❉ Héloïse ❉

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(Parte Única)
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«I was not the one to understand. I was not the one who took the devil by the hand.
Why was I the one who had to make the sacrifice? Why was I the one who saw the truth that you deny?
For blood reasons, I still believe in us. In some way I want to.
For blood reasons, I'll always have second thoughts. In some way I have to...»

— Ghostly Kisses (Héloïse)

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Hay días en que temo despertar con un nudo en la garganta.

Es reconocible el hecho de que abramos los ojos y, por unos instantes, nos embargue la plenitud. Una calma corpórea, densa, que atraviesas con los dedos; y te remueves entre las sábanas sonriente, feliz de tener, al fin, unos míseros momentos de paz antes de sucumbir a la derrota de un día ordinario. Te relaja el calor magnetizante de un día soleado entre los rasgos de la persiana de tu habitación, y el tacto suave del camisón sobre los hombros.

Hoy no fue así...

Todavía no ha amanecido. Percibo que al día le falta color (el ambiente está enrarecido y se me pega el camisón con sudores fríos). A través del fosfeno que, como flores, se desluce; atisbo a vislumbrar el brillo apagado entre las nubes, el petricor, el salitre del ambiente y su viento frío, húmedo, que se pega a la piel. Levanto con un regusto amargo en la boca. Las tripas me rugen. Atravieso descalza el breve trecho entre mi habitación y la cocina.

—¿Mamá? —susurro. Si no está levantada, no quiero despertarla.

La cocina está despejada. Hay un café negro sobre la mesa, humeante. Atisbo a ver un post-it pegado en la nevera, pero no me rentará leerlo, así que lo ignoro. Prefiero quedarme allí, en mitad del silencio, interrumpiéndolo entre sorbo y sorbo. Abrasa mi lengua. Afuera, un pequeño recodo entre las nubes ilumina el parque infantil, donde las aves vuelan. Me recuerda a mí; a esa herida minúscula que debiera cerrarse con los años, pero lo único que hace es perder toda mi luz. Me anudo una trenza, se cae el pelo. Lavo mi cara cansada, mis ojos castaños.

Pierina Legnani retratada en un marco de mi habitación.

—¿Lo hago bien? —le pregunto, como siempre, al dar comienzo a mis estiramientos. De manera metódica, como un autómata, alcanzo a pasar mi talón por encima de mi cabeza; los adagio perfectos, chassé en avant, grand plié y demi-plié... Es curioso. Me siento como en un buen despertar, pero no pasa el tiempo. No amanece, ni nunca lo hará. Ahora llueve, y llueve...

Como un susurro abandono el piso, en trance, en una burbuja. Cierro de un portazo y salto de dos en dos los escalones que dan a la calle. Ya no quiero estar ahí encerrada. Necesito respirar el petricor de la hierba usada en el parque de la esquina. Necesito ver en él despreocupados infantes. Debo sentir, una última vez, la inocencia perdida.

Afuera, el barrio se asemeja a un vago espejismo en la mañana, como si los años hubieran decidido no desteñir el color de sus muros; ni desnudar las ramas de sus árboles robando sus hojas castañas. Se levanta, ahora, el viento. Estremecedor. Cierro con más ahínco mi chaqueta; las manos en la boca, a modo de pañuelo, a falta de algo mejor. Calor en mis mejillas. Observo en la distancia un hombre que se asoma, en la entrada de su hogar, a recoger el periódico en bata; y es que a veces necesitamos ese escalofrío, esa corriente de viento helado que te dice que estás vivo.

Y por ello no me quejo. Se estremece mi piel sin vitalidad; mi cuerpo sin energía.

Por suerte, ya consigo percibir los olores del pan recién hecho. Se esfuma el petricor por la gula; mi estómago gruñe de nuevo y entro a la panadería, casi tropezando con la cola de un alegre mastín de pelaje castaño. Sobre mi cabeza suenan las campanas. Acaricio el lomo del desafortunado perro y saludo a Clara. Obediente, como siempre. Soñadora. Clara, la de los ojos cansados. La que me da de comer.

