La moralidad de Ernesto

Coco no me pertenece, uso sus personajes sin fines de lucro.

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Héctor lo abrazó antes de subir al tren, le dedicó una sonrisa antes que los rieles empeñaran su función, y partió rumbo a Santa Cecilia, cuando Ernesto perdió de vista el transporte sabía que era el momento de volver al hotel donde se hospedaba.

Sus pasos le pesaban como cemento y antes que se diera cuenta ya tenía en frente la puerta de su habitación, entró como fantasma y la cerró tras de sí. Al estar completamente solo; de su chaleco sacó un frasco y lo arrojó con furia sobre el suelo, nunca lo uso, el contenido se desperdició en la alfombra. Jaló sus cabellos azabaches, grito con furia y coraje mientras caía de rodillas al suelo, no le importaba el dolor.

Solo quería que las voces se callaran de una vez.

"¿En qué pensabas?"

"¿Qué planeabas hacer?"

"¿En serio podrías hacerlo?"

Las voces no paraban de atormentarlo, y sus lágrimas de enojo eran una reprenda de sí mismo...

― ¿¡Qué iba hacer!?

El dolor se hizo ameno en sus rodillas, pero no se comparaba con el dolor que estaba sintiendo dentro. Aun así, se incorporó, se limpió sus heridas y rejunto la evidencia de un crimen no cometido, y se dispuso a dormir con ese tormento.

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Ernesto nunca comprendió mucho el significado de la familia, tenía entendido que eran las personas que te cuidaban y querían al nacer; personas que compartían la sangre y la carne.

Tiene recuerdos borrosos de su madre, antes que su padre la corriera por ponerle el cuerno, su madrastra poco lo quería, su padre apenas estaba presente y sus hermanos lo miraban con indiferencia.

Nada era feliz, lo único que lo animaba era la música, su pasión por ella lograba que su vida fuera más llevadera. No fue por mucho tiempo hasta que se enlistó para defender a Santa Cecilia de la Revolución, no importaba si eran; Carrancistas, Zapatistas o Villistas, si intentaban hacerle daño a su hogar, su vida tendría que pagar.

Ahí fue donde conoció a Héctor, ya lo conocía de lejos por vivir en el mismo pueblo, pero nunca llegó su interés de relacionarse con él. Era solo un mocoso que hacía labores de campo y se enlisto a este sector para probar que era un hombre.

Los hombres poco a poco se iban y llego un momento en que ambos quedaron solos, recuerda esa noche frío donde el fuego parecía extinguirse por cada fuerte brisa que pasaba sobre ellos. No le dedicó palabras a Héctor, estaban en una situación de la historia donde no formar lazos podría ser fatal si los perdías delante de tus ojos, un hambre de perros que te cala hasta los huesos y machar con el cielo teñido de rojo como el suelo.

― ¿Puedes tocarla?―esa pregunta lo tomo desprevenido.

―...

―La guitarra ¿la sabes tocar?

―Ahs~―bufó en desagrado― ¿A poco quieres escuchar música?

― ¿Pues pa' que te la traías?―su boca silbaba con cada palabra.

― ¿Sabes en dónde nos encontramos?

― ¿Y no sería mejor pasarlo bien que pensar en tristezas?

Ernesto frunció el ceño por tener una pregunta como respuesta, aunque sí, tenía la razón. La había traído para animar el campamento, pero fueron divididos en poco tiempo en diferentes zonas, quedo como niñera de ese mocoso.

Rascó las cuerdas, preparó su garganta para entonar una canción, pero le ganó la palabra el chiquillo. Entonó de forma suave y su cantar lo hipnotizo, pudo sentir sus huesos vibrar de alegría y recordar esos bellos tiempos que tuvo con la música.

―No cantas tan mal...―exclamó Ernesto al terminar de tocar.

―Dicen que lo llevo en la sangre, mamá cantaba como el cenzontle.

― ¿Cantaba?―su pregunta hizo que su sonrisa se borrará.

―Sí, cantaba.

―Lo siento.

―Con la muerte no se le puede pedir disculpas, son cosas que suceden.

―Muy cierto―dijo en bajo.

Pero a pesar del tema, el chiquillo volvió a sonreír―Soy Héctor.

―Y yo Ernesto.

Su tiempo, como parte de la Revolución hizo más fuerte su amistad, entonaban canciones para no tener sueño y si eso no funcionaba, se turnaban el fusil mientras el otro dormía.

Aún después de hacer sus servicios siguieron siendo amigos, con Héctor había encontrado algo que desconocida, una persona que quería mucho y deseaba proteger mientras crecía.

Fue egoísta con el tiempo de Héctor y sus sueños de ser músicos famosos le harían ser dueño de su futuro; solo que no contó con el amor. No pensó que Héctor se enamorara, era obvio que en algún momento lo haría, pero no quiso que fuera así de rápido; Imelda le quería arrebatar lo que él había encontrado...

¡Ay, pero que podía hacer!

