Capítulo Final
Se me despedaza la garganta a trozos o eso es lo que siento.
Para el día tenía cinco citas agendadas, el diabólico malestar por poco me orilla a moverlas para otro día. Irme a reposar en cama a casa parece la mejor opción cuando el aroma del champú más suave, ese de extracto de camomila, te incendia las fosas nasales.
Regreso de la última excursión de urgencia al baño, con una mano en el estómago y otra en la sien. Los vómitos son una tortura más, no basta con expulsar las vísceras por la boca, también te fastidia con mareos.
Hannah baja el volumen de la música. La jornada estuvo movida, las estaciones se mantuvieron llenas, de cabello, uñas, cejas, pestañas y tratamientos faciales. Con un año desde su apertura, Mystic Salon, mi propio espacio de trabajo y negocio, se expandió en tres grandes zonas de la ciudad.
Lo que empezó como un diminuto estudio de dos plazas, al parecer con magia, un empujón en forma de un cheque de parte de Adrian y mi tremendo talento, lo convirtieron en una cadena que no para de crecer.
El trabajo se incrementa tanto como mis bolsillos, al menos mamá vive en una nueva casa con jardín decente para atender a cinco hermosos perros más.
—¿Estás bien?—me pregunta con dejo preocupado en cuánto me ve—. Porque te ves... mal. Digo, no mal mal, mal de enferma.
Aparto el trozo de pastel de frambuesa que me ha traído. Un antojo que me provocó otra ola de náuseas.
—No, creo que...—le acuso con un dedo al notar su expresión de sospeche—. No me mires así, no es eso que estás pensando.
O solo soy yo que me he hecho toda una historia en la cabeza. No es gripe, no es cáncer, espero, no es mi menstruación, esa que hace cinco días que debió visitarme.
Definitivamente tiene toda la pinta de ser eso.
—No he abierto la boca, si lo pensaste es por algo—devuelve, enarcando una ceja—. En las películas los vómitos son los primeros síntomas.
—Esto no es una película.
—Hay un programa donde mujeres dan a luz y no sabían que estaban embarazadas—objeta—. Todo puede pasar.
Trato de ignorarla, pero resulta dar el efecto contrario.
Un bebé, siempre he querido un bebé. También es cierto que quise ser una mujer dedicada al hogar y a la crianza, encontraba cierta belleza en atender a mi familia, ahora en lo absoluto me veo pasar toda la vida bajo esa perspectiva.
Pero un bebé, mío y de Adrian. Tengo que morderme la lengua para no espantar con mis gritos. No necesito un bebé, ¿quién lo hace? Pero lo quiero, puede que no sea el momento indicado, debería esperar un año más, cuando cumpliese treinta, ese era el plan...
—¿Crees que lo sea?—suelto de repente y Hannah, tragando parte del que era mi postre, se encoge de hombros.
—Hay que averiguarlo.
Hannah echó a correr a la farmacia más cercana, sobre el escritorio de mi oficina vació la bolsa. Tres pruebas de distinta marca. El verano se halla en su apogeo como el desenfreno de mis nervios.
Tuve que beberme un litro de agua apresurando las ganas de ir al baño. Me costó mantener las uñas lejos de mis dientes y el cabello en su sitio. Pocas veces he experimentado esta sensación de pender en el borde de un rascacielos, como si las entrañas se me anudaran y perdiese fuerza en los músculos.
Hannah y yo observamos los test en orden sobre el escritorio desde el piso donde reposamos y contamos los minutos como si fuesen años.
Un bebé de ojos café y cabello castaño. Puede que una niña, puede que un niño, no lo sé, da igual, será nuestro.
—¿Qué sale?—pregunta mi amiga ansiosa.
¿Tendrá mejillas sonrojadas como yo?
—No sé, no quiero ver—contesto al borde de llanto—. Me desmayaré de los nervios.
¿El temperamento tan agrio como su papá?
—Ya pasaron diez minutos, Cora—me insiste Hannah y quiero clavarle las uñas en los ojos.
—¡No quiero ver!
—¡Cora, te vomitaré encima!
—Espera un minuto más—le suplico y ella inicia una cuenta regresiva que me tritura los nervios.
Cincuenta y ocho...
Cincuenta y nueve...
—Listo, sesenta—aplaude y se pone de pie de un brinco.
¿De dónde saca tanta energía, por Dios? Me ayuda a levantarme, no encuentro fuerza en las piernas para sostenerme, soy todo temblores y pasos vacilantes.
Me asomo sobre las pruebas y no puedo ver absolutamente nada, las lágrimas se apoderan de mis ojos. Parpadeo drenando el llanto y enfoco la primera.
—Dos rayitas—pronuncio como si me faltase el aire—. ¿Qué significan dos rayitas?
—Una raya es negativo, negativo más negativo—sus ojos ocupan toda su expresión cuando grita—, ¡positivo!
Positivo. Positivo. Niego con la cabeza, imposibilitada de creerlo.
—Espera, hay que ver las demás—inhalo hondo—. Mira tú, ¿qué dice?
Hannah da una breve mirada y levanta los brazos sobre su cabeza.
—¡Embarazada hasta los intestinos!
—¡Cállate! ¡No es cierto!—grito por fin y el llanto estalla, mojando mi cara en un mero segundo.
Embarazada...
—¡Mira!—levanta las pruebas, pero mi vista pierde el enfoque—. ¡Cora!
El mundo pierde colores.
Θ
El monitor controlando mis latidos me causa una jaqueca terrible. Es que a pesar de que los doctores han verificado que todo va bien y que en efecto, estoy embarazada y también con eso todo marcha bien, decidieron esperar dos horas más para darme el alta.
