9
—¡Por Artemisa qué me las vas a pagar!
Helena estaba fuera de sí. Tanto que ninguno de sus compañeros sabía cómo detenerla. Tras atravesar las puertas, se encontraban en una extraña llanura dentro de las profundidades de la que no se veía el techo. Era como si, de repente, hubiesen salido a la superficie. Aunque sabían que eso no era posible. Mientras avanzaban con paso rápido, Helena disparaba flechas sin parar a Hilo, que intentaba esconderse con agilidad en todos los recovecos que encontraba.
—¡Detente de una vez! —gritó Hilo, teniendo que esquivar a continuación una flecha que estuvo a punto de impactar en su frente—. ¡No había visto que la frase continuaba! ¡Estaba en otro renglón!
—¡Mientes cómo un bellaco!
Agria y Orfeo, cansados tras varios intentos de parar a la rubia, caminaban disimuladamente por los caminos pedregosos que se iban encontrando atentos a lo que pudiese sorprenderles, ya que no podían contar, en ese momento, con los otros dos héroes.
—Helena, ¿por qué no lo dejas en paz? —comenzó a decir Orfeo, desesperado—. Está diciendo la verdad, su baja capacidad mental no le da para maquinar algo tan enrevesado y hacerte confesar... ¡Ay!
Una pequeña piedra golpeó la cabeza del músico, lanzada por Hilo. Antes de que pudiese continuar con su ataque, una flecha dorada se clavó en uno de sus hombros, haciendo que un grito escapase de sus labios y cayese al suelo desde una altura considerable.
Helena, al verlo tendido, corrió hacia donde se encontraba y, poniéndole la pierna ortopédica en el pecho para que no se levantase, apuntó con su arco entre los ojos del rubio, que permaneció inmóvil.
—Di la verdad y te perdonaré la vida —murmuró entre dientes.
—No te atreverás.
La expresión en el rostro de Helena cambió y se mostró más sosegada. Hilo sonrió, sabiendo que por mucho que su compañera le amenazase no acabaría con su vida y menos en medio de una misión. Su honor de heroína no le dejaría vivir con ello. Además, si hubiese querido matarle ya lo habría hecho, pues por algo era la mejor arquera de todo el Mediterráneo.
Cuando pensaba que todo iba a quedar en una pequeña trifulca y continuarían su camino, Helena apuntó con su arco a las partes nobles del rubio, haciendo que el miedo se instaurase en sus ojos.
—Tienes razón, no te mataré. Pero sí puedo dejarte sin descendencia para toda la eternidad.
—¡Vale! —gritó Hilo con desesperación—. Lo hice adrede, pero solo porque quería que te sincerases conmigo, Helena. ¡Necesitaba una respuesta!
Se quedaron en silencio mientras Agria y Orfeo se acercaban a contemplar la escena, más tranquilos sabiendo que no tendrían que intervenir para evitar la muerte del héroe. Helena lo miraba fijamente, sopesando sus opciones. Tras unos angustiosos segundos, bajó el arco, sonriendo.
—Me consuela un poco saber que te has sentido igual que yo cuando me dejaste sin explicación.
Continuó su camino habiendo liberado algo de la carga que llevaba a cuestas desde hacía muchos años. La herida aún no se había curado, pero ayudaba. Y sabía que nunca lo haría, pues su pierna ortopédica era el constante recordatorio de todo el dolor físico y mental que le había ocasionado.
—Bueno, no parece que hayáis solucionado nada, pero al menos podemos continuar sin tener que estar vigilando que no os arranquéis la cabeza —dijo Agria mientras seguía a la rubia.
Orfeo tendió la mano a Hilo para ayudarle a levantarse, pero este la desechó de un golpe haciendo que el músico se encogiese de hombros y siguiese a sus dos compañeras. Se incorporó intentando conservar su dignidad, aunque nadie le estaba mirando. Con fuerza y apretando los dientes, tiró de la flecha que aún seguía clavada en su hombro, tragándose un grito de dolor que amenazaba con brotar de sus labios. Tras tirarla al suelo con rabia, cogió su espada y comenzó a andar rápido, colocándose a la cabeza del grupo y haciendo que Helena volviese a su posición original, la retaguardia.