Acierto a devolverle una sonrisa y, mientras prepara mi pedido habitual (dos alpargatas recién hechas, harina, huevos y, de vez en cuando, una porción de su aclamado bizcocho), tiendo las monedas en el mostrador. Las coge con cierta modestia, como si le estuviera haciendo un favor; como si estuviera prohibido cobrar a tus amigos.

—¿Te ocurre algo? —doy un respingo. ¡Qué sorpresa! —No estás hoy muy habladora.

—No, todo está bien. Si acaso un poco nerviosa —carraspeé—: es por las audiciones.

—¡Maravilloso! —Clara intenta hacer un fouetté en tournant que casi se torna tragedia, pero ríe. Inocente de mí, acompaño su risa. Por unos momentos, consigo olvidar. Y entonces me observa, sonriente; y alcanza un pastelillo tintado del color de las rosas (mi favorito) con una pinta especialmente cremosa, que deja encima del mostrador.

—Para ti —reza—. Cortesía de la casa.

Agradezco su detalle con una breve reverencia que vuelve a despertar en ella sus carcajadas. Aprovecho la distracción para abandonar, apenada, la panadería de Clara. Dentro, la pobre se revuelve, incómoda, tras el mostrador. Otea con su mirada a la joven que se pierde en la distancia, de vuelta a casa. Traga saliva.

—Niña, mi niña. ¿Dónde está? La luz de tus ojos, que se ha apagado...

El camino de vuelta a casa siempre resultaba especialmente duro. Consistía en olvidar, a cada paso, los sabores de la panadería, su fragancia... En unos minutos me encuentro en mitad de la plaza. Saludo a Monty, y a Rochelle, sentados en el banco. A su lado, descansaba una novela abierta; las páginas amarillentas. Les encanta madrugar para dar de comer a las palomas.

Cuando las aves se sacian y retoman su vuelo, Rochelle aprovecha para releer sus viejos libros olvidados. A veces, me preguntaba si mi vejez llegaría a ser tan sencilla; si las aves volverían a mí cuando tuviesen hambre de nuevo. A pesar de la estampa, mi madre siempre me regañaba por perder pan en el camino. Ahora Rochelle tenía un trozo más de miga entre sus manos. Apenas abrió la boca, le dije:

—No hace falta que me lo agradezcas, ¡sólo es un cacho de pan!

—Un cacho de pan diario por parte de la niña más guapa y talentosa de la ciudad. ¿Cómo se paga eso?

Monty se arrebujó a su lado. Sabía que era la nieta que nunca pudo tener. Abracé a Rochelle (¡Suerte!, gritaba) y, antes de abandonar la plaza, giré sobre mis talones y vi una bandada de palomas volar, libres, enmarcadas en las nubes grisáceas del cielo de la ciudad; escapando de los gatos callejeros. Pero siempre volvían.

Abajo, en el banco, Rochelle les tiraba migajas de pan.

La puerta de mi casa estaba abierta.

Dejé la compra ofuscada sobre la encimera y entré corriendo a mi habitación.

—Deja eso donde estaba —Carlos me miró perplejo.

—¿Quién es?

—¡Qué más te da! —le quité el retrato de Pierina de las manos y la volví a colocar, centrada, en su sitio: Sobre la mesilla. Sobre las cartas a mi padre.

—Eres una maniática del orden.

—Y tú un allanador de mierda.

Antes de que pudiese siquiera darme cuenta, Carlos me lanzó mi almohada a la cara. La cogí al vuelo; no podía aguantarlo más. Empecé a reírme. Me doblé, literalmente, de risa. Apenas se me ocurrió otra cosa que hacer que pegarle con ella una y otra vez, hasta que ambos acabamos extasiados de carcajadas; hasta que los dos caímos rendidos de cansancio en la cama, despreocupados. Agotados.

Sé por qué estaba aquí.

—¿Ya se lo has dicho?

Su sonrisa, de por sí efímera, quebró. Me observó con dureza antes de desviar su mirada al armario que tenía detrás. De él colgaba un espejo de cuerpo entero donde podía ver sin problemas su ceño fruncido; mi expresión preocupada. Se levantó de la cama sólo para sentarse en ella, de espaldas a mí.

—Sabes que no es tan fácil.

