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En algún lugar del centro, Málaga. 20 de diciembre de 2022.

Porque aunque pasen los años tu siempre serás la Bombonera. Por tus colores yo muero y te sigo, Málaga, donde quiera...

—¿Quieres callarte de una vez, por favor? —masculló Hilo a la vez que su mano se dirigía a la nuca desprotegida de Orfeo que llevaba cantando esa canción desde que abandonaron el restaurante.

—¡Auch! Cucha, te estás pasando. La próxima vez puede que te la devuelva.

El rubio se paró en seco encarando a su compañero que retrocedió intentando mantener la dignidad, pero sabiendo que en cualquier momento podría viajar al Hades con billete de vuelta y no le apetecía hacer dos visitas el mismo día al sitio que le vio nacer.

Orfeo era el único de nuestros aguerridos héroes que era inmoral en el sentido estricto de la palabra, como ya pudisteis comprobar. Los demás solo lo eran para burlar el paso del tiempo. Si morían durante una batalla, pelea o ahogados a las tres de la tarde en la playa de Benalmádena, no podrían salir del Inframundo. Aún así, su sistema inmune no era igual que el del resto de los mortales y evitaban infecciones, enfermedades y, entre otras cosas, los estragos de la resaca.

—Déjalo en paz, Hilo. No hace falta que demuestres constantemente que eres el que más testosterona tiene del grupo —replicó Agria mientras se colocaba a la cabeza junto a Helena, que dejó escapar una sonrisa de satisfacción.

Tras un pequeño amago cuando las mujeres no miraban, el rubio achantó al pobre Orfeo y continuó su camino. A pesar de ser invierno, en las calles asfaltadas se podía sentir el bochornoso calor que el clima tropical imprimía a todas las épocas del año. En Málaga no había estaciones y la temperatura era, casi siempre, calurosa. La humedad se pegaba en la piel creando un aroma dulzón que era inevitable odiar cuando entrabas en una aglomeración. Y, en el centro de la capital, eso era lo más normal.

Agria se quedó parada con una expresión dura en el rostro. Eso hizo que los demás siguiesen su ejemplo y acabasen en la esquina de la avenida, esperando. Los poderes de la hechicera eran espectaculares y entre ellos se incluía una intuición desarrollaba con el que detectaba casi cualquier peligro. Sin pensarlo, Helena llevó las manos hacia la pequeña riñonera que acompañaba su vestimenta donde estaban los dardos con punta de acero que más de una vez le habían sacado de un aprieto. Además de hacerle ganar varios campeonatos.

—Un momento —comenzó a decir Agria con un tono de voz serio— ¿dónde vamos?

Respirando con resignación y relajando los músculos, Hilo tiró la gran bolsa que portaba al suelo. En ella estaban todas las armas que Agamenón les había dado para llevar a cabo su misión. Era más pequeña de lo que se cabría imaginar, pero la magia del dios Hermes, quien la había creado, hacía que en ella se pudiesen guardar un sinfín de cosas sin problema. Llevaban la espada de Hilo y su escudo, el arpa de Orfeo, los instrumentos de Agria y el arco y flechas de Helena, además de otras cosas como sus armaduras. Nuestra protagonista se enfureció al saber que su tío había estado rebuscando entre sus cosas, pero la magia de Agria logró contenerla antes de que le cortara el cuello y decidió cobrarse su venganza cuando terminaran la absurda misión.

Porque sí, pensaba que la misión era absurda. Llevaba diez años tranquila, disfrutando de la vida mundana, y ahora tendría que bajar al Inframundo a recuperar el espeto dorado que el celoso de Hades había robado a su tío.

Niños mimados, eso eran todos ellos.

Miró hacia el cielo mientras limpiaba las gotas de sudor que caían por su frente. A pesar de estar recién duchada, sentía como la ropa se le pegaba al cuerpo por culpa de la humedad del ambiente. Cuando iba a preguntar si podían ponerse a la sombra mientras pensaban dónde ir, vio que Orfeo tenía una traviesa sonrisa en el rostro. Todos parecieron darse cuenta y lo miraban expectantes.

—¡Suéltalo ya! —gritó Helena dándose cuenta de que el músico estaba regodeándose del desconocimiento de los demás.

—¡Vale! No hace falta gritar, cohones. —Se colocó encima de las escaleras de un portal cercano para darle dramatismo a su anuncio—. Tenemos que ir al inframundo, ¿verdad? —Todos asintieron—. Bien, ¿no habéis pensado qué yo sabría llegar al lugar dónde viven mis padres?

