1.


Nunca creí que llegaría a casarme, y menos con un desconocido, pero aquel veintinueve de agosto de 1925 en la ermita de Brugués, lo hice con alguien a quién no había visto nunca, y que ni siquiera estuvo presente en la ceremonia.

Hacía un calor bochornoso. La tela de algodón del vestido blanco que me habían prestado se me pegaba a la piel. Me sequé una gota de sudor que resbalaba por la frente antes de mirar al párroco y pronunciar la palabra que cambiaría mi vida.

—Acepto.

La pronuncié en un tono de voz casi imperceptible, pero la acústica de la vieja ermita permitió que todo el mundo que estaba allí lo escuchara. Giré la cabeza y miré a mi abuela, sentada en el banco de la primera fila, con el rostro derrotado, como si acabara de perder la batalla de su vida. Más que a una boda, parecía que acudía a un funeral, y no sólo por su gesto desolado sino por el vestido negro hasta los pies y la mantellina sobre su pelo, completamente blanquecino.

Volví la vista al frente para que su imagen no me hiciera sentir peor. Me recordé a mí misma que esa era la única manera que tenía de salir de ese maldito pueblo. Cogí la pluma que Ricard me alargó de inmediato; el frío del metal hizo que un escalofrío me recorriera la nuca. Me incliné hacia la mesa del altar y estampé mi firma en el papel. Acababa de casarme por poderes con un completo desconocido.

No estaría aquí si aquella mañana de abril no hubiera dejado que ese hombre me acompañase a la playa, a buscar tellinas, ni me hubiera enamorado. Hinqué las uñas sobre las palmas de las manos hasta sentir un dolor agudo, y dejé que la rabia muriera allí mismo. Era demasiado tarde para arrepentirme, para querer borrar el pasado, y para salir corriendo.

Después de escuchar la bendición del párroco, me di la vuelta y caminé por el suelo empedrado hacia la salida. La estatua de la virgen María me miró con incertidumbre y tristeza, como si anticipase el futuro que estaba empezando a tejerse.

—Estás pálida.

Las palabras de mi padre hicieron que volviera a la realidad. No era un hombre alto ni fornido, pero su presencia me daba seguridad; de niña estaba convencida de que nada malo podría sucederme si él dormía al otro lado de la pared, y esa sensación perduró a lo largo de los años, que no habían sido benévolos con él. Parecía mucho más viejo de lo que era, mucho más de lo que habría parecido si mi madre no hubiera muerto cuando yo nací. Parecía que la vejez se le hubiera acumulado de golpe, comiéndose la suya y la de mi madre. Conservaba el pelo fuerte, ondulado, muy oscuro pese a las canas amarillentas que lo salpicaban.

—El incienso de la iglesia me ha mareado. ¿Qué hora es?

—No son más de las once. Deberías ir a hacer el equipaje, tu barco zarpa mañana al alba.

Asentí. No le dije que ya tenía la maleta preparada con las cuatro prendas de ropa del armario, mis libros favoritos y una caja metálica con viejas fotografías. Era todo lo que poseía y me llevaría. Lo demás estaba en mi memoria. Al día siguiente a esa misma hora estaría a bordo de un barco que me llevaría muy lejos. Me esforcé por ralentizar el ritmo de mi respiración cuando la opresión en el pecho aumentó.

—Padre, ¿me da un abrazo?

Me rodeó con los brazos más fuertes y acogedores del mundo mientras me limpiaba en la solapa de su americana las lágrimas que no pude tragarme. Lo sospechaba, pero todavía no sabía con certeza que aquél iba a ser el último abrazo que me diera. Después, me llevó a casa en el coche que también nos habían prestado para la ceremonia. Fue un trayecto silencioso; ni mi padre, ni mi abuela ni mi hermano pronunciaron sílaba alguna, como si tuvieran miedo de una presencia invisible y letal. Se paró delante de la casa de mi infancia, donde había vivido hasta ahora, donde seguirían viviendo todos ellos menos yo.

Tardé un par de minutos en entrar. Antes, miré la fachada para retenerla en mi memoria. Los muros que amenazaban ruina de esa casita parecían haber sido decorados abigarradamente con piedras de distintos tamaños. Estaba franqueada por otras dos casas más en los dos lados, apreciándose solo la fachada. Contaba con pocas ventanas, en concreto cuatro. Desde fuera podía apreciarse las cortinas hechas con una tela de lino marfil. Las había cosido la abuela después de mis intentos totalmente inútiles. Las monjas habían intentado enseñarme coser hasta la saciedad, pero no lo lograron.