—¿Por qué no?

—Porque no. No es como si fuera... Tú.

—¿Una mujer?

Suspiros. De nuevo, suspiros. No podía ver su cara, pero se pasó el brazo por ella. Esta mañana llovió, y fue por él.

—Sí, eso es. Ya lo sabes. Pero no dejas de preguntar siempre lo mismo.

—Pero eso es porque quiero que te lances y seas feliz. Porque sé que te mereces ser feliz —aproveché ese silencio fortuito para acercarme a él. Me senté, de rodillas detrás suyo; pasando los brazos por su cuello, como gesto compasivo. Un abrazo silencioso—. ¿Recuerdas lo que me costó a mí confesarte lo de mis padres? Cuando éramos niños. Estaba aterrada; pensé que ya no me mirarías de la misma manera y que no querrías seguir siendo mi amigo. Pero... ¿Qué pasó? —silencio—. Responde, Carlos. ¿Qué pasó?

—Nada.

—Nada —ignoré su voz quebrada. En la infancia, todo es más fácil, y una vez creces, más difícil de aceptar—. No dejaste de ser mi amigo por algo que escapaba a mi control. Sabías que era ridículo. Como lo es mantener en secreto lo de ese chico. Dime, ¿cuánto... tiempo, vas a poder soportar el hecho de verle casi a diario y no poder siquiera dirigirle una palabra, Carlos? ¿Hasta cuándo vas a estar esperando por amor?

—El tiempo que sea necesario. El suficiente para que me c...

—No es una gripe, joder —le interrumpí—. ¡Ya lo hemos hablado mil veces!

—¡Sí, y aun así pareces no entender lo duro que es para mí!

Carlos se levantó de un salto, tan impredecible que por poco me tira al suelo. Ahora, cara a cara, no podía ocultar que tenía el rostro empapado de lágrimas. Rompió nuestro abrazo silencioso. Por la mañana, lluvia; ahora, tormenta.

—¡Podrían matarme! ¡Podría destrozarme la vida! —quise decirle que se tranquilizase, y que volviera a sentarse conmigo. Quise gritarle que no le apoyaría si pensara que no tendría ninguna oportunidad. Pero no. Le entendía; claro que le entendía. El miedo nos paraliza, nos roba el habla. El miedo es silencio; por eso callé—. ¿Y para qué habría valido todo este tiempo dando lo mejor de mí a todo el mundo? ¿Para que me tomen por un puto maricón?

Me encogí en la cama. Estaba asustada; él nunca se había puesto así. Parecía a punto de estallar y destruir todo lo que tuviera a su paso, porque eso era: un volcán en erupción. Una fuerza de la naturaleza que le lleva a cometer los actos más deleznables. ¡Todo sea por amor!

Cerré los ojos, temerosa por si me pegaba. Pero él no era mi padre. Me avergoncé por haber pensado siquiera un instante que sería capaz de hacerme algo así. Ya no importaba. Carlos abandonó mi hogar del mismo modo en que entró: en el más puro silencio.

De nuevo, ganó el miedo.

Tardes de otoño.

Hora punta. Las calles se llenan de gente saliendo de trabajar y, al mismo tiempo, entrando en él; suspirando, anhelando... ¿Dónde quedó la paz de la mañana? Ese es el motivo por el que no me gustan las aglomeraciones: te sientes insignificante, y una persona que se siente insignificante sólo atiende a hacer lo que cree que es mejor para sí misma. Es el nacimiento del ego. Sentirse un cero a la izquierda; un hombre abandonado. Sentirse sólo.

No reconocía a nadie. Me detuve frente a un escaparate de moda, deteniendo la marcha de mi madre. Una señora mayor casi me lleva consigo, atenta como estaba a la conversación de su marido. Ni siquiera pidió disculpas. Antes de darme cuenta, esa mujer se había ido; y antes de darme cuenta, fue mi madre quien me arrastró consigo. ¡Adiós, vestido! ¿Nos volveremos a ver? Lo dudo.

Los escaparates, como la gente, cambian sin motivo.

