xxxvi. the fire of a dragon

        

capítulo treinta y seis
EL FUEGO DE UN DRAGÓN


La noche en Harrenhal era fría, los muros ennegrecidos parecían cerrar el paso al aire, y cada rincón susurraba historias de traición, locura y muerte. Pero a Alyssa no le importaba lo más mínimo. Lo que le molestaba no eran los fantasmas ni las visiones extrañas que a veces la asaltaban —ya había visto suficientes—, sino el simple hecho de estar encerrada.

Un dragón no sirve de nada si está encadenado, pensó, pateando una piedra en el corredor mientras caminaba hacia el salón donde su padre la había convocado. Alyssa nunca había sido la hija que se quedaba quieta. La guerra estaba allá afuera, y ella no había nacido para calentarse las manos junto a un fuego mientras otros hacían el trabajo sucio. Pero su padre tenía un plan y si él le decía que esperara, lo haría, aunque la quemara por dentro.

Al entrar al salón, encontró a su padre inclinado sobre un mapa, con una copa de vino en la mano y una expresión que prometía tormentas. Sabía reconocer ese rostro; había noticias, y no buenas.

—Rhaenys ha muerto. —Las palabras salieron de su boca como una sentencia, sin adornos ni compasión.

Alyssa parpadeó, no porque le doliera, sino porque no esperaba escuchar eso. Había cosas que parecían inquebrantables, y aquella mujer era una de ellas.

—¿Cómo? —preguntó, cruzándose de brazos.

Daemon levantó la vista hacia ella, los ojos llameantes.

—Fue una trampa. Aemond y Aegon la esperaban. Maelys cayó primero. Rhaenys no tardó en seguirla.

Alyssa apretó los labios, sintiendo una punzada en el pecho, no por Rhaenys en sí, sino por lo que simbolizaba. Otro dragón menos. Otro golpe más para su causa.

—¿Y los dos cabrones están bien? —preguntó, con el tono sarcástico que usaba para enmascarar cualquier emoción incómoda.

Daemon sonrió con algo que no era alegría.

—Aegon está herido. Gravemente, dicen. El tuerto… —Se detuvo un segundo, y Alyssa sintió que su corazón daba un vuelco. Pero Daemon negó con la cabeza—. No sé nada de él. Y no me interesa por ahora. Lo que importa es que ahora tenemos una oportunidad. Sin Aegon al frente, los Verdes están cojeando.

Alyssa quiso preguntar más sobre Aemond, pero tragó las palabras. No era el momento y a su padre seguro no le gustaría que lo hiciera.

Daemon volvió a enfocar su atención en el mapa.

—Es probable que marcharemos pronto. Este golpe puede darnos la ventaja que necesitamos. Mantente lista por las dudas.

Alyssa asintió, tratando de ocultar la maraña de emociones que la sacudía.

—Como ordenes, padre.

Él levantó la vista, fijándose en ella con un orgullo que no necesitaba palabras. Esa mirada lo era todo para Alyssa. Haría lo que fuera por merecerla.

Cuando llegó a su cuarto, cerró la puerta de un portazo y se dejó caer sobre la cama, mirando el techo que parecía listo para desplomarse sobre ella. Sabía que debería estar pensando en Rhaenys, en la guerra, en su próximo movimiento. Pero todo lo que podía imaginar era el rostro de Aemond Targaryen.

¿Estará herido?, pensó, con el ceño fruncido. La idea de que él hubiera salido ileso la irritaba casi tanto como la posibilidad de que estuviera malherido. Porque si algo había aprendido en esa relación extraña que tenían, era que Aemond siempre encontraba la manera de caer bien parado, así que debía de estar bien.

Sacudió la cabeza, tratando de apartarlo de su mente. En su lugar, se levantó y tomó un pergamino. Había alguien más en quién debía de pensar ahora.

Hermanas:
Rhaenys ha caído. Padre dice que fue una trampa, su dragona también murió. Maelys... ¿pueden creerlo? Otro dragón menos. Estamos perdiendo fuegos más rápido de lo que podemos encenderlos.
Sé que esto será más duro para ustedes que para mí. Rhaenys era su sangre más que la mía, pero aun así... lo siento. Ojalá estuviera allí para abrazarlas. Harrenhal es un verdadero mierda, cuando todo termine tomaré a Vermithor y terminaré con los que Aegon el conquistador comenzó con este lugar alejado de los dioses.
Pero padre tiene un plan, así que supongo que pronto nos marcharemos.
Cuídense. Si mueren más voy a buscar y las vuelvo a matar con mis propias manos por idiotas.
Alyssa T.

Selló la carta con firmeza y se dejó caer en la cama, mirando al techo con los dientes apretados. Si Aemond estaba herido, lo descubriría. Si no, bueno... entonces lo haría sangrar ella misma.








