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Calle Paraíso, Málaga. 22 de diciembre del 2022.
—Como se te ocurra tocar algo, estás muerto.
—Sabes que eso para mí no es una amenaza, ¿verdad?
Orfeo comenzó a toquetear uno de los tantos trofeos que Helena tenía colocados en la estantería de su salón justo en el momento en el que un dardo se clavó en su mano, haciendo que el muchacho soltase un grito que fue más de sorpresa que de dolor.
—¡Joder! ¿Por qué llevas siempre cosas de esas encima? —exclamó mientras colocaba la pieza en su lugar.
Helena se encogió de hombros, lanzándole una mirada de advertencia. Puede que Orfeo no tuviese que preocuparse por sus visitas al Inframundo, para él eran como volver a casa, pero podía infringirle tanto dolor como quisiera si se pasaba de listo. Lo dejó solo en el salón, esperando que no se le ocurriese rebuscar entre sus cosas. No es que tuviese nada que esconder, pero su solitaria vida le había convertido en una mujer recelosa de su intimidad.
Entró en su pequeño dormitorio donde casi no había espacio para su presencia. Solo tenía una cama, un armario y un escritorio que no había utilizado desde que se mudó, pero como no le molestaba tampoco necesitaba quitarlo. Pasaba muy poco tiempo en casa, entre el trabajo, los dardos y sus paseos por la playa.
Abrió el armario y cogió lo primero que pilló sin mirarlo, pues sabía que iba a ser cómodo al igual que toda la ropa que tenía y que se encontraba tirada por el suelo de la habitación. Solo hacía la colada una vez por semana y ya habían pasado cinco días desde la última. De todas maneras, tendría que ponerse su armadura más pronto que tarde ese día asi que no le importaba mucho lo que llevase.
Dejándolo encima de la cama, entró en el cuarto de baño para darse una ducha. Con cuidado de no golpearse con los muebles, se sentó en un taburete que tenía dentro de la ducha para poder quitarse la prótesis. Acarició con cuidado la cicatriz, sintiendo sus dedos en cada relieve que tenía en la piel y notando como el vacío que había dejado su miembro parecía ocupar espacio de forma fantasmal.
—¿Puedo poner algo de música?
—¡No! —respondió Helena volviendo de sus cavilaciones.
—Qué saboría eres, muchacha.
Encendió la ducha y notó como el agua fría refrescaba su piel. Su tío había insistido en que no había tiempo y deberían comenzar la búsqueda en ese mismo instante, pero Helena se negó a ir a ningún sitio sin antes ducharse para quitarse el olor a sudor que estaba empezando a molestarle hasta a ella misma. Además, sintió como una pequeña victoria el llevarle la contraria al rey y enfadar a Hilo a la misma vez.
El rubio había acompañado a Agria que necesitaba ir a recoger algunas pociones para el viaje. La hechicera insistió en que eran necesarios para que su labor pudiese ser realizada, pero Helena sabía que en el fondo le estaba tendiendo un puente para que no acabase peleándose con los demás por su cabezonería. Se lo hubiese agradecido si no llega a ser porque tenía muchas ganas de clavar tenedores en las manos de casi todos los presentes y solo necesitaba un motivo para hacerlo y así no parecer una loca desquiciada.
Aprovechó para lavarse el pelo, escuchando de fondo unos acordes de flamenco. Pareció que Orfeo, ignorando su advertencia, había encendido su vieja minicadena y sintonizado algún canal de radio en el que ponían la música que le gustaba. Estaba comenzando a pensar que al muchacho le gustaba que le golpeasen, lo que hizo que se estremeciera. Podía haberlo dejado en el portal y que no subiese a su piso, pero temía que llamase demasiado la atención con sus trucos de trilero y formase una escena con sus vecinos. A Helena le gustaba el barrio, era tranquilo y la gente no se metía en su vida, por lo que echarlo a perder no era una opción.
Sentada en su banqueta, terminó de ducharse y se colocó la prótesis de nuevo. Estaba revitalizada con la ducha, aunque no tenía ganas de empezar la aventura. Maldijo, mientras se secaba, el acuerdo tácito que obligaba a todos los héroes a servir a los reyes y Dioses. Era una tradición demasiado arcaica y a pesar de que su personalidad le libraba de ser la primera opción en muchas cruzadas estaba segura de que su tío estaba disfrutando de lo lindo obligándola a recuperar el maldito espeto dorado.
Pensó en la pedantería de los Dioses y sus estúpidas batallas a la vez que se vestía. El rey Agamenón estaba deseando regalarle la reliquia a Poseidón, al que se la había prometido, por ser un símbolo muy importante de esa parte del Mediterraneo y Hades había decidido robarla unos días antes de la visita. Era algo simbólico, una lucha de poderes, en la que los héroes siempre se veían implicados. Helena creía que eran idioteces de niños malcriados y no iba muy desencaminada.
La rubia entró al salón, preparada para echarle la bronca a su acompañante, cuando lo vió inclinado sobre un armario que había abierto sin permiso. Sabiendo lo que ahí se encontraba, la furia comenzó a subirle desde el estómago hasta sus pálidas mejillas, que se colorearon de rojo en un instante. Orfeo se dio cuenta de su presencia y, lanzándole una sonrisa, le enseñó la foto que tenía entre las manos.
—Oye, sales muy bien. Pareces hasta normal cuando sonríes.
Debido al reducido tamaño de la habitación, Helena no tuvo que hacer mucho esfuerzo para lanzar una patada con todas sus fuerzas que dio de lleno en la boca del estómago del músico. Este salió despedido hacia la ventana, rompiendo el cristal en añicos y cayendo hacia fuera del edificio desde una altura de cuatro pisos sin tener oportunidad ni de mediar palabra. Un grito de terror inundó el ambiente hasta que fue cortado por el ruido sordo que hizo su cuerpo cuando golpeó con el asfalto.
Helena, intentando volver a respirar con normalidad, cogió la fotografía y la colocó en su sitio, no sin antes echarle un vistazo y sintiéndose mal por seguir teniendo guardado ese recuerdo de la época en la que fue feliz junto a su único amor. Hilo y ella irradiaban cariño en la imagen, que fue tomada en uno de sus pocos momentos de paz mientras habían estado juntos. Se dijo a sí misma que era un recordatorio de que no podía volver a ser tan ingenua y de que el amor le hacía débil.
Ignorando los cristales rotos y apagando la música mientras pisaba las gafas de sol que se le habían caído a Orfeo, salió de su casa de forma apresurada. Quería acabar con todo esto cuanto antes y volver a su vida normal.
En el portal la luz del sol le golpeó con fuerza, haciéndole entrecerrar los ojos y comenzó a mirar alrededor, esperando no perder más tiempo y pensando en que tendría que llamar a un cristalero para arreglar el estropicio que el músico había creado en su piso.
—No tiene ninguna gracia, Helena. —Orfeo apareció entre unos arbustos mientras chasqueaba sus articulaciones intentando colocar todos sus huesos y se quitaba hojas de la ropa—. Duele un montón volver de entre los muertos.
—La próxima vez podrías quedarte allí —respondió la rubia secamente mientras comenzaba a caminar—. Es más, como le cuentes a alguien lo que has visto, te clavaré una flecha en el corazón y estaré esperándote al lado de tu cuerpo para retorcerla cada vez que vuelvas y mandarte de vuelta al Inframundo.
—Mis labios están sellados —dijo Orfeo sintiendo que Helena era capaz de cumplir sus amenazas—. Por cierto, ¿has visto mis gafas?
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