Antes de bajar la boca del metro, mamá me sostuvo la mano, agarrándome con una fuerza inusual en ella. Mi madre, que apenas salía del barrio. Mi madre, que nunca cogía el metro. Sin embargo, iba por delante, marcando el camino con paso ligero, como si tuviera más prisa que yo por perderse la audición. Pero sabía que no era así. El miedo se huele. En el metro, apesta.

Paramos junto al andén. 5 minutos. Todos los bancos estaban ocupados y nadie tenía por qué cedernos el sitio. Debíamos ofrecer una imagen bastante cómica: Mi madre, maquillada de manera descuidada, con expresión enfermiza, se asemejaba bastante a la insatisfecha camarera de un casino de las Vegas. Por mi parte, con la ropa holgada y el pelo recogido con una goma de pelo al uso, parecía un vago intento de rescatar del fondo de armario un antiguo disfraz de Halloween.

Mientras esperábamos la llegada del metro, un joven afroamericano se sentó a los pies de las escaleras a tocar, con su guitarra, una alegre melodía folklórica. Mamá, sin ninguna clase de pudor, le dirigió un desvergonzado gesto de repugnancia. Temí estar demasiado cerca de él y que criticase su actitud despectiva. Me agarró con fuerza del brazo y le señaló.

—Nunca te cases con uno de esos.

—No, mamá.

—Mira a tu padre. Los escritores, cualquiera que sea la modalidad por la que escriban, nunca traen dinero a casa.

—Claro, mamá.

—Haz que me sienta orgullosa.

—Por supuesto, mamá.

Justo cuando creí que era posible morir de vergüenza, el metro llegó y, en la algarabía, me sentí más recogida. Por suerte, estábamos esperando de las primeras y pudimos encontrar un par de asientos libres. En un instante, no vi más que piernas, faldas y americanas. Noté que una anciana frente a mí se quedó observando mis ballerinas. Al ver que la estaba mirando, torció su media sonrisa y cerró los ojos. Decidí seguir su ejemplo e hice lo mismo. Recuerda: ante el silencio, mejor la oscuridad.

La Academia siempre me pareció un lugar mágico hasta que pasó a formar parte de mi realidad. Conforme avanzábamos por los pasillos, iba saludando de manera recatada a ciertos conocidos, siendo mi madre, por su parte, quien llevaba la cabeza más altiva. Aun así, no pudo evitar distraerse, por momentos, con los extravagantes ornamentos de los que era poseedora la Golden Royal Hall Academy.

—Un nombre pretencioso —anunció en la entrada. Me encogí de hombros.

Que yo recuerde, esta es la primera vez que mi madre se encontraba aquí. Cuando tuve que venir por primera vez en mi vida para hacer las pruebas de selección, viajé sola en metro. Aterrada. Confundida. Recuerdo que, a la vuelta, me robaron mis ballerinas nuevas, las de media punta. Por aquel entonces, creo que mi padre seguía en casa. Tenía un miedo atroz de todo aquello que pudiese decirme o hacerme por aquel infortunio, así que corrí a esconderme en mi habitación. Ese día no cené, por miedo a tener que entablar conversación con ninguno de los dos.

Por la noche, antes de acostarme, mi madre entró en mi dormitorio. Estaba llorando.

—He pasado las pruebas... —sollocé. Mamá me puso una mano en el hombro.

—¿Y por qué lloras, mi niña?

Entonces le conté lo de las ballerinas: que me las habían robado. Omití lo que sentía respecto a papá. Ella, sin decir, nada, abandonó mi habitación. Desde el dormitorio todavía pude oírla rebuscando en el fondo de su armario, entre cajas y cajas de fotos antiguas; de recuerdos en sepia tintados con los garabatos de un demente. Al rato, volvió en silencio y se sentó en la cama junto a mí; tal y como lo hizo Carlos esta mañana.

—Mira.

Levanté la cabeza de la almohada y las vi: sus ballerinas. Las antiguas ballerinas de mi mamá.

Conforme llegábamos al hall principal, agaché la cabeza. Adelante, siempre adelante. Desde entonces, y por muchos años más, siempre hacía mis audiciones con las viejas ballerinas de mi mamá.

Llegamos al hall en plena sesión.