La Fortaleza Roja había adquirido un silencio extraño tras la última victoria, como si las piedras mismas estuvieran conteniendo el aliento. Aemond caminaba por los corredores con el porte de un hombre que sabe que el destino le ha sonreído, aunque el precio haya sido alto. Príncipe regente. Esa palabra le llenaba el pecho con un fuego que no había sentido desde la primera vez que montó a Vhagar.

Aegon, estaba confinado en una cama. Las quemaduras cubrían gran parte de su cuerpo, y aunque el maestre insistía en que sobreviviría, no estaba tan seguro de que volviera a ser el mismo. Si es que alguna vez fue algo digno. Aemond siempre había sabido que el Trono de Hierro le quedaba grande a su hermano, pero ahora lo había visto con claridad brutal. No, los Siete Reinos no necesitaban a un rey como Aegon. Necesitaban a alguien que pudiera tomar decisiones con firmeza, alguien que no temiera ensuciarse las manos. Necesitaban a un verdadero dragón.

Se detuvo frente a una ventana, dejando que la brisa le enfriara el rostro. Su ojo sano se fijó en la luna, pero su mente estaba en otro lugar, o más bien en otra persona.

Alyssa.

¿Habrá recibido ya la noticia? No era difícil imaginar su reacción: probablemente habría soltado un comentario vulgar sobre Aegon o sobre cómo ella hubiera hecho el trabajo mejor. Una sonrisa torcida apareció en su rostro al imaginarlo. Alyssa no era como ninguna otra mujer que hubiera conocido. Era fuego puro, un torbellino que no sabía estarse quieta. Era un dragón tanto como él, y por eso la odiaba... y la deseaba.

Se apartó de la ventana con un suspiro y caminó hacia la habitación de Aegon. Lo encontró tumbado en la cama, su rostro cubierto de vendas, su respiración entrecortada. Aemond se inclinó sobre él, observando las heridas con una mezcla de curiosidad y satisfacción retorcida.

—¿Fue Vhagar, fue Maelys o fue tu propia idiotez? —preguntó en voz baja, como si esperara que su hermano contestara desde su estado semiconsciente.

Sabía que no tendría una respuesta, pero no le importaba. La duda era suficiente para mantenerlo entretenido. Aemond no necesitaba confirmar ni negar nada. Lo que importaba era que ahora estaba en una posición de poder, y no pensaba desperdiciarla.

Al salir de la habitación, fue convocado al pequeño consejo. Los demás lo estaban esperando, y aunque algunos mostraban expresiones incómodas, nadie se atrevió a desafiar su autoridad. Príncipe regente. El título resonaba en su mente con la fuerza de un tambor de guerra.

—Con la muerte de Rhaenys y la caída de Meleys, los Negros han perdido otro dragón —dijo Criston Cole.

—Eso nos deja con una ventaja clara —añadió otro Lannister—. Contamos con Vhagar, Sunfyre, Dreamfyre y Tessarion. Ellos tienen a Syrax, Caraxes, Vermithor, Tyraxes, Moondancer y... ¿quién más? Ah, Vermax, el dragón de Jacaerys. Pero los dragones más jóvenes no cuentan, apenas son grandes como para lanzar fuego.

Aemond asintió, inclinándose sobre el mapa que estaba desplegado en la mesa.

—Rhaenyra no abandonará Rocadragón. Es demasiado cobarde como para arriesgarse. —un murmullo de aprobación recorrió la sala, pero Aemond levantó una mano para silenciarlo— El verdadero problema son Daemon y Caraxes... y Alyssa con Vermithor.

El nombre de Vermithor pareció llenar el aire con una tensión palpable. Era el segundo dragón más grande después de Vhagar, y con Alyssa montándolo, se convertía en una amenaza que no podían ignorar.

—Alyssa... —murmuró Criston Cole, mirando a Aemond con curiosidad—. ¿Qué planea esa chica salvaje?

Aemond ocultó su sonrisa, pero no pudo evitar que un destello de interés cruzara su rostro.

—Lo que planee no importa. Lo que importa es que debemos anticiparnos.

No mencionó que conocía a Alyssa mejor de lo que los demás imaginaban. Que podía verla en su mente ahora mismo, probablemente furiosa, frustrada por estar en Harrenhal mientras la guerra se desarrollaba. Quería luchar. Siempre quería luchar. Y por eso, un día, sería su perdición.

La reunión terminó con planes para reforzar las defensas y trazar estrategias, pero Aemond apenas escuchaba. Su mente estaba en un dragón de bronce y en la mujer que lo montaba, en sus ojos bicolores que lo desafiaban y en la forma en que su fuego rivalizaba con el suyo. Alyssa sería su ruina, o él sería la suya. Y de alguna forma, ambas posibilidades le parecían igual de atractivas.



