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CAPÍTULO DOS

Durante el camino en el tren, la mujer de veintiocho años tiene su pulso irregular, ha tomado pastillas para dormir, pero en algún punto son dañinas para su salud y optó por no ingerirlas más. La decisión de ir lo más pronto posible a su antiguo pueblo fue apresurada, aún así, cree que fue lo mejor por la situación en que se encuentra, hizo una maleta con lo necesario, tomó dinero y partió en busca de un boleto a primera hora. Su hermano mayor la llamó, dijo que el funeral sería en la noche de ese mismo día en que ella llega. Se escuchaba igual de desganado que los otros dos, los tres eran dependientes de su madre, era una mujer atenta en todo sentido, siempre llamaba y se preocupaba por sus hijos aunque fueran ya mayores, también con sus nietos, a quienes mimaba mucho.

Hae-in se aguanta de llorar al bajar del tren, con su equipaje en mano. En la estación encuentra a sus dos hermanos varones, los mayores, los gemelos.

—Hola...—saluda, sus comisuras tiemblan en una sonrisa forzada.

Hae Yoon no lo piensa mucho y la abraza, era una acción repentina, pero que ambos necesitaban. Eumko frunció su ceño y labios, parecía retener lo que era su llanto, había pasado la noche anterior llorando junto a su esposa e hijos, no sabían qué hacer, nadie en la familia sabía, era un momento duro que con el tiempo sabrían cómo aliviar.

Sus hermanos se separaron, las personas a su alrededor los observaban.

—¿Cómo está papá?

—Se encuentra trabajando, parece ser la única forma en que no piensa en lo sucedido. Él estaba con ella cuando... pasó eso. —respondió Eumko, cargando la maleta roja de su hermana menor, caminaron al exterior donde dejó la camioneta de cargas, era su deber exportar las frutillas a los negocios donde las vendían.

Hae-in suspiró viendo a la ventana, el camino se volvía tedioso mientras más se acercaban. El humilde pueblo donde creció la llena de un extraño sentimiento de amargura, y al mismo tiempo, de calidez. Pasaron siete años desde la última vez que estuvo allí, algunas cosas cambiaron, la casa de la Señora Choi -una anciana amargada que nunca tuvo hijos o esposo- fue demolida, y en esta insertaron una clínica para mascotas. Las calles fueron arregladas, el vehículo ya no saltaba en el camino, era agradable ver el cambio.

Y, oh, cierto. La granja de los Min, a una distancia prudente de la carretera, seguía viéndose bien desde lejos, aunque se veía de un nuevo color blanco, renovado. Las vacas, los cerdos y las gallinas se multiplicaron, eran más que antes. Solía alimentarlas de pequeña cuando jugaba con él, reían cada vez que ella se caía sobre el césped y manchaba sus vestidos con el lodo del lugar, o esa vez que se cayó de un caballo intentando montarlo con su ayuda. Crecieron uno al lado del otro, vivieron muchas cosas, rieron muchas veces, lloraron incontables decenas de días, y al final, se convirtieron en recuerdos dolorosos. La última noche, cuando la fue a buscar a su habitación tratando de convencerla, él rogó de rodillas, prometió ir a buscarla.

Nunca lo hizo, y Hae-in no sabe qué fue de él. No volvió a preguntarle a sus padres sobre su amable ex novio y mejor amigo que tenía, ellos tampoco dieron datos, todo quedó en un nada, fue el eterno amor de verano que sufrieron juntos. Un amor de tres largos veranos.

Muerde su labio, sus ojos arden. No está segura de porqué, si es que la casa demolida de la amargada Señora Choi le causa lástima, o es que el recuerdo de Min YoonGi llegando a su mente la vuelve un manojo de nervios.

Lo que sea, es horrible.

Del bolsillo de su abrigo beige saca una cajilla de cigarrillos. Debe relajarse.

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