¿Dónde quedó Dios?

Coco no me pertenece, uso sus personajes sin fines de lucro.

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Coco temblaba de miedo, nunca pensó vivir una situación así, pero ahí estaba, temblando con el cuchillo en la mano dentro de una bodega que se usa para guardar el maíz. Su papá le había dicho que sino oía el código que ambos habían puesto, no temiera en utilizar el arma en contra del desconocido y huir lo más lejos posible. Perderse entre las milpas y el campo.

No quiere recordar lo que vio antes de que su padre la llevara a ese lugar, parecía un sueño muy bonito porque todo era como siempre... hasta que fue mediodía, llegaron personas que involucraron a la gente del pueblo en un enfrentamiento que no tenían nada que ver, la sangre se derramó de muchos inocentes como involucrados.

Ella se había refugiado debajo de su cama como sus tíos le habían pedido cuando sintieron el peligro en la zapatería. Coco esperó y quiso llorar en bajito cuando alguien llegó; pero para su suerte fue su padre que estaba buscando entre los escombros a los demás, se abrazaron de alivio.

―Coco, nos tenemos que ir, agarra tus cosas.

Así lo hizo sin preguntar la pequeña, en su morral tenía todo lo necesario; una muñequita que le hizo su abuela, los listones que les dio sus tíos, los vestidos que le regaló su abuelo, una carta de su padrino y el escapulario que tenía la imagen de su mamá, lo tenía siempre en el cuello. No le faltaba nada.

Héctor la cargo y le pidió que no hiciera ruido, avanzó pegado a la pared y con lentitud; atento a que los balazos se habían alejado y poder llegar a salvo al campo.

La curiosidad de Coco creció; no sabía lo que pasaba y hecho un vistazo lejos del hombro de su papá, vio poco, pero pudo reconocer los zapatos de su abuelo junto con un charco de sangre.

Desvió la mirada rápido y empezó a temblar de miedo.

―Tranquila, Coco―palmeó su cabeza con suavidad.

Al ver que el temblor no se calmaba, comenzó a silbar una canción para que ella solo se concentrara en su tonar. Y así siguió todo el camino, hasta que pudo llegar a la bodega lejos del pueblo donde aun se estaba dando el batallón.

―Espérame aquí, hija.

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Eso y con unas otras indicaciones, hizo que Coco permaneciera ahí; con el cuchillo en mano y atenta ante cualquier sonido poco común que no fuera su respiración. La puerta azoto siendo un ruido nuevo, y el ritmo de unos pasos rumbo al cuarto donde ella se encontraba, su miedo creció, tragó en grueso y agarró con fuerza el arma blanca.

Un silbido inundó el lugar, siendo el código y cuando la puerta se abrió; abrazó a su papá.

―Nos iremos ahora mismo, vamos.

Salieron de la bodega con el cielo teñido de rojo, su padre había conseguido un carruaje con una mula; en él tenían unas cuantas pertenencias. Los Riveras salieron del pueblo sin mirar atrás, huyendo de una guerra.

Héctor ha vivido algo de eso, y no quiere que su hijita viva lo mismo, lo más prudente que pudo hacer fue resguardarla del peligro para ir por cosas importantes, algunos cuantos papeles y hasta tuvo el tiempo de hacer tumbas improvisadas a lo bestia. No tuvo muchas complicaciones con eso, ya que Oscar y Felipe seguían con vida, ellos le ayudaron (a duras penas).

Pensó por un momento que debería llevar a Coco a despedirse por última vez de ellos, no solo por las tumbas, sino para ayudar a Felipe. Había sufrido un derrumbe mientras se resguardaron en un lugar cuando fueron a buscar a su cuñado, un pesado escombro cayó sobre una de sus piernas, se veía mal por donde mirabas. Para Oscar fue distinta la lesión, una herida de bala en el hombro al enterrar a sus padres.

―Hay que irnos...

― ¡Tu vete, nosotros estaremos bien!―exclamo intentando tener el sangrado.

―No pienso dejarlos aquí...

―Coco, te necesita ¡Se están acercando! Nosotros nos las arreglamos.

Quería seguir diciendo que no, que como podría los llevaría a los dos a esa maldita carreta que estaba cerca del campo, no los dejaría solos. Pero el sonido de las balas, y las voces de sus cuñados exigiéndole, hizo que tomara una decisión; tenían que salir rápido, porque de nuevo estarían los árboles llenos de gente con la soga al cuello, uno de esas pobres animas podrían ser ellos... podría ser él.

