Capítulo único

El murmullo de la radio se escucha a lo lejos, al igual que la risa de sus compañeros, que se emocionan como simios en celo alrededor de unas cuantas muchachas que exhiben sus cuerpos perfectos en pequeños bikinis de colores vistosos, casi fluorescentes. En ese instante, allí en medio de un río helado que desciende de lo más alto de las sierras cordobesas, se siente distinto al resto, un tanto superior. No ha caído en las banalidades de la pubertad, ni ahora ni en el pasado. O eso quiere creer, hasta que recuerda a cierta persona, cierto muchacho que es su vecino desde que se mudó a Río Cuarto hace dos años. No hablan mucho, lo justo y necesario para encajar en la etiqueta de buenos vecinos. Al pedo llevarse mal cuando son unos pocos, aunque son muchos más que en su pueblito natal, Pujato.

Al principio no le prestaba mucha atención; era un muchachito medio escuálido y de baja estatura, y no es que ahora esté más alto, pero ya no anda tan flaco. Sus muslos están cada vez más duros, más firmes; se los puede ver a través de esos mini shorts que siempre trae después de entrenar. ¿Por qué tienen que ser tan cortos? Lo hacen sentir raro, le hacen sentir cosas raras, algo así como ganas de tocarlo... de casi saborearlo.

No, se dice, no podés pensar cosas así, es de putos y encima de pajero. Sin embargo, a pesar de lo que dice en su cabeza, en su corazón se instala un atisbo de envidia. Quiere salir del río y acercarse a su vecino y a otros dos pibes que también lo ponen raro, tal vez irles con cualquier chamuyo para hablarles de forma piola e informal. El partido del otro día habría sido una buena excusa, sacar un micrófono imaginario y preguntarles qué les pareció el partido entre Estudiantes de Río Cuarto y Sportivo Belgrano de San Francisco. Pero no se animó; se quedó observando a su vecino, que veía el partido sin demasiado interés o tal vez con algo de frustración. Le contaron sus compañeros del terciario que Pablo Aimar había sido un gran jugador de aquel pequeño club local, pero que una lesión en su rodilla lo dejó en el banco antes de su gran debut. En otro universo, en otra sucesión de hechos, tal vez habría sido un gran jugador de allí, o de algún otro equipo de interés nacional, e incluso internacional.

Qué injusta puede ser la vida, pensó en aquel momento. También pensó en lo desagradecido que había sido con sus padres; él había tenido todo para seguir una carrera deportiva, pero prefirió seguir con su comportamiento idiota hasta que su padre se cansó y lo sacó del club como castigo. Desde entonces se había calmado, pero tampoco tenía interés en volver a jugar. Ahora le interesaba el ciclismo de aventura, y los paisajes de Córdoba eran un sueño hecho realidad. Como el rostro perfecto de Pablo Aimar. No, otra vez pensando en cosas que no debía.

Salió del agua con el ceño fruncido y apretando los labios. Sus amigos no preguntaron; lo conocían por ser medio chinchudo, así que no tenía sentido preocuparse por sus cambios de humor. Lionel se acercó a ellos solo para buscar su toalla de playa, una bien grande de Boca, como debía ser. Luego se volvió a alejar para buscar un sitio cómodo donde recostarse. Pero, mientras se acomodaba sobre el pasto a orillas del río, su vecino apareció a unos cuantos metros con un helado de tres bochas en la mano. Se sentó sobre unas piedras también a orillas del agua, ofreciéndole a Lionel una visión perfecta de su perfil izquierdo, de su torso desnudo y de sus muslos brillantes, apenas cubiertos hasta la mitad por un traje de baño demasiado corto, como mucha de la ropa que solía llevar al salir de su casa para comprar en los comercios del barrio.

Unos treinta y cinco grados los abrazaban en aquel sábado de enero por la tarde, pero Lionel sentía que su cuerpo estaba a unos cuarenta. Sus ojos no se apartaban de cada gota de helado derretido que se deslizaba por la diestra delicada de su vecino. Mucho menos de aquellas que caían con gracia desde la punta de su mentón hasta su pecho pálido y lampiño. No obstante, ese enchastre no era lo más difícil de soportar; lo era aquella lengua descarada que se paseaba a lo largo del cucurucho para atrapar esas gotitas de chocolate que buscaban ensuciar alguna nueva parte de su cuerpo.