Aquella semana estaba dedicada a las evaluaciones preclasificatorias. Erika, una de las más veteranas estudiantes de la Academia (y la única capaz de utilizar zapatillas en punta) parecía querer ser la creadora de una escena rompedora y vanguardista ideada para el segundo acto de La Bohéme. Me senté a esperar con mi madre en una de las apartadas sillas del salón. Quise pensar que hubo un momento en que ninguna de las dos criticó a mi compañera, pero no pondría la mano en el fuego por ello. Apenas gocé de la simpleza de la naturalidad, tan sólo impresionada por su técnica. Erika mostraba, pero no transmitía. Sería una excelente maestra cuando se retirase.

Cuando acabó, me levanté de la silla y me giré para ver a mamá. Me sonrió. Simple. Casta. Me acerqué frente a Amaïa y la saludé con una despreocupada reverencia. Como simple respuesta, asintió y puso en marcha el reproductor de DVD. Amaïa sabía de sobra qué pieza bailaría; todas debimos entregarle por escrito nuestra elección y el porqué de la misma: El Lago de los Cisnes; un clásico.

Tomé el alma de Odette y lo hice mía.

Conforme la sintonía avanzaba, me di cuenta de que con ella aumentaba la precisión de mis pasos. Puede que fuera debido, en parte, a que los nervios tienden a desaparecer; y conforme pasa el tiempo te percatas de que lo único que puedes hacer es seguir bailando. Libre, como las palomas. El cuerpo era ágil y elástico, tanto que a veces podía uno hasta asustarse al alcanzar la perfección de ciertas técnicas. Siempre hay un momento en que me veo forzada a cerrar los ojos y dejar que la melodía se apiade de mí y me conduzca, inexorablemente, hacia el culmen de su partitura.

Mi expresión mejoró con el paso de los años; Amaïa lo sabía. Había compañeras que se encontraban sentadas por el suelo del salón, observando, criticando; como antes lo hiciéramos mamá y yo. Pero no importaba: Apenas sentía sus miradas clavadas en mí. Dardos envenenados. Si acaso, su envidia alimentaba mi energía. Porque era pura energía. Era Carlos: una fuerza de la naturaleza. Y luego era la simpatía de Clara. Después, la constancia de Rochelle. Su ternura. Era todo eso por separado y a la vez. Era capaz de hacer lo que Erika no, y al mismo tiempo, no estaba a su altura.

Éxtasis; un salto hacia las nubes.

La melodía se apagó como el llanto de una vela y, antes de darme cuenta, me incliné en otra reverencia frente a Amaïa antes de dirigirme de nuevo hacia mi madre. No pude.

—¡Espera!

Alguna compañera me siguió con la mirada. No mamá. Volví al lado de mi maestra, con el corazón galopando en mi pecho. Ejecutabas la pieza, te despedías y dejabas que fuesen otros quienes tomasen la decisión más importante de tu vida. ¿Qué hice mal? No se anduvo con miramientos.

—¿Por qué escogiste El Lago de los Cisnes?

Sólo era una pregunta. Casi me hincho a reír, del alivio, en mitad del salón; rodeada por los dedos acusadores de todas mis competidoras. Sólo era una pregunta.

—Le escribí por qué en la hoja de admisiones, al lado de mi elección, tal y como dictan las normas.

—¿Y esperas que me crea esa patraña?

Amaïa tendió la solicitud ante mi cara. El Lago de los Cisnes. Y, abajo, un par de párrafos en los que explayaba con multitud de tecnicismos y argumentos impersonales por qué dicha obra era idónea para mi técnica, dotes y complexión física. No supe qué responderle; ¿qué había de malo en lo que escribí? Amaïa, ante mi silencio, me atravesó con la mirada.

—Esta no eres tú. Te he visto bailar, y no te expresas así. No puedo permitir que mis alumnas finjan en el escenario, y mucho menos me mientan a mí, aunque sea en una simple pregunta de control como esta. Te lo preguntaré una última vez: ¿Por qué escogiste El Lago de los Cisnes?

Ahora quería llorar. Miré al suelo. Luego a ella; los ojos brillantes, humedecidos. Miré a mi madre. Miré a mis compañeras. Miré dentro de mí. Y lo supe. Ahí estaba la respuesta. Miré a Amaïa, sonriendo.