Se fue; y ellos le prometieron que estarían vivos.

Solo promesas que esperaban ser cumplidas.

Al único lugar que podría ser acogido sería con Ernesto, en la capital, no sabía si él estaba al tanto de la situación o si sería bien acogido por él; su amigo se encerró en una burbuja donde era ajeno a todo lo que sucedía a su alrededor sino estaba involucrado en ello.

El trabajo parecía más importante para Ernesto.

Pero no podía desanimarse de esa forma, debía mantenerse positivo ante todo ¿no es así? Coco confiaba en él, él tenía que hacer su labor de padre, era la única familia que le quedaba (esperaba que no) y ese pensamiento caía como plomo.

Héctor no es inmortal, tampoco está hecho de ligas. Tuvo suerte de estar en la plaza por el encargo de cuero antes que comenzará el batallón y tenía la fortuna que su más grande tesoro no resultará lesionado.

Ella era importante.

Por otro lado, Coco seguía sin decir ni una sola palabra durante el viaje, ¿cómo podría ser posible esto? ¿Por qué su felicidad fue arrebatada entre sus manos? ¿Qué tenían que ver esos sujetos malos con su familia? ¿Por qué le ocurrían estás cosas?

¡No tenía sentido! Su abuelita le decía siempre que si era buena le ocurrirían siempre cosas buenas.

Se portaba bien, les ayudaba a sus abuelos y a sus tíos, hasta se encarga que su papá no durmiera en la mesa por desvelarse al hacer zapatos. Ellos eran buenos, ellos eran su familia, ellos... ya no estaban con ella.

El carruaje siguió su camino sin detenerse hasta ya muy noche, Héctor prendió una fogata y acomodó un espacio entre las cosas para que durmiera Coco porque temía que algún animal hiciera de las suyas para picarle.

―Papá...

Héctor ni siquiera pudo mascullar su nombre, su más grande tesoro le escurría gruesas lágrimas de los ojos, sentía el corazón chiquito ante esa mirada y se quebraba por la situación.

¿Por qué les había tocado una suerte de la chingada?

No dijo nada, la abrazó en silencio y cuando el llanto de su niña comenzó a sonar inquietante ¡Por qué hay gente que se muere ahogada de sus propias lágrimas! La arrulló como si volviera hacer una bebé y cantó para calmarla.

Pero su cantó era triste y lleno de complicaciones, se nota por las palabras que arrastraba...

Ay de mí llorona

Llorona

Llorona

Llévame al río

No supo cuando comenzó a llorar, y la persona que intentaba parar sus lágrimas era su hija; Coco se encargó de limpiarlas, incluso entonó esa triste melodía para que Héctor no se sintiera solo.

Ellos no están solos, se tenían uno al otro.

Entre cantos y lágrimas, ambos pudieron conciliar el sueño con un extraño alivio.

Un pequeño ritual para sanar las heridas.

Esto se repetía muchas veces, Coco comenzó a tener mucho miedo en ciertas partes del camino donde su padre le pedía que se escondiera entre las cosas.

¿Cómo alguien de su edad tiene ese tipo de angustia?

¿Tener miedo que se roben la carreta estando escondida y ya no volver a ver a su padre?

Con el pasar de los días ambos aprendieron formas de hacer guardias y de cuidarse uno del otro; aunque más era Héctor el que cuidaba a su hija y la mula que los ayudaba en esa travesía, su niña la llamó Clementina. Y también, de mantener ocupada la cabeza de su hija en otras cosas, aunque no podía cumplir tan bien esa labor todo el tiempo.

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—Está va ser la última vez, lo prometo—exclamó su padre después de pedirle que se ocultara.

Ella no se pudo negar, se cubrió con esa manta entre los jarrones de barro y las cestas de palma. Con el escapulario en las manos le pidió a su mamita querida que ellos estuvieran a salvos, que sus abuelos y tíos ya estuvieran con ella y pudieran cuidar de ambos. Pero más a su padre, porque ella no quiere perderlo.

El sonido que hace la carreta en movimiento junto con las cosas que trae dentro, se volvió distinto, empezó a escuchar voces de personas, el traqueteo de caballos jalando carretas y ¿bocinas?

—Mija, ya te puedes salir...

La niña hizo caso, y sus ojos se abrieron en grande al ver casas altas, coches, puestos de comida y mucha gente...

Habían llegado a la capital.

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