Al fin entré por última vez a mi casa. Me dejé guiar por el olor a estofado hasta la cocina, donde mi abuela, de espaldas, trasteaba. Tenía que hablarle, contarle el por qué de mi decisión, hacérselo entender, antes de marcharme. Lo había intentado en otras ocasiones, pero ella se había negado a escucharme, como si ese hecho pudiera refrenar una decisión que yo ya había tomado.

—Abuela.

Lo dije en un tono de súplica que nunca había empleado, y que solo volvería a usar muchos años después. Ella se giró y me miró con infinita tristeza en una líquida oscuridad de ojos curtidos en la desgracia que me partió el corazón.

—Abuela, tienes que creerme cuando te digo que...

Podría haber seguido mencionando mis motivos, muy válidos y con todo el sentido del mundo, pero no fui capaz de afrontar su mirada. Me callé igual que si me hubieran dado un empujón y me hubiera caído al suelo.

—Si ya lo sé todo, Isabel, pero aun así... ¿sabes lo que estás haciendo?

—Lo sé, abuela, lo sé.

Sabía que con toda probabilidad, no volvería a verla. Y aquello me dolía, diantres, ¡claro que dolía! Pero no era nada comparado con otro tipo de dolor, el que va reconcomiéndote por dentro, el que te pudre poco a poco y te deja muerta en vida. Tenía que salir de allí para poder sobrevivir, aunque aquello supusiera abandonar a las personas que amaba. No sé si ella pudo leer todo eso en mis ojos, pero en un gesto de resignación, suspiró y negó con la cabeza.

—Si lo sabes, no hay nada de que hablar. Escúchame bien, Isabel, no te fíes de nadie, ¿eh? De nadie. Que eres muy lista para unas cosas, pero muy pánfila para otras. Y escríbenos todos los meses.

—Te prometo que lo haré.

La piel de su rostro, tan arrugada y fina como la muselina de las mangas de mi vestido, insinuó una sonrisa que no llegó a madurar. Sus manos huesudas apretaron las mías mientras dejaba un beso en mi frente. Mi abuela, la que me había enseñado a atarme los zapatos, a comer de manera decente, la que me había inculcado el hábito de la lectura y me había leído antes de dormir, la que me consolaba cuando llegaba con la palma de la mano roja de los golpes de las monjas, la que me había criado.

Subí las escaleras hasta mi habitación y esperé a que anocheciera para meterme en la cama. No pegué ojo en toda la noche, pensando en lo que me esperaría al otro lado del océano, en si había hecho bien. El golpe de una piedra pequeña en mi ventana me sobresaltó, pero no me levanté para abrir como otras veces. Ignoré su insistencia hasta que se cansó, y por fin, en unas horas que me parecieron años, amaneció. Me lavé a conciencia con el agua fría del pozo, me vestí con rapidez y bajé a tomarme la leche que padre acababa de mullir. Miquel, mi hermano, ya me esperaba en la puerta con el coche prestado. Abracé a mi abuela y a mi padre de nuevo, prometiéndoles que les escribiría, que si no estaba bien, volvería. Subí al coche y cuando Miquel arrancó, no miré atrás.

El trayecto hasta el puerto de Barcelona se me hizo corto. Mi hermano ya de por sí era poco hablador, pero en este trayecto parecía que se le hubieran comido la lengua. Lo miré de reojo; se parecía mucho a padre, sobre todo en la mandíbula cuadrada y en el gesto de preocupación al arrugar la ceja izquierda. Me pregunté si él sabría algo, pero deseché la idea.

Cuando bajé del coche, respiré el pestilente olor del pescado que llegaba de un barco pesquero, mezclándose con el olor a sal y la humedad del puerto. Las gaviotas graznaban nerviosas, ansiando el pescado recolectado y que los pescadores protegían con las redes. La ligera brisa hizo que me despeinara un poco.

—¿Tienes el billete?

—Sí, claro. Debería subir ya.

Mi hermano asintió con el gesto contenido, y comprendí que, aunque nunca hubiéramos sido muy cercanos, a su manera le dolía verme marchar así. Tragué saliva para deshacer el nudo en la garganta que se me había formado y le sonreí.

—No te preocupes, estaré bien. En el pueblo nunca habría sido feliz.

—¿Y marchándote?

—No lo sé, puede que sí. ¿Me escribirás?

—Por supuesto.

Me dio un beso en la frente antes de que cogiera la maleta con la mano derecha, y con la izquierda el pasaje de primera que me llevaría a un destino inesperado. 

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