—Porque quería volar.

Con otro Marlboro en la boca, levantó la cabeza del periódico y ojeó a mi profesora antes de decirme:

—Yo a tu edad ya dominaba el fouetté en tournant a la perfección.

«Y mira cómo has acabado» quise espetarle. Me callé. Escupió sin pudor lo poco que quedaba de su cigarrillo al suelo y me agarró nuevamente de la muñeca para dirigirnos, atadas, a la salida; como si ella misma se creyese la melodía a la que seguir sus pasos. Odile, mi cisne negro. La colilla, aplastada, aún era capaz de desprender su esencia.

Antes de salir del hall principal, creí escuchar a Amaïa deseándome felicidades, pero no estaba segura.

Mamá reservaba en el fondo de su armario una botella de champagne para celebrar las ocasiones especiales. No quiso compartirla. La dejé hacer con una copa en la mano, bajo la vacilante luz frigorífica de la cocina, bebiendo sus penas hasta el amanecer mientras se perdía entre sus amargos recuerdos de adolescencia y sus infinitos problemas de mujer.

Mañana tendría trabajo que hacer.

Me encerré en mi habitación y saqué del cajón de la mesilla el pastelito que había estado guardando, el del color de las rosas. Aquella mañana, en la panadería, Clara conocía qué día era; la fecha tan especial que se repite año tras año, y me obsequió con ella una remilgada delicia que escondí a ojos de mamá. Quizá debiera haberla compartido con Carlos. Ahora, tendría que pasar otro año más sola.

Cojo el pastelillo, lo pruebo... ¡Qué maravilla! ¡Mis mejillas tintadas del color de la primavera! Creo sentir el impulso que hace que Clara sea como es. Creo sentir, además, el amor que puso al elaborar este pastelillo; porque, ahora lo sé, estaba hecho sólo para mí. Era un jardín, floreciente. Era un regusto taciturno en la boca, con las espinas que guardan el secreto de su belleza. Era mío. Se acabó.

Ahora, la simple velita del año pasado también se encontraba sola. Y, como siempre que hacía cuando me sentía así, saqué de entre los bolsillos de mi vestido una escueta nota. Me desvestí. Papá era poeta; escritor de salmos. Recuerdo su mirada en mi cuerpo desnudo de pequeña, pero no a él. Ya no. Entre susurros leí su poema:


¡Celebrémoslo con champaña!
Mi amor; tu gran hazaña.
El instante memorable en que
todo es nada, algo tiene sentido y,
a veces, parece haberlo perdido.

¡Cosas de la vida!
Creímos vencer al mundo, atesorarlo
entre nuestros brazos cansados,
pero no fue suficiente para
mi hija. ¡Mi hija!

¿Compartimos el camino?
En esta estela vacía
en que todos nos perdimos.
Sellado el paso del tiempo
que condujo nuestro sino.

Algunas de las letras ya estaban borrosas por el tiempo y el tacto de mis manos sobre el papel cuando, inconscientemente, sentía que él me hablaba a través de las hojas e, ilusa de mí, pensaba que podría acariciar su piel, o darle la mano una vez más. Lo guardé donde estaba desde un principio. Regresé a la cocina; mamá dormida. Cedí a la tentación de dejar, a sus pies, sus ballerinas. ¿Quién sabe? Tal vez, nunca quise aceptar que eran mías. Quizá no tuve ocasión de sentirla en mí.

Dos bailarinas de mundos distintos que convergen en una vorágine de sueños rotos.

Mi día, su regalo. Eran las doce en punto cuando abrí la ventana de mi habitación. Afuera, podía flotar como los pájaros; como las palomas, entre la brisa nocturna. La tinta de mi padre se corrió como el rímel en los ojos de su mujer, y su fruto voló lejos, libre al fin. No quise volver la mirada. Notas vacías. Con un paso adelante, y la vista al frente, siempre al frente. Descalza; ese viento helado... Al pisar el suelo, proferí un canto de guerra a la libertad.

Feliz cumpleaños, Héloïse.

ؖ Héloïse, what has become of us? ؖ

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