La luz del amanecer entraba tímidamente por las ventanas de Rocadragón, iluminando los oscuros muros de piedra volcánica. Baela Targaryen se encontraba en uno de los balcones superiores, observando las olas romper contra las rocas negras de la isla. Su rostro estaba ensombrecido por la tristeza.

La noticia de la muerte de su abuela Rhaenys había llegado como una tempestad. Era difícil asimilarlo: la Reina Que Nunca Fue, una mujer que había desafiado las tradiciones y volado con Meleys hacia la guerra, estaba ahora perdida para siempre. Baela siempre había admirado la fuerza de su abuela, su valentía y determinación. Y ahora estaba muerta, convertida en cenizas junto a su dragona.

Baela apretó los labios, sintiendo cómo la tristeza comenzaba a transformarse en algo más. No quería quedarse en esa tristeza inmóvil; quería hacer algo, quería luchar. Era lo que Alyssa haría. Su hermana mayor siempre había sido la favorita de su padre, y mientras montaba a Vermithor y volaba hacia la guerra, ella había quedado atrapada aquí, esperando, observando.

Algún día voy a ser como ella, pensó Baela con firmeza. Su mayor sueño siempre había sido enorgullecer a Alyssa, demostrarle que ella también era un dragón digno, que compartían la misma sangre ardiente. Pero aquí estaba, en Rocadragón, atrapada en la monotonía, sola. Sola con Jacaerys, que no parecía menos frustrado.

Ella bajó del balcón con paso decidido, sus botas resonando en los pasillos vacíos. Encontró a Jacaerys en el salón principal, inclinado sobre un mapa junto a un par de consejeros. Su ceño estaba fruncido, y las ojeras bajo sus ojos indicaban noches sin dormir.

Era un digno príncipe de Rocadragón, estaba ideando planes sin descansar.

—Jace —lo llamó Baela, interrumpiendo su conversación.

Él levantó la vista, y sus ojos se suavizaron al verla, aunque la frustración no desapareció de su rostro.

—Baela.

—¿Cuánto tiempo más vamos a estar aquí sin hacer nada? —preguntó, cruzando los brazos. Su tono era firme, casi desafiante.

—Estamos planeando... —comenzó Jace, pero ella lo interrumpió.

—¿Planeando qué? ¿Sentarnos aquí mientras nuestros enemigos toman el control? Mi abuela está muerta, Jace. ¿Y qué hemos hecho nosotros? Nada. Ni siquiera volar.

Jacaerys suspiró y pasó una mano por su cabello oscuro.

—Crees que no lo sé, Baela. Crees que no siento lo mismo. Pero no podemos actuar sin una estrategia. Mi madre no lo permitirá. Estoy pensando en las semillas de dragón, mira podría ser beneficioso y..

Baela bufó, sus ojos brillando con indignación.

—Convence a Rhaenyra de que debemos pelear. ¿O también tú estás satisfecho con quedarte aquí, esperando a que Aemond y los Verdes destruyan todo lo que queda de nuestra familia?

La mirada de Jacaerys se endureció, y por un momento pareció que iba a responder con la misma dureza. Pero luego sus hombros se relajaron, y su expresión se tornó cansada.

—No es tan simple. Si cometemos un error ahora, lo perderemos todo.

Baela apretó los puños, frustrada pero sin poder encontrar una respuesta. Lo entendía, claro que lo entendía, pero eso no hacía que fuera más fácil de aceptar.

—Quiero volar con Moondancer —dijo finalmente, su voz más baja, pero aún cargada de determinación—. Quiero pelear. Mi lugar no está aquí encerrada, Jace. Quiero demostrarle a Alyssa que puedo estar a su altura.

Jacaerys la miró en silencio durante un largo momento.

—Alyssa siempre ha sido diferente y tu no necesitas demostrarle nada a nadie, Baela. Ya eres un dragón.

Ella negó con la cabeza.

—No es suficiente. No puedo quedarme aquí mientras el mundo arde.

Antes de que Jace pudiera responder, Baela dio media vuelta y salió del salón. Su corazón latía con fuerza, su mente llena de pensamientos y planes. Ella no iba a esperar más. Moondancer estaba lista, y ella también lo estaría.

En su camino por los pasillos, se detuvo un momento frente a un gran espejo de bronce. Su reflejo la devolvió la mirada, y por un instante se preguntó si su abuela Rhaenys la habría aprobado. Pero luego apartó esa idea. No necesitaba la aprobación de nadie. Era una Targaryen. Era fuego y sangre. Y estaba lista para demostrarlo.











El Valle de Arryn estaba envuelto en una paz engañosa. Desde las montañas, Rhaena Targaryen observaba el paisaje con una sensación de desconexión. Todo era frío y ajeno allí, tan distante de las tierras volcánicas de Rocadragón, donde había pasado gran parte de su vida.

