10
Pocas cosas eran tan impresionantes de contemplar como un Cíclope y eso que nuestros héroes estaban acostumbrados a ver toda clase de criaturas. Pero estos seres tenían una presencia tan imponente que cualquier persona que estuviese a su alrededor no podía evitar sentir cómo, al menos, un escalofrío recorría su cuerpo. Además, su olor a pasto fresco y animales putrefactos provocaba querer quemarse las fosas nasales.
Otro rugido escapó de los labios del ciego Cíclope que seguramente habría notado la presencia de Helena y sus compañeros con el oído y el olfato, los cuales tenía agudizados desde que perdió su único ojo a manos de uno de los mayores héroes de la historia. Agria se había dado cuenta de esto en cuanto lo vio resurgir con su barba desaliñada, dientes descolocados y, por supuesto, la cicatriz en su ojo.
—Mierda. ¿Cómo ha sido capaz Hades de sacarlo de su isla para traerlo a este horrible lugar? —dijo con un tono de preocupación, asemejado más a la ternura que al miedo que debía sentir—. Cuando Poseidón se entere, lo del espeto dorado va a ser una tontería comparado con esto.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Hilo que ya se había colocado con la espada en posición de ataque, ignorando el dolor de su hombro que cada vez era más débil gracias a el tratamiento de la hechicera.
—Quiero decir que nos encontramos ante Polifemo.
Helena, que ya había llegado a esta conclusión antes de que Agria verbalizase sus pensamientos, se encontraba en uno de los montículos más altos que había encontrado. Estaba en una posición perfecta, con su arco tensado, para anticiparse a cualquier movimiento del Cíclope.
Todo el mundo, tanto seres inmortales como humanos, conocía la historia de Polifemo. Hijo de Poseidón y Toosa, una de las tantas ninfas que fueron perseguidas y acosadas por los insistentes dioses, su vida había sido tranquila y placentera hasta que tuvo la mala suerte de que desembarcase en su isla Odiseo que, en un intento de escapar de su terrible destino, acabó dejándolo ciego y humillado. Esto acabó provocando una de las mayores aventuras que se han narrado, provocada por el enfado de su padre al descubrir lo que le habían hecho.
Y, como ya os habréis dado cuenta, nuestra hechicera conocía bastante bien esta historia. Pues su ausente progenitor había sido el causante del eterno dolor del Cíclope.
—Huelo... a... nadie —bramó Polifemo haciendo que hasta la tierra se estremeciese.
—Perfecto, creo que deberíamos seguir en silencio y así conseguiremos rodearlo para continuar nuestro camino —murmuró Hilo.
Pero Agria se había quedado petrificada al escuchar estas palabras, pues ella mejor que nadie podía entender el significado. Polifemo se había dado cuenta de que se encontraba allí, notaba la presencia que tanto daño y humillación le había causado en el pasado. No podía dejar de pensar en que Hades sabía que esto sucedería y, al igual que con la Esfinge, lo había traído para hacer que su misión fuese lo más complicada posible.
Hilo y Orfeo, que debido al miedo llevaba callado más tiempo del habitual, habían comenzado a andar despacio intentando sortear a la enorme criatura, pero se detuvieron al ver que la hechicera no se había movido de su sitio. Intentaron hacerle señas en silencio, pero Polifemo se estaba inclinando, muy despacio, hacia ella. Helena seguía observando desde la distancia, atenta a cualquier movimiento brusco, e Hilo hizo el intento de acercarse, aunque Orfeo le detuvo para que no hiciese ningún movimiento que alertase de su posición exacta a la bestia.
—Nadie... está... aquí... —dijo Polifemo con el rostro pegado al de la hechicera, que seguía inmóvil.
—Lo siento tanto —comenzó a decir Agria con lágrimas en los ojos—. No puedo entender por qué mi padre te hizo tanto daño. Tú solo seguías tus instintos naturales y él se comportó con una crueldad desmesurada.