Hannah me relató que caí como un muñeco de trapo al piso, inconsciente. Como pude me arrastró hasta la puerta y llamó a una ambulancia. Ella les dijo lo que pasaba conmigo y alertó al equipo que me atendía para que no se les ocurra decir palabra a mi novio.
Mi Adrian, que no deja de acariciar mi mano con ternura. El gesto tenso no desaparece de su cariz ni siquiera cuando el doctor le ha dicho que no corro peligro.
—¿Qué es lo que tiene? Nadie cae al piso solo porque sí—interpela, más brusco de lo necesario.
Espero atenta, rezando a su respuesta. Que no le diga, que no se le salga...
—Coloquialmente, está saturada de estrés—vuelvo a respirar—. Necesita reposar al menos una semana. Lleva una vida agitada, tu interruptor se bajó al verse sobrecalentado.
Bueno, eso tiene sentido también, así que no es una mentira. Últimamente me tiembla el párpado más tiempo del acostumbrado.
Adrian presiona mi mano, llamando mi atención.
—¿Escuchaste?
Ruedo los ojos.
—No soy sorda, que yo sepa. ¿Ya nos vamos a casa?—insisto, su mirada me escruta con vehemencia.
—Estás algo pálida aún, ¿segura que te sientes bien?
—Que sí, solo quiero meterme en la cama a ver Gossip Girl bebiendo chocolate, ¿no quieres?
Se lo piensa unos segundos.
—¿Eso te hará sentir mejor?
—Obvio—replico y sus labios se curvan con afecto.
—Está bien. Vamos a casa.
Θ
Una semana y tres días después, el cuatro de octubre, tercer aniversario de nuestra primera cita, aquella desastrosa que abandoné, decidimos tener una velada en el jardín de la casa que compartimos desde hace dos años, luego de culminar con honores mi carrera.
Adrian no es un hombre de fechas como yo, hay algo místico en la numerología que no me lo explico, pese a eso, sí es hombre de detalles, regalos y de esos nunca he carecido.
Esta vez quise hacer algo en la privacidad de nuestro hogar, algo tranquilo y sereno, algo sencillamente nuestro. No por nada me he mordido la lengua para no gritarle la noticia de mis cinco semanas de embarazo, estos días han sido una completa tortura.
No mentí cuando rechacé la copa de champaña aludiendo acidez, esa es real, ese hecho le extrañó tanto que pidió una segunda revisión en un nuevo hospital. Tapé la falta de ganas de beber alcohol al duplicar el apetito y ocultando las náuseas que la salsa de tomate me provocó.
La charla transcurre sin problema para él, sí para mí y el último regalo colgando en el respaldo de mi asiento.
Tras terminar la mitad de la porción de cheesecake, bebo un largo trago de agua y me restriego las manos, percibiendo intensa energía viajar por mis dedos. Es momento.
—Pero dejando todo eso de lado, te tengo un regalo más—le digo y él arquea las cejas con interés.
—¿Ah sí?—pronuncia con ronquera—. Qué casualidad, yo también.
Que sean los pendientes agotados, que sean los pendientes agotados... imploro en secreto al universo. Los he buscado como loca y nada que los encuentro.
Tomo la bolsa y la escondo bajo la mesa, introduzco la mano y mi garganta se cierra al rozar la suave tela.
—A la cuenta de tres lo mostramos—le aviso y él asiento de acuerdo.
—Muy bien.
—Uno... dos... ¡y tres!—levanto el par de botines de bebé—. Estoy embarazada.
Mi pulso se suspende al verlo afincar una rodilla en el piso, frente a mí, con una caja abierta mostrando un reluciente anillo de diamante dentro en la mano que extiende hacia mí.
—¿Te casarías con... qué?
Pierdo la audición un segundo.
—¿Qué?
Luce tan perplejo como yo.
—¿Es en serio?—inquiere, mirando las botitas pasmado.
Apunto al precioso anillo.
—¿Eso es en serio?
Se mira un tanto ofendido dentro de su pasmo.
—Por supuesto que lo es.
—Pues esto también—afirmo y mi corazón crece y me aporrea las costillas al atestiguar como su mirada se llena de un brillo fascinante.
Carraspea y reacomoda la rodilla en el piso, se recompone del impacto de la noticia pero jamás su mano decae.
—Entonces dime que sí, para llenarte de besos—demanda, extasiado, mis emociones se aglomeran en mi pecho, una sobre otra, fusionándose, reforzándose.
Aprieto con fuerza las botitas en la mano y me inclino hacia él, a su aroma a canela y café que tantos años he estado adorando y le tiendo mi mano sin anillos decorándola.
—Sí, me quiero casar contigo, Adrian Brier—expreso con la voz poblada de sentimientos.
Su sonrisa inmensa me acaricia el espíritu, cuando el anillo reposa en mi dedo, lo admiro unos instantes maravillada por su resplandor y peso. Esperaba que llegase a los treinta para dar el paso, sin embargo, hoy se siente como el momento indicado para darlo.
Le doy las botitas y él las mira con las pupilas dilatadas, colmadas de amor. Acuna mi rostro y besa mis mejillas, frente y labios con esmero, precisión y pasión. No quiero que se aparte nunca, pero nunca.
—¿Por eso tus desmayos repentinos?—cuestiona con suspicacia.
Afirmo con un movimiento de la cabeza.
—Y mi peso extra.
Frunce el ceño, confundido.
—¿Qué peso extra? ¿El de las tetas?—profiere una risa y vuelve a besarme con fervor—. Te amo, Cora, como no tienes idea.
Una emoción sobrecogedora me abraza el corazón.
—Y yo a ti, Adrian, pero tú sí que te puedes hacer una idea.
Su risa me acaricia los labios y el contacto, confiado y divino, se siente como magia verdadera.
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