y lo estarás siempre.
No lo soportó, soltó un grito y se desplomó. Cuando sus rodillas tocaron el suelo el mundo retumbó y todo a su alrededor se rompió. No quería sucumbir a la profecía, podría dar todo de su vida para que alguien cambiara las palabras dichas por las Nornas. Pero ahí, en el Monte de los Dioses, la Reina dió inicio al Destino que marcaba su descenso a su fúnebre profecía. La tierra se agrietó partiendo desde donde estaba ella hasta las montañas cercanas creando un círculo como si hubiera caído algo y la expansión de poder se extendió. La estatua se movió con salvajismo y el templo sin techo comenzó a caer a su alrededor, sacudido por el grito desolado de la Diosa con el poder de destrucción en sus venas.
Tomó aire mandando su cabeza hacia atrás mientras la zona a su alrededor caía a pedazos, el abismo dentro de ella se encendió iluminando el tatuaje que rodeaba su brazo derecho por completo y su piel se rompió en pequeños retazos de rayos dorados llegando a sus ojos azules, tomando aquel color del cielo olvidado por completo hasta transformarlo en una brillante esfera celeste. El tatuaje del dragón se movió por su piel, zigzagueando como una serpiente hasta que la cabeza llegó a su rostro y sus ojos se fundieron en una sola mirada.
Y cuando volvió a gritar hasta desgarrarse la garganta y la estatua caía por el risco, junto a la destrucción del lugar, el terremoto que seguía causando, rompiendo las cadenas de los condenados, se oyó un sonido nuevo para el mundo moderno pero no para ella. Un rugido, escalofriante, de alguien que volvía a ver la luz del día luego tanto tiempo.
Mientras Keyl causaba el terremoto que las Nornas habían predicho, el suelo se congeló y la sombra alada tapó el Monte de los Dioses. Dando así la bienvenida a una de las profecías dichas.
Pues que el suelo tiemble, porque Rakharos había sido despertado.
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