Helena abrió los ojos, sintiéndose un poco estúpida por no haberse dado cuenta, a la vez que Agria se daba una palmada en la frente con la misma expresión. Hilo permaneció impasible con una pose estoica que tantas veces había sido representada por su padre en los grabados antiguos. Orfeo continuaba en el mismo lugar con esa sonrisa de suficiencia dibujada en el rostro y durante unos segundos nadie se movió.

—¿Vas a llevarnos o tengo que sacarte la información a puñetazos? —preguntó Hilo mientras se acercaba a él haciendo que la piel del músico se tornase más blanca de lo normal.

—Seguidme, no está lejos —respondió mientras lo sorteaba sin quitarle la vista de encima.

Continuaron su camino con Orfeo al frente. Por más que Agria le preguntaba no soltaba una palabra sobre hacia dónde se dirigían. Helena decidió no amenazarle y, simplemente, dejarse llevar, pues sabía que lo único que su compañero quería era atención. Las grandes avenidas se desplegaban ante ellos mientras nuestra heroína se intentaba centrar en la misión, pues estaba claro que su cabeza estaba en otra parte o que después de tanto tiempo no estaba en forma. Si no, se hubiese dado cuenta desde el primer momento de que Orfeo sabría dónde estaban las entradas al inframundo. Sería un fastidio para él tener que morir cada vez que tuviese que ir a casa a darse una ducha o descansar. El abundante tráfico no ayudaban a mejorar su concentración y empeoraba el calor que ya sufría.

—Helena, ¿podemos hablar?

Esa voz que usaba Hilo cuando quería conseguir algo y los recuerdos que esta le traía le hicieron, por un momento, enfurecer. Aceleró el paso sorteando a unos sorprendidos Agria y Orfeo, pero su pésima forma física y la duda sobre hacia dónde dirigirse hicieron que el rubio le alcanzase enseguida poniendo la mano con fuerza en uno de sus hombros.

—Quita ahora mismo tus dedos de ahí o te los arrancaré a mordiscos.

—Es verdad. La he visto hacerlo antes —dijo Agria mientras pasaba de largo tomando a Orfeo del brazo, que parecía querer quedarse a escuchar la conversación.

Hilo retiró su mano, con el rostro serio, y Helena comenzó a andar de nuevo aunque esta vez más despacio. Creía que su amenaza había surtido efecto, pero no fue así pues el héroe continuó hablando como si nada.

—Quería pedirte disculpas de nuevo por lo que pasó. No lo hice a propósito y creo que dejarlo claro es lo mejor para la misión. Sé que estás enfadada, llevamos demasiados años sin hablarnos, pero no deberíamos haber perdido nuestra buena relación por un pequeño error en una pelea y...

—Escúchame, maldito idiota —cortó Helena mientras paraba en seco haciendo que Hilo se asustase por un momento—. Nuestra relación estaba jodida desde mucho antes de que me cortases la pierna por culpa de tu falta de coordinación. Dejé de hablar contigo cuando decidiste que ya no te satisfacía ni en la cama ni como compañera y aunque no puedo evitar que los dioses y reyes nos junten para misiones sí puedo ignorarte completamente.

—Eso no es verdad, Helena. No...

—¡No quiero escuchar excusas, Hilo! —gritó haciendo que las personas que les rodeaban mirasen con curiosidad a la chica enorme con una prótesis en la pierna que se encaraba con el rubio escultural—. Cuando acabe todo esto cada uno por su lado. Y no te preocupes, yo si que soy una profesional e intentaré no cortarte ninguna extremidad.

Continuó su camino tras estas palabras, sintiendo como la ira se apoderaba de su cuerpo y maldiciéndose por no haber roto la foto esa tarde. Aún le era complicado controlar esos ataques de rabia, pero tras muchas mudanzas por culpa de su temperamento había conseguido enfocarlos hacia otras actividades menos dañinas para los demás como los dardos, la cocina o imaginarse clavando agujas en los ojos al objeto de su mal humor.

Casi chocó con sus dos compañeros que se encontraban parados cerca de un cruce mirando la imponente construcción que decoraba el horizonte. No sabía en qué momento había pasado, pero de repente les rodeaban un montón de personas que cantaban enajenadas, vestidas de blanco y azul, cortando la carretera mientras el olor a cerveza inundaba el ambiente.

—No me lo puedo creer —murmuró Helena sin apartar la vista.

—¡Señoras, señores! —Orfeo se colocó delante de ellos levantando cómicamente los brazos—. Bienvenidos a las puertas del mismísimo infierno. ¡La Rosaleda!




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