La noticia de la muerte de su abuela Rhaenys había llegado esa mañana, y aunque Rhaena lamentaba la pérdida, no sentía el mismo peso que otros podrían sentir. Apenas había conocido a Rhaenys, y las pocas veces que compartieron momentos juntas, la mujer había parecido más una figura distante que una abuela cariñosa. La verdad era que Rhaena siempre había estado más cerca de Rocadragón que de Marcaderiva, y su conexión con Rhaenys había sido tenue en el mejor de los casos.

A pesar de ello, un hilo de culpa serpenteaba en su pecho. ¿Debería estar más triste?

Ahora, confinada en el Valle por órdenes de la Reina Rhaenyra, Rhaena se sentía poco más que una sombra de lo que se suponía que debía ser. Era una Targaryen, sí, pero no una guerrera como su padre, ni un dragón indomable como su hermana mayor. En cambio, era una cuidadora, encargada de proteger a los menores y cuidar los huevos de dragón que se habían traído para preservarlos.

Entre ellos, había uno al que le había tomado especial cariño: un huevo con cáscara rosada y delicados remolinos blancos que parecían brillar bajo la luz del fuego. Pasaba horas junto a él, sintiendo su calor suave contra sus manos. Era un calor que prometía vida, un recordatorio de lo que significaba ser Targaryen, incluso cuando ella no se sentía digna de ese legado.

Rhaena estaba sentada junto al fuego cuando Aegon, su hermano menor, entró corriendo al salón con una energía que parecía desbordarse de su pequeño cuerpo. Sus cabellos plateados estaban despeinados, y sus ojos violetas brillaban con curiosidad.

—Rhae, ¿es verdad que la abuela Rhaenys está muerta? —preguntó sin rodeos, su tono más curioso que afligido.

Rhaena asintió lentamente, observándolo con cuidado. Rhaenys de hecho no era su abuela, pero eso ya no importaba ahora así que no la corrigió.

—Sí, es verdad.

Aegon frunció el ceño.

—¿Qué pasó? ¿Fue por el otro Aegon, el malo?

Ella dudó. Rhaenyra le había ordenado ser prudente con la información que compartía, especialmente con los niños. Pero Aegon la miraba con esos ojos grandes y expectantes, y al final cedió.

—Sí. Fue en una batalla. Ellos… tendieron una trampa.

—¿Y los demás? —preguntó Aegon, inclinándose hacia adelante—. ¿Muña? ¿Kepa? ¿Alyssa?

Rhaena se sintió atrapada. No quería mentirle, pero tampoco podía decirle toda la verdad.

—Tu madre está en Rocadragón, segura —respondió con firmeza—. Y nuestro padre está con Alyssa en Harrenhal. Están reuniendo aliados para que podamos tomar Desembarco del Rey.

El rostro de Aegon se iluminó con una sonrisa orgullosa.

—Entonces vamos a ganar. Padre y Alyssa son los mejores. Nadie puede contra ellos.

Rhaena sintió un nudo en la garganta. Quería compartir su optimismo, pero el peso de la guerra era demasiado grande. En lugar de responder, acarició suavemente el cabello de su hermano.

—Ve a descansar, Aegon. Es tarde.

Cuando Aegon se fue, Rhaena se quedó sola en el salón, envuelta en el silencio. La seguridad de su hermano menor era reconfortante, pero no podía compartirla. Su mente estaba llena de dudas. ¿Qué pasaría si fallaban? ¿Qué pasaría si, como su abuela, todos terminaban consumidos por el fuego y las sombras?

Se inclinó hacia el huevo frente a ella, buscando consuelo en su calor. Cerró los ojos y dejó que el silencio del salón la envolviera. Pero entonces, un ruido suave la hizo abrir los ojos de golpe.

Un crujido.

Su corazón dio un salto. Miró el huevo con incredulidad, y lo vio moverse ligeramente. Otro crujido resonó, más fuerte esta vez, y luego apareció una grieta en la superficie rosada.

Estaba pasando.

Rhaena se arrodilló frente al huevo, sus manos temblorosas apenas capaces de contener su emoción. La cáscara comenzó a romperse en pedazos más grandes, y finalmente, una pequeña criatura emergió. Era un dragón diminuto, su cuerpo cubierto de escamas de un rosa pálido que parecían brillar como la aurora. Sus ojos, grandes y brillantes, se encontraron con los de Rhaena, y el mundo pareció detenerse.

Al fin.

Rhaena dejó escapar una risa ahogada, sus ojos llenos de lágrimas.

—Soy una Targaryen —susurró, sus palabras un mantra para sí misma—. Soy una Targaryen.

El dragón dejó escapar un chillido suave, y Rhaena supo que no estaba sola. No más.

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