No se encontraban cómodos en tan inhóspito paraje. Los recovecos que había entre las pequeñas elevaciones de piedras oscuras hacían muy complicado controlar las posibles emboscadas. El olor a azufre era cada vez más insoportable y Agria estaba empezando a agobiarse al pasar tanto tiempo bajo tierra. Estaba acostumbrada a los espacios al aire libre y la brisa de las montañas malagueñas, por lo que el Inframundo era el último lugar de la tierra dónde le gustaría estar. Intentando evadirse un poco de la angustia que la atenazaba, se acercó a Hilo y le obligó a detenerse para curar su herida del hombro.
Mientras esperaba a que la hechicera hiciese su trabajo, Helena comenzó a escalar un pequeño montículo para tener una mejor perspectiva del lugar dónde se encontraban. Cuando llegó a la cima comenzó a mirar alrededor y vio como el páramo se extendía en todas direcciones, al menos lo que su vista alcanzaba.
—¿Cómo sabemos cuál es la dirección correcta? —preguntó mientras bajaba, deslizándose con una agilidad sorprendente para una persona de su tamaño.
—Déjate llevar, rubia —respondió Orfeo—. Conozco este lugar como la palma de mi mano.
—Menos la puerta —puntualizó Agria mientras cubría con un mejunje de aspecto desagradable la herida de Hilo—. Y que tu exnovia iba a darnos la bienvenida.
—Es verdad, pero os aseguro que sé cual es el camino correcto a los aposentos de Hades. He tenido que ir allí más veces de las que me gustaría.
Una expresión melancólica se instauró en el rostro de Orfeo. Nuestro músico era el primer nombre que se ponía sobre la mesa cuando algún dios o rey necesitaba que un grupo de héroes hiciese una expedición al Inframundo. Su talento con la lira y otros instrumentos que dominaban a múltiples fieras era necesario para salir con vida. Además que, al haber nacido en las profundidades, conocía todos los recovecos y atajos para llegar a las distintas localizaciones. De algo le había servido pasar su infancia tratando de ayudar a Sísifo a empujar su roca o huyendo de Tántalo, que intentaba usarlo para calmar su hambre eterna. Eurídice, su madre, siempre animó a su hijo a explorar todo lo que les rodeaba mientras que su padre, Orfeo, intentaba mantenerlo cerca y a salvo enseñándole todo lo que sabía sobre el arte de la música. Hades, entre ellos dos, lo llevaba por un camino del que nuestro héroe se quería alejar.
Esta atención que depositaban en él le hacía sentirse bastante útil, sobre todo cuando las misiones implicaban salvar a bellas ninfas o recuperar grandes tesoros, pero estaba un poco cansado de que la mayoría de las personas que conocía le utilizasen solo para ello y el resto del tiempo lo pasaba entre humanos. No le desagradaba, pues había descubierto que los mortales tenían una forma de disfrutar la vida que ellos nunca podrían comprender. Aunque, a veces, se sentía bastante solo.
—Prosigamos, entonces —dijo Hilo mientras se levantaba, intentando contener las lágrimas que le provocaban el dolor que sentía en el hombro.
Reanudaron su camino, manteniéndose atentos a cualquier amenaza que pudiese surgir. La tensión que habían pasado hacía unos momentos parecía haber disminuido. No por nada eran conocidos como cuatro de los mejores héroes del antiguo imperio. Sabían comportarse como profesionales. Al menos, todo el rato que les era posible contenerse.
Helena se adelantó un poco para subirse a otro de los montículos, revisando los alrededores. Empezó a notar que las piedras que iba pisando tenían una presión extraña, como si fuesen más blandas de lo normal. Se puso en alerta y, con rapidez, volvió al suelo justo en el momento en el que la montaña pareció derrumbarse.
—¡Chicos!
Su grito alertó a sus compañeros que avanzaron hasta donde se encontraba Helena, poniéndose en guardia. Los cuatro miraron como las piedras iban cayendo y una criatura de más de diez metros de altura resurgió ante ellos. Un rugido acompañó a sus brazos mientras se estiraba y una cicatriz enorme surcaba lo que, en otros tiempos, parecía haber albergado su ojo.
—¿No será otro de tus ex, verdad?
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