—Por Zeus, Agria. No le des explicaciones y aléjate de él —murmuró Hilo, intentando que el Cíclope no le escuchase.
—Perdóname —continuó la hechicera, ignorando las palabras de su compañero.
Acercó su mano hacia el rostro de Polifemo. Tenía una expresión de incredulidad, pues llevaba demasiado tiempo atrapado en el Hades extrañando su isla y sus pequeñas ovejas que estarían pasando hambre sin su presencia y el encontrarse en este extraño lugar, al que había sido enviado a la fuerza, con alguien que tenía el olor de la criatura que tanto daño le había hecho en el pasado le producía bastante confusión. Sobre todo porque, a pesar de su envergadura, osaba dirigirse a él en vez de intentar tratar de escapar al destino.
Cuando los dedos de Agria tocaron la comisura de los labios del Cíclope este se asustó porque no esperaba el contacto. Retrocedió y sus pasos hicieron temblar la tierra. Tomó conciencia de lo que estaba pasando y, enfurecido, avanzó hacia dónde se encontraba la hechicera, dispuesto a aplastarla.
Helena disparó su arco desde la distancia y su flecha se clavó en mitad del rostro del Cíclope, pero este solo sintió un ligero pinchazo que ignoró completamente. Hilo comenzó a trepar por las piernas de la enorme criatura con agilidad, aplicando tajos a diestro y siniestro por todo su cuerpo, haciendo que se detuviera durante un segundo y comenzase a gritar de dolor.
Pensando que había conseguido reducirle, su ego le hizo bajar la guardia, y Polifemo aprovechó para darle un manotazo como si de un molesto moscardón se tratase. El golpe lo envió lejos, cerca de donde se encontraba Orfeo, y se estrelló contra unas rocas quedando desorientado.
El cíclope continuó avanzando hacia la persona que había sido la causa de su mal humor y que, en su desvarío, creía culpable de su estancia en el Inframundo. La hechicera permanecía sin moverse, esperando la embestida.
—¡Por la Virgen de la Victoria, corre! —gritó Orfeo, sintiéndose inútil ante tal amenaza.
Pero no le hizo caso. Justo cuando el monstruo estaba a punto de aplastarla, levantó una de sus manos y los ojos de la hechicera se volvieron completamente blancos. El pie de Polifemo se quedó en el aire, inmóvil a pesar de los intentos de este por bajarlo. Un rugido de desesperación surgió de sus labios ante la impotencia.
Agria, serena, levantó su otra mano y haciendo un movimiento hacia la derecha mandó al Cíclope en esa dirección, volando por los aires. El estruendo hizo temblar hasta las entrañas del Hades, haciendo que toda Gea se estremeciera. Un aura roja rodeaba a la hechicera, haciendo que su pelo se encrespase y su túnica ondease a alrededor de ella. Se acercó hacia dónde había caído Polifemo y, aprovechando que estaba desconcertado y casi inconsciente, acercó su mano a la frente de la criatura.
—Vas a dejarnos continuar hacia nuestro destino y esperarás aquí. Cuando acabemos la misión avisaremos a tu padre para que pueda liberarte. Antes de lo que esperas, volverás a tu isla con tus amigos y ovejas.
La voz de ultratumba con la que Agria pronunció estas palabras siguió resonando. Helena, que había llegado a dónde se encontraban sus compañeros, sintió un escalofrío al escucharlas. De repente, el Cíclope se levantó y se quedó sentado. Su cuerpo parecía más relajado, con las piernas cruzadas y una sonrisa dibujada en el rostro. La hechicera volvió a la normalidad y se dirigió hacia sus compañeros mientras se colocaba la túnica. Todos, excepto Helena que ya conocía los poderes de Agria, la miraban con sorpresa en el rostro.
—¿Qué? —preguntó con su tono de voz normal como si nada hubiese pasado—. ¿Os vais a quedar ahí pasmados o continuamos para encontrar el maldito espeto?
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