Los ojitos de Héctor brillaban de la emoción y componía canciones en honor a ese amor, se tragó sus palabras y se burló de Héctor por ser gallina al confesarse. No dijo nada cuando al fin fueron novios, ni detuvo la boda cuando el padre dio el permiso.

"Si alguien se opone, que hablé ahora o calle para siempre"

Espero que alguien dijera algo, algún pretendiente de Imelda o una de las pocas enamoradas de Héctor, pero ni eso. Dio sus palabras de aliento y se inflo de orgullo cuando dio por ende que era una paloma atada a otra.

Sintió más ajeno a su amigo al anunciar que tendría un hijo; Ernesto podía sentir la distancia más marcada entre ellos y eso le daba coraje. Tal vez si Héctor hubiera seguido rebozando de felicidad lo hubiera hecho, lo haría sin chistar en matarlo en la primera oportunidad.

Porque ya no era el chiquillo que le cantó, que le brindo un sentimiento cálido; se había vuelto un hombre de familia que le estaba robando las alas.

Lo que no contó fue la muerte de Imelda; ambos sabían por experiencia lo duró que era perder a una madre, por lo menos ellos lograron formar recuerdos con las suyas, y no corrieron con la suerte de Coco. La empatía que sentía por él le hizo reprimir sus malos actos y lo dejó ir para reencontrarse con su hija.

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Fue difícil para Ernesto seguir así, cantaba las canciones que Héctor le había dejado y cuando alguien se interesaba en él y pedía hacer espectáculos, tocar en la radio o grabar un disco. Él decía la verdad y prácticamente lo corrían por no ser obras originarias de su mano.

Se estaban poniendo duras las cosas y aunque las limosnas eran suficientes para sobrevivir, no pudo darle su parte a Héctor con tan poca ganancia.

Cuando pensó que ya no podía más, y reconsidero volver a Santa Cecilia ante el desprecio del contribuidor que tenía en frente, alguien lo detuvo.

― ¿Cómo que no son suyas?―habló una mujer entrando al despacho.

―Laura ¿Qué haces aquí?

―Te estaba esperando Fausto, pero como vi que te tardabas, vine... ¿Y usted no me ha respondido?

―No son mías, son de mi amigo.

― ¿Y dónde está él?

―No está muerto, gracias a Dios...―se aclaró la garganta― Su esposa murió cuando tuvo a su hija, y se está haciendo a cargo de ella.

― ¿Cómo?

Contó con pelos y lenguas los sacrificios que hizo Héctor por el bien de Coco, la esposa del contribuidor se le ablando el corazón al escuchar tan hermosa historia, y más viniendo de Ernesto, le brillaban los ojitos de admiración al hablar de ellos.

― ¿Y cómo se llama usted?

―Ernesto de la Cruz, señora.

―Amor, dale un contrato al señor de la Cruz, porque ahora tendrá que interpretar canciones con el corazón...

―Pero nadie lo escuchará y no le convendría ya que...

―Tonterías, Fausto.

¿Quién diría que esa mujer le brindó la oportunidad de su vida? A regañetes y golpes el distribuidor hizo el contrato y dio dos cheques por adelantado. Con especificaciones de su esposa de darle el debido crédito tanto al compositor como al intérprete.

Le dio el cheque a Héctor junto con una carta, y está recibió una respuesta de rápida. Se sorprendió que Héctor abriera una zapatería en nombre de Imelda y con el dinero que le había dado sería para contribuir al negocio y las necesidades de Coco. Pudo casi imaginar la sonrisa de Héctor mientras le escribía la carta que estaba leyendo; la guardo junto con las demás cartas que se escribieron durante ese tiempo.

Con el tiempo, Ernesto ganó fama, por su voz y atractivo, y su historia hizo que la gente lo viera como una persona de buen corazón.

¿Buen corazón?

¿Lo tendría una persona egoísta?

¿Lo tendría una persona que tuvo intenciones de matar a su mejor amigo?

Las voces nunca lo dejaron de atormentar, el trabajo pronto se volvió una prioridad para él. Apenas si socializaba con las nuevas estrellas fuera del rango de trabajo y las cartas de Héctor eran como un escape; era un llamado para decir de donde había venido, de cómo fue que llegó a tenerlo todo y a la vez nada.

La felicidad en cada carta que leía Ernesto era sincera, tanta calidez sentía con esas palabras que le daban ganas de tomar una maleta e ir directamente a Santa Cecilia para hacer zapatos con Héctor; abrazarlo y abrazar a su ahijada, porque ellos se habían vuelto algo que nunca tuvo.

Una familia.

Pero tenía que volver a la realidad que le tocó, una donde aún hay mujeres (y muchas) que desean casarse con él, donde lo alaban como un Dios; como el Tesoro de México.

Eso no le importaba, aunque el mundo resultará ser su familia la verdadera se encontraba en Santa Cecilia. Su único deseo era el bienestar de ellos, que estuvieran sanos y lo recordaran.

Pero no pensó que unas semanas después; la Guerra Cristera estalló...

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