El sonido de un brusco chapuzón se ahogó en el silencio verde y azul de un verano en el oeste de la provincia de Córdoba. El vecino de Lionel se sobresaltó, pero pronto volvió su atención al helado que sostenía entre sus manos, uno de sus postres favoritos desde que era un niño aferrado a las faldas de su madre, la gringa que atendía la despensa de la esquina. Solo quedaba la tercera y última bocha, la de chocolate, que llevó hacia su boca. Con cuidado, la introdujo para arrastrar la superficie entre sus labios. No le gustaba morder el helado; para él, era algo que debía disfrutarse de forma lenta y pausada, sin importar que el calor del ambiente exigiera todo lo contrario.

Lionel, como un yacaré en los Esteros del Iberá, apenas asomó la mitad de su cabeza sobre la superficie del agua entre unas cuantas plantas acuáticas que flotaban cerca de la orilla opuesta, de donde había estado antes. Su toalla playera de Boca Juniors, que le había regalado su tío la Navidad pasada, había quedado abandonada allí mismo. Rogaba al inestable clima de Córdoba que no trajera alguna brisa del norte que la hiciera volar a quién sabe dónde. No la habría dejado tirada a su suerte si la urgencia no hubiera tocado a su puerta o, más específicamente, a sus pantalones.

Sonó la alarma y el compañero incansable entre sus piernas despertó irascible, gritando el nombre de su vecino que inocente seguía chupando ese helado, moviendo su lengua en intrépidas lamidas alrededor de la galleta frita de sabor acartonado, y metiendo en su boca ese miserable resto de helado que aguardaba en la punta del cucurucho por su funesto descenso. El pobre muchacho ignoraba los ojos depredadores que lo observaban a la distancia, los cuales lo comenzaron culpar del pecado latente en la zona inferior de su cuerpo. Simio desvergonzado, se dijo a sí mismo, critico a los pelotudos que llamo compañeros, pero acá estoy con el pájaro en mano queriendo tomar vuelo en el lugar menos indicado.  

Pablo, finalmente, terminó el bendito helado. Con una sonrisa, se levantó y se tiró al agua. Lionel, avergonzado, se alejó todavía más hasta salir por la otra orilla que apenas tenía espacio para sentarse, ya que colindaba directamente con el despeñadero. Así que fácilmente pudo ocultarse entre grandes rocas, frondosos arbustos serranos y uno que otro sauce llorón. Recargó su espalda sobre una de las piedras que lo rodeaban y, tras confirmar que no había nadie allí más que él y el protuberante bulto en su bermuda azul, se dispuso a relajarse. Luego, sus manos comenzaron a bajar su prenda inferior hasta dejar expuesta esa erección palpitante que no tardó en abrazar con su diestra para ofrecerle la triste atención que exigía desde hacía buen rato. 

Su mano subía lentamente desde la base hasta la punta de su pene, sentía asco de sí mismo, pero le tenía más miedo a las consecuencia de no atender una erección (según lo que le habían dicho su padre y su tío) que a sus compañeros lo encontrarán en aquella penosa situación. Quería detenerse, pensar en otra cosa y que su compañero volviera a dormir hasta llegar a casa y meterse en su cuarto. Sin embargo, su imaginación no estaba dotada de misericordia y su vecino comiendo aquel helado de hace un momento se proyectó justo en medio de su cabeza. Aunque esta vez podía ver su pene en lugar de aquel cucurucho de tres bochas, podía visualizar la lengua de Pablo recorriendo el largo de su erección, mientras que una de sus pequeñas manos se cerraba sobre su glande. 

Debió respirar hondo y morderse el labio inferior para no dejar escapar un pesado gemido que hubiera alertado a más de uno de que algo poco decente estaba pasando detrás de aquellos sauces llorones y arbustos de formas irregulares. Contó hasta cinco y continuó moviendo su diestra sobre su erección, pero su cerebro seguía sin conformarse con el auto placer físico, y volvió a rodar una película pornográfica en donde su vecino era el protagonista, y él solo un pene en pantalla que debía ser atendido con urgencia por ese par de labios fríos y perfectos que más de una vez imaginó sobre su cuerpo. 

El chico era travieso, se sonría malicioso mientras se metía entre sus piernas para luego inclinarse y acercar su rostro a ese pedazo de carne erecto que lo estaba haciendo pasar tan vergonzoso momento. Con alivio lo vió desaparecer en el interior de la boca de su vecino que, sin dejar de verlo a los ojos, comenzó a chupar su pene como si fuera un bombón helado. Aunque era triste, estaba agradecido de que todo aquello estuviera pasando solo en su cabeza, porque hubiera sido difícil no ser descubiertos con los ruidos obscenos que producían las succiones de Pablo o las pequeñas arcadas que tenía cuando lo dejaba deslizar hasta lo profundo de su garganta. No aguantaría mucho de aquella manera, los movimientos de su mano se hicieron cada vez más rápido y su cadera se movía de forma involuntaria al ritmo de su diestra. 

Cuando el sol comenzó a extinguirse en el oeste, el murmullo de la radio cesó, y fue rápidamente reemplazado por el rumor de la corriente. Llegó luego una suave brisa del sur, más de uno buscó abrigo. La gente se fue retirando de la orilla frente al despeñadero y la soledad y el silencio se fueron haciendo con aquel valle riocuartense. Lionel abrió sus ojos con pereza, tardó un rato en recordar en dónde se encontraba o que había pasado, por lo que se asustó al encontrarse semidesnudo entre arbustos y rocas. Al recordar todo, la vergüenza hizo estragos en su mente. Se levantó el pantalón y se limpió las manos en uno de los tantos charquitos que había entre medio de las piedras. 

Con cuidado, volvió a entrar en el agua, el frío invadió su cuerpo y comenzó a temblar de forma inconsciente. Se abrazó a sí mismo y luego de contar hasta diez, logró zambullirse por completo para nadar hasta la orilla contraria. Salió castañeando los dientes, puteandose así mismo por haber sido tan pelotudo de quedarse dormido sabiendo que en Córdoba las noches eran frías y secas, todo lo contrario a las noches húmedas y pesadas de su natal Santa Fe. 

—Toma, te vas agarrar una neumonía —le dijo alguien a sus espaldas tendiéndole una toalla playera de River Plate. Se dió la media vuelta y levantó su mirada para descubrir de quién se trataba—. Dale, en serio, agarra —insistió la persona que menos quería ver en ese momento. 

—Pablo… —murmuró incrédulo agarrando la toalla; si no hubiese estado prácticamente congelado, con los labios casi azules, sus mejillas de un rojo vivo no hubiera pasado desapercibidas como lo hicieron en aquel instante. 

—Tu toallón se lo llevaron unos chicos que estaban hablando con unas pibas del centro. Te llamaron varias veces, pensaron que te habías ido, así que lo agarraron y se fueron. 

La explicación de Pablo era escasa aunque en principio pareciera sencilla, pero la realidad es que no explicaba el porqué seguía ahí y cómo sabía que él continuaba en el Río, que no había vuelto a casa en ningún momento. 

—¿Cómo…? —artículo con dificultad temiendo la respuesta que menos deseaba escuchar. 

—Ví que te metiste detrás de esas piedras… —respondió sin mirarlo a los ojos—. Te reconocí cuando te tiraste al agua —agregó después para terror del santafecino. 

—Ah… ¿Y por eso me esperaste? —Pablo no respondió, se sonrío, recogió una camisa que había dejado enganchada a una rama y se vistió para comenzar a subir la colina que los separaba de la ruta, la cual debían cruzar para luego llegar a sus respectivos hogares en un barrio cualquiera de la ciudad-pueblo de Achiras. Lionel se cubrió los brazos con la toalla y siguió los pasos de su vecino. Ambos caminaron en silencio por un buen rato, incluso después de cruzar la ruta y adentrarse en un estrecho sendero cargado de árboles y arbustos autóctonos. 

—¿A vos te gusta pajearte en público seguido o fue una ocasión especial? —Lionel paró en seco, oyó un par de jilgueros a la distancia y sintió que su corazón había dejado de latir—. No te pongas así, no creo que vaya a decírselo a alguien, al menos si no me das razones para hacerlo… 

—¿Me vas a extorsionar? —inquirió incrédulo, ni siquiera se había podido imaginar que habría algo peor que ser descubierto por la misma persona por la cual se masturbó. Además, estaba sorprendido, jamás habría pensado algo así de un rostro tan angelical como el de Pablo Aimar. 

—Yo no dije eso, dije que espero que no me des motivos para hacerlo… Tenes cara de boludo, pero no pensé que lo fueras…

—¡No soy boludo! —exclamó nervioso.

—Un poquito si… 

—Mira quién habla… ¿Y qué tengo que hacer para que no le cuentes a nadie, eh? Aunque ni siquiera debería preguntarte, no da que cuentes algo así en un pueblo donde se van a enterar todos en menos de dos horas. No podes ser tan bosta, tan forro y culiado.

Su vecino no parecía muy afectado por los insultos de los que estaba siendo objeto, se notaba muy relajado e incluso, divertido. “¿De qué tanto te reís?”, preguntó Lionel bastante molesto con esa actitud arrogante de Pablo. 

—Si no querés que le cuente a todos que te golpeaste en el río, vas a tener que comprarme un helado cada vez que yo te lo pida. ¿Entendiste?

—¿Era eso no más? —Lionel estaba confundido. O su vecino le jugaba una broma de mal gusto, o era un pibe muy inocente y de buen corazón; incluso no parecía tener intenciones de burlarse, o eso pensaba hasta que Pablo volvió a abrir la boca con cierta picardía en la mirada.

—Y te conviene tenerme satisfecho porque no solo le voy a contar a los pibes de la cuadra que te pajeas en público, sino que encima tenes fantasías gays con un tal Paulo.

¿Paulo? ¿Qué Paulo? ¿Había dicho el nombre de Pablo mientras fantaseaba con él? Eso había estado cerca, pero ser amenazado de esa manera le hinchaba soberanamente las pelotas. ¿Su vecino se hacía el picante con esa carita de puto que tenía? No podía dejar que un pelotudo así hiriera su orgullo de esa manera. 

—Me parece que escuchaste mal… —murmuró, mirando hacia ambos lados del sendero para asegurarse de que eran los dos únicos idiotas que andaban por allí a esas horas.

Luego, lo tomó de la muñeca y lo arrastró unos cuantos pasos hasta un eucalipto colorado. Pablo trató de zafarse y volvió a amenazar con que contaría todo si lo trataba mal o lo hacía enojar. Pero Lionel solo sonrió, lo empujó hacia el tronco del árbol y se inclinó hacia su rostro para estampar sus labios contra los suyos.

—Dale, ahora anda a abrir la jeta si tanto queres —escupió el santafecino desafiante. Pablo estaba en una especie de shock, con sus ojos bien abiertos sin poder pestañear, y con sus labios entreabiertos incapaces de modular ni la más simple de las oraciones. ¿Qué había pasado? Solo estaba jugando, no planeaba contarle nada a nadie, él no era así. ¿Por qué Lionel había hecho algo así? ¿Realmente era gay? 

—Lo de que te escuché decir el nombre de un tipo era chamuyo, solo quería joderte… —explicó a duras penas esquivando su mirada.

Lionel casi lo suelta, había metido otra vez la pata por calentón. Al fin y al cabo no era la primera ni la última vez que se metía en problemas por ese carácter iracundo que lo alejó de su carrera deportiva en Santa Fe. Sin embargo, ya estaba ahí, con su vecino acorralado contra un eucalipto y ya le había robado un beso. ¿Valía pena recapacitar justo en ese momento? 

—Bueno, adivinaste por poco… —Volvió a inclinarse hacia su rostro, y aunque su vecino trataba de oponer resistencia, atrapó su labio inferior entre sus dientes, tiró un poco de él y luego lo lamió para finalmente soltarlo. Esperaba que Pablo lo golpeara después de eso, pero seguía perplejo, parecía estar procesando aquello tan extraño que estaba ocurriendo. Lionel, aún así, prefirió no desaprovechar la ocasión, y volvió a tomar sus labios, aunque esta vez se tomó la osadía de moverlos y de meter su pierna en medio de las de su vecino. 

Pablo, poco a poco, aflojó sus brazos hasta decidirse por abrazar a Lionel y profundizar más el contacto moviendo sus propios labios al ritmo de los ajenos. Pero el santafecino, viendo que su vecino comenzaba a cooperar, se aventuró a meter su lengua dentro de la boca con la que tanto había fantaseado esa misma tarde de enero. 

La claridad abandonó aquel cielo despejado y, en su lugar, se presentó un cielo estrellado coronado por una luna medio menguante que, con su luz prestada, iluminaba los recovecos de aquel bosque serrano que ocultaba a dos jóvenes desprovistos de toda vergüenza. Llenaban la noche riocuartense de sonidos sugerentes y lascivos, provocados por una danza inescrupulosa de sus lenguas atrevidas y curiosas. Tampoco podían ignorarse los pequeños gemidos que escapaban de la garganta del muchacho de pelo castaño, quien se deshacía en los brazos de un santafesino depravado y calentón, que ni por un segundo se detuvo a pensar en las consecuencias o en las repercusiones futuras. Solo estaba ahí, ignorando el mundo y devorando a su vecino como si fuera un helado a punto de derretirse entre sus